lunes, 25 de febrero de 2019

435. Pasión a flor de Juan



El día que murió Lucio Battisti, me lo dijo él mismo. Aquel 9 de septiembre de 1998 –más de 20 años ha corrido ya el calendario–, andaba yo deambulando por el dial de aquella vieja radio que habían comprado mis padres en Andorra, cuando todavía los españoles tenían por costumbre adquirir tecnología más barata en el Principado, y todas las emisoras no hacían más que repetir Il mio canto libero, la famosa canción del cantante italiano. Un pálpito me dijo entonces que algo andaba mal. Así que, para confirmar mis sospechas, aguardé a que empezase Flor de pasión, el veterano programa musical de Radio 3 y, tras la sintonía inicial, allí estaba la voz rota de Juan de Pablos, anunciando entre sollozos la muerte del poeta de Poggio Bustone, a quien esa noche el locutor cacereño iba a dedicarle un monográfico prácticamente improvisado como homenaje. Casi un año después, volvería a escuchar a Juan destrozado por la muerte de Dusty Springfield, una de sus cantantes más queridas, en un programa sobrecogedor para sus fieles oyentes, en el que Juan de Pablos apenas podía articular palabra y donde podían sucederse eternos silencios sin que el radioyente supiera ya a qué atenerse al otro lado de las ondas. Ese es Juan de Pablos. La pasión, la emoción y la autenticidad por encima de todo protocolo radiofónico. ¿Hay, acaso, anomalía mayor en un programa de radio que el mutismo? La radio es, por su propia naturaleza, el medio que menos puede prestarse a los vacíos de silencio; estos causan enorme extrañeza en el oyente, que se siente, de pronto, abandonado en el abismo de las ondas. Pero con Juan de Pablos los silencios eran siempre significativos y sus oyentes devotos acabaron normalizándolos, diríase que incluso los acompañaban con el aliento contenido; en las noches de Flor de pasión el dial era un enorme silencio compartido entre las miles de almas que respetaban el tiempo que Juan necesitase para recobrarse de quién sabe qué recuerdos, de quién sabe qué demonios personales. Y nos alegrábamos sinceramente cuando, de pronto, se venía arriba y un tema lo resucitaba de los taludes de su depresión. A cambio de esta complicidad, Juan nos regalaba su sabia selección nocturna. Nunca podré agradecerle lo suficiente el haberme dado a conocer a cantantes como France Gall o Françoise Hardy que, por una cuestión generacional, quizás nunca habría descubierto. Había madrugadas en que me quedaba dormido escuchando el programa, y dejaba grabando el casete. A la mañana siguiente, rebobinaba la cinta y descubría los tesoros nocturnos que había cazado y yo me imaginaba que aquellas canciones insólitas habían sido rescatadas desde alguna extraña y fabulosa región de mis sueños merced al ejercicio de chamanismo de Juan. Algunas de esas rarezas no he podido recuperarlas más que en aquellos casetes que grabé. Por ejemplo, una pieza instrumental titulada Andorra, que a día de hoy, en la era de Internet, donde casi toda la información está a nuestro alcance, soy incapaz de encontrar.
La semana pasada, Juan de Pablos anunció que se jubilaba a sus 71 años. Con él se va también Flor de pasión, programa nacido en 1979. Era inevitable: Juan y Flor de pasión son una misma cosa. Añoraremos su selección musical, que forma parte de la educación sentimental de mucha gente de diferentes generaciones, pero también su frágil sensibilidad y la honestidad emocional de aquellas madrugadas cómplices. El tema de cierre, Azzurro, de Adriano Celentano, como el de inicio, el Attends ou va t’en en versión de France Gall, son ya himnos por mor de Juan de Pablos. También su mítica frase de despedida tras cada programa, la única manera posible de cerrar esta humilde semblanza de su persona: “Forza, saluti a tutti, bacioni, auguri, in bocca al lupo, arrivederci e a presto pino!

lunes, 18 de febrero de 2019

434. Puro Shakespeare



Uno de los mayores méritos que puede distinguir a una compañía teatral es la de hacer reconocible la esencia del dramaturgo al que representa. Las obras teatrales pueden adaptarse a los nuevos tiempos, cambiar la escenografía, el vestuario y hasta rayar en la iconoclasia, pero si el espectador es incapaz de percibir el alma del original, es mejor no hablar de versión o de adaptación, sino de otra obra nueva. Con Shakespeare, quienes mejor consiguen ese propósito son los propios británicos en todos los órdenes artísticos. Aún recuerdo maravillado la adaptación cinematográfica que de Macbeth hizo Justin Kurzel en 2015, por nombrar sólo una de las últimas reverenciales manifestaciones artísticas que se han hecho sobre el inmortal autor de Sratford. Ahora, la celebrada y veterana Compañía Atalaya está de gira por España paseando por las tablas al rey Lear, y esa alianza con el espíritu de Shakespeare se produce en sus representaciones con tan inextricable comunión, que parece resucitada telúricamente del polvo indeleble de sus palabras. Los claroscuros de la escenografía, la atmósfera neblinosa, la reformulación majestuosa del coro, tan caro a Shakespeare, con sus cánticos atávicos (¿en griego?); los movimientos acompasados de los actores, como movidos sus hilos por el caprichoso titiritero del fatum; la cadencia casi silábica de la dicción, con sus efectistas pausas a mitad del sintagma, todo contribuye a captar la inquietante sustancia de las tragedias shakesperianas. Y todo ello, y esto lo digo yo, en uno de los textos que menos me han conmovido del autor de Hamlet, por muy pesada que se ponga la crítica especializada en incluir El rey Lear en la famosa tríada de las obras cumbre de Shakespeare. Ni las motivaciones del rey me convencen ni hallo una exploración verosímil en las pasiones humanas que se ponen en solfa; los personajes me parecen maniqueos (y no hay excusa en su vocación alegórica) y la pérdida de la cordura de algunos me parece algo pueril. Sí me parece interesante la degradación del rey hasta su animalización como metáfora de la destrucción del orden establecido (la pérdida del cariño de sus hijas y su traición) pero me parece todo insuficiente para colocar El rey Lear entre las mejores obras de Shakespeare. Y, sin embargo, la Compañía Atalaya obra el milagro de revertir la insatisfacción que produce la lectura de la obra y convertirla en una maravilla, colocando el texto y el argumento al servicio del mejor Shakespeare, como si fuera el mismo Shakespeare quien, reconociendo sus defectos, remendara sobre las tablas las hilachas sueltas. O, en otras palabras, realizando un montaje a la altura del genio inglés, superando los defectos del propio genio. Hasta el final, algo abrupto e insustancial en el original, es modificado por una coda del bufón (que, en realidad se recupera de una intervención de éste en otra escena del texto), subsanando con ese remate, la escasa contundencia del final shakespeariano. Muy notable la actuación de Carmen Gallardo como rey Lear, que nos convence de que los héroes masculinos de la tragedia pueden alcanzar grandes cotas en la interpretación de una mujer (acordémonos de Blanca Portillo como Segismundo) y, sobresalientes las intervenciones de Lidia Mauduit como bufón, cuya dicción y movimientos espasmódicos tan bien casan con la función oracular de sus misteriosas y proféticas palabras. Para enmendarle la plana a Shakespeare hay que ser un gran conocedor suyo. Lo otro sería osado sacrilegio. A la Compañía Atalaya, que lleva ya 36 años sobre la escena, se le nota el oficio. Su versión de El rey Lear mejora a un Shakespeare despistado. Lo redime y lo convierte en puro Shakespeare.

lunes, 11 de febrero de 2019

433. Quien lo probó lo sabe



Qué triste resulta asistir cada año a la contumacia del ser humano por degradar las grandes palabras que nos salvan del simio que somos. Toda noble construcción nacida para mayor gloria de nuestra humanidad, toda alta idea que nos permite elevarnos desde el aquelarre de células hasta las esferas de lo trascendente, es prostituida en el lupanar del mercantilismo y de la vulgaridad adocenada. Así el amor, que este jueves será sacrificado a la pira del trending topic y a la cursilería hiperglucémica hasta el coma diabético. Como en estas páginas hablamos de Literatura, salvémoslo por un día de los corazones de plástico y sentémoslo caballero en la grupa de la palabra para huir de la oferta del 2x1 del McDonald’s Valentine’s Day.
No resulta fácil saber si la literatura amorosa de cada etapa histórica es un simple artificio literario aceptado por pura convención o si refleja realmente una concepción sincrónica del hecho amatorio. No sabemos, por ejemplo, si un médico suscribiría los síntomas físicos que la enamorada Safo (s. VII a.C.) describía en sus poemas, pero lo  cierto es que con la poeta de Lesbos nace la idea universal del amor como enfermedad, que luego susurrará Celestina a Melibea a finales del XV en una de sus definiciones más canónicas. Más adelante, Catulo (s. I a.C.) incorporará la dimensión carnal del amor, la pasión y el deseo, sin demasiados remilgos. Durante la Edad Media, aparecerá el concepto de amor cortés, que trasladará al terreno amoroso las relaciones feudales de vasallaje: el enamorado es un caballero que sirve a la dama, se postra ante ella y sufre sus desdenes. Aquí sí podríamos asegurar que se trata de un acuerdo estrictamente literario. Lo relevante es, sin embargo, que lo que era una convención poética, acabó sentando las bases de las relaciones amorosas reales entre hombres y mujeres. Pienso, por ejemplo, en la imagen del enamorado pidiendo, de rodillas, matrimonio a su amada o ese acuerdo más o menos tácito que todavía se conserva de ser el hombre quien tome la iniciativa en su declaración amorosa y de que la mujer mantenga su firmeza, aunque sea fingida, antes de aceptar el galanteo. Junto al refinamiento cortesano, convive en la Edad Media, la literatura erótica, manifestada, por ejemplo, en las canciones goliárdicas. El Renacimiento traerá la concepción del amor platónico y la divinización de la dama, la donna angelicata petrarquista, y en el Barroco, se lo considerará como la única fuerza capaz de permanecer más allá de la muerte y, de acuerdo al pesimismo de la época, aparecerá unido a la brevedad de la vida y al poder destructor del tiempo. El siglo XVIII se llenará de colores pasteles muy a propósito para un concepto del amor intrascendente, empalagoso, envuelto en un halo de coquetería y frivolidad. Todos pensamos en aquel cuadro del columpio de Fragonard coincidiendo con la primera arcada. Junto a la literatura rococó hay también una idea ilustrada del amor, que lucha contra el desatino de los amores concertados. El sentimiento se desborda arrebatador en el Romanticismo hasta la irreflexión, y la mujer aparece como un ser etéreo e inalcanzable. El Realismo abordará el tema del adulterio. Los tres grandes personajes femeninos son Ana Karenina, Madame Bovary y Ana Ozores, heroínas frustradas en sus relaciones matrimoniales que se enfrentan a las convenciones sociales. En el siglo XX, el amor se diversifica, tienen cabida las voces femeninas, la homosexualidad, el amor libre, siempre con las trabas morales de una tradición conservadora que aún impone su peso. Y llegamos a nuestro siglo. Ya estoy viendo el menú de San Valentín del jueves: “cupiditos rebozados con salsa de fruta de la pasión; solomillo en nidito de amor trufado sobre lecho de pétalos de rosa; y de postre, corazón de chocolate bañado en ambrosía de Venus”. 50 euros la pareja. Y la foto en Instagram.

lunes, 4 de febrero de 2019

432. ¿Quién es el señor Schmitt?



El pasquín de mano donde se anuncia la nueva obra de Sergio Peris-Mencheta incluye dos citas que abordan el tema de la identidad. La primera es de Oscar Wilde y reza: “La mayoría de las personas son otras; sus pensamientos, las opiniones de otros; su vida, una imitación; sus pasiones, una cita”. La segunda nota es de Lovecraft y dice: “Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad, pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad”. Si en el siglo XIX, la identidad empezaba a preocupar a escritores como los citados, en el siglo XXI ese mismo asunto se ha convertido seguramente en el gran tema por antonomasia. La globalización, la presión mediática y social, la búsqueda de un avatar artificial en la red que nos redima en la ficción virtual de nuestras vidas desnortadas, todo contribuye a la desvirtualización de nuestra identidad y, en último término, a su renuncia, que es lo mismo que decir a nuestra muerte en vida.
¿Quién es el señor Schmitt?, de Sébastien Thiéry, aborda el problema de forma tragicómica. El señor y la señora Carnero (Javier Gutiérrez y Cristina Castaño) cenan tranquilamente en el comedor familiar pero pronto empiezan a ser conscientes de que algo no marcha bien: reciben una llamada telefónica, pero los señores Carnero no tienen teléfono. Es sólo el principio. Más tarde descubrirán que la ropa de los armarios no es su ropa, que los álbumes familiares incluyen fotografías de personas extrañas, que la llave no entra en la cerradura, que el retrato de la graduación del señor Carnero ha sido sustituida por la de un perro, que viven en Andorra y que todo el mundo les llama señor y señora Schmitt. El planteamiento del conflicto está trufado de escenas divertidas que concurren para alimentar el misterio y el juego de enredos. Pero, poco a poco, la risa se convierte en una mueca amarga cuando asistimos a la desesperación del señor Carnero por pugnar por la identidad que todo el mundo se empeña en arrebatarle. Hasta la señora Carnero va asumiendo, paulatinamente, su nuevo nombre y su nueva vida, metamorfosis a la que su marido asiste con creciente inquietud hasta dudar él mismo de su propia cordura. Y, en realidad, el único cuerdo de la obra es el propio señor Carnero. Su esposa, otra víctima al fin y al cabo, adopta una actitud acomodaticia y cede a la presión general que le dice que ella no es ella. Se niega a luchar, se somete a la fagocitación social, alegorizada por las figuras del policía y el psicólogo, y hasta comulga con ruedas de molino cuando acepta como algo natural la maternidad de “su” hijo negro. Es por eso que el escenario, cuando ella admite su nueva vida, se ilumina con barras de neón de un amarillo music hall que enmarcan el salón familiar, como un guiño al espectador que debe interpretar la nueva iluminación como el símbolo de la representación ficticia, de la vida-espectáculo, del borreguismo hecho reality. Hasta la profesión del señor Carnero, oftalmólogo, tiene su trasunto metafórico. Oftalmólogo para mirarme en los ojos de los demás, dice el protagonista. El señor Schmitt, por su parte, es dermatólogo, cuya vinculación epidérmica, tiene también su sentido figurado en la superficialidad externa. Para recuperar su identidad, el señor Carnero tendrá que tomar una decisión radical pero coherente. ¿Que quién es el señor Schmitt? Para nosotros, la respuesta está en el cuadro que cuelga de la pared, que sólo podrá desvelar si no se ha convertido antes, también usted, en el señor Schmitt.