lunes, 20 de mayo de 2019

446. De toses, caramelos y móviles

@Josep Aznar


¿Qué es la vida? Una sión, una sombra, una ción, y el yor bien es queño, que toda la vida es eño y los eños eños son. ¿No es verdad, gel de mor, que en esta apar orilla más pu la lu brilla y se pira jor? Ser o no ser esa es la tión.
No. No es que a este articulista le haya dado hoy por mutilar las palabras ni hay ningún problema con las rotativas del periódico ni sufre usted algún tipo de afasia, no se apure. Tampoco estoy reproduciendo alguna suerte de versión dadaísta de Calderón, Zorrilla y Shakespeare. No. Es la jodida tos del espectador de la fila de delante que profana inmisericorde el punto álgido de los monólogos de Segismundo, de don Juan y de Hamlet. ¿Qué digo? Es la jodida tos de ese espectador y del espectador del palco corrido y del espectador del anfiteatro y hasta la jodida tos del apuntador y del técnico de iluminación. Es la jodida tos universal. Es el concierto de fin de año de la tos, con toda su polifonía tosuna: la tos aguardentosa, la tos expectorante, la tos asmática, la tos espasmódica, las mil y una modalidades recogidas en el vademécum de la tos inoportuna. Aparte de jorobarte el esperado momento de los monólogos, uno siente, además, que todas aquellas toses van a inundar el patio de butacas de virus pululantes que amenazarán con introducirse en tus fosas nasales y entonces se deja de respirar, que es lo que habría que hacer reverentemente cuando empiezan los monólogos, pero yo no, yo no dejo de respirar por el arrobo de las palabras clásicas, yo dejo de respirar por si se me meten los virus del espectador en la nariz y me llegan a los pulmones y me generan una bronquitis aguda y ya no puedo asistir más a una obra de Calderón. Hipocondríaco que es uno. Y así no se puede asistir a una pieza de teatro. Pero entonces llega el horror. ¡El horror! ¡El horror! Estoy seguro de que, en su agonía, Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas, pronunciaba esas palabras pensando en… pensando en las jodidos caramelos. Porque los tosedores profesionales, boicoteadores consumados del teatro, tienen en sus bolsillos todo un arsenal de caramelos de menta para solucionar el problema de la tos. Cabrón, si sabes que estás con la tos no vengas. Si ya traes los caramelos preparados porque sabes que nos vas a dar la noche. No vengas. Cédele tu entrada a algún conocido sano o revéndela por ahí. No vengas. Pero vienes. Y desenvuelves con infinita parsimonia el envoltorio del caramelito y ahora ya no son solamente las toses, ahora son también los caramelos que se acoplan a las toses en la orquesta de la madre que os parió a todos.  Y cuando ya nada puede ser peor suena la melodía de un móvil, que mira que avisan que hay que desconectarlos antes de la función. Pues no. Siempre hay un abuelo que no sabe cómo ponerlo en silencio al que le suena el móvil. ¡Y contesta el muy majadero! Y entonces los pocos que se escandalizan por la ocurrencia del anciano, empiezan a reprobarle su actitud chistando con la boca para pedirle silencio. Y ya estamos todos: las toses, los caramelos, el imbécil del abuelo y los chistadores indignados. El puto mercado de Bonavista. Y lo que no entiendo es cómo Segismundo no decide marcharse a la cueva otra vez, ahí os quedáis cretinos; o cómo don Juan pasa del discursito amoroso y se tira a doña Inés (es que no me dejan con el protocolo Inés, es que no me dejan); o cómo Hamlet no coge la calavera y la arroja contra el patio de butacas para descalabrar a tanto majadero. Y telón.

lunes, 13 de mayo de 2019

445. La coincidencia galáctica



Con Marcos Ordóñez tengo una de esas “coincidencias galácticas” de las que él habla en una de esas maravillosas píldoras contra la intemperie que conforman el último libro del crítico y escritor barcelonés, titulado A una cierta edad y publicado por Anagrama. Y esa conexión no procede solamente de mi vieja fidelidad a su críticas teatrales, que son para mí auténticos dogmas de fe, sino a ese otro tipo de anécdotas que le hacen a uno fraternizar con alguien, aunque nunca antes le haya estrechado la mano. En el año 2015 andaba yo escribiendo mi primera novela, que iba a titularse Juegos reunidos. Era el título perfecto porque casaba muy bien con aquella evocación nostálgica de mi infancia ochentera y el nombre se avenía también con aquel juego de mesa diseñado por Industrias Geyper que toda familia española tenía en aquella época en sus casas. Pero hete aquí que al año siguiente hallo en una librería un libro de Marcos Ordóñez publicado por Libros del Asteroide titulado justamente Juegos reunidos. Podía haber sentido algo así como lo que debió pasar por la cabeza del director de cine Pablo Berger, que estuvo más de una década dándole vueltas a su Blancanieves y cuando el proyecto estaba ya en ciernes, Hollywood empezó a sacar blancanieves por doquier. Bueno, lo mío no era para tanto. Yo solo tenía que cambiar un título y, además, se había producido la “coincidencia galáctica”, porque a mí me gustaba imaginar que Ordóñez y yo habíamos estado embarcados en un proyecto literario durante la misma época y que los dos habíamos decidido titularlo del mismo modo. Pensaba en el documento de Word guardado en su ordenador tras cada nueva sesión de escritura y en el documento de Word del mío, compartiendo el mismo título, y aquella casualidad me reconfortaba y me reconforta todavía hoy porque uno siempre quiere parecerse a las personas a las que admira, aunque solo sea por haber pensado un mismo título para su libro.
Luego, lee uno A una cierta edad y la coincidencia galáctica se hace ya una red cósmica. Y no solo porque en una de las entradas de su dietario aparezca la descripción más maravillosa jamás escrita de mi canción favorita, Il cielo in una stanza, sino porque cualquiera que sienta que la cultura es su parapeto contra la hostilidad del mundo de ahí fuera, reconocerá en el diálogo confidencial con este libro, al amigo con quien querría conversar toda la noche hasta verse sorprendido por las primeras luces del alba. Hay en Ordóñez un entusiasmo sin paliativos tan contagioso, que el libro podría tomarse también como un catálogo de obras por descubrir, las que a él le han enamorado, y que influyen sobre el lector igual que aquellas recomendaciones que hacía Cansinos-Assens, tan fervorosas que parecía que el libro del que hablaba era siempre el mejor libro del mundo. Pero junto a la pasión por la cultura, reflejada en sus reflexiones teatrales y literarias, anécdotas artísticas, paladines musicales, etc, el libro rezuma también una admirable sensibilidad, que se aprecia en algunos de sus accesos líricos (verdadera poesía del suceder) y por una vulnerabilidad entrañable y radicalmente humana, no exenta de humor inteligente y bien dosificado. No había sentido tanta emoción leyendo un libro tan amorosamente entregado a la cultura y a la vida desde la lectura de El mundo de ayer, de Zweig, y miren que eso son ya palabras mayores. Pero es que cuando uno se encuentra por el camino con alguien que te reconcilia con la filantropía en la que algún día creyó, no puede hacer otra cosa que dar las gracias. Y yo le doy las gracias a Marcos Ordóñez y le invito a que me hurte otro título para mi siguiente novela porque yo a Marcos Ordóñez ya se lo perdono todo. Y porque ya estoy fletando la nave para un nuevo viaje interestelar por las constelaciones por las que él quiera guiarme y continuar aprendiendo de su magisterio. Y para sentir, a la vez, que las coincidencias galácticas son también muy terrenales porque nos hieren de amor en lo más hondo de nuestra pobre pero maravillosa humanidad de desheredados de las estrellas.

lunes, 6 de mayo de 2019

444. Esperando a Cecilia



Siempre he dicho que leer a Antonio Muñoz Molina es salirse uno del espacio-tiempo. Mientras dura el rapto narcotizante de la lectura de cualquiera de sus novelas el lector ingresa en otras coordenadas y se encapsula en eso que se ha dado en llamar el universo muñozmoliniano, tan reconocible, por otro lado, para sus leales. Si esa impresión enajenante se cumple siempre, en el último libro del escritor jienense la máxima queda quintaesenciada, pues la experiencia se multiplica al compartir con el propio personaje de la novela la alienaciòn que nos sujeta, como si Muñoz Molina hubiera emprendido el colosal proyecto de una hipnosis general que afectara a todos los agentes del hecho literario, a sus lectores, a sus mismas criaturas de ficción y me atrevería a decir que al escritor mismo, víctima él también, en el trance de la escritura, del oficiante Muñoz Molina.
Toda la novela se centra en la espera de Bruno a su mujer Cecilia. El personaje nos revela que la pareja ha abandonado Nueva York, todavía reciente en la memoria los atentados del 11-S, para instalarse en Lisboa y emprender así una nueva vida lejos de aquella conmoción insuperable. Bruno ha dispuesto el apartamento de Lisboa como un calco del que compartieran en Nueva York, para que cuando Cecilia regrese de uno de sus frecuentes viajes a congresos sobre neurociencia, todo le resulte familiar y acogedor. En esta síntesis del argumento de la novela hallamos ya algunos ingredientes capitales para la construcción de ese mundo desconcertante que a partir de la ambigüedad de sus referentes nos sumerge en el dulce sopor del no-tiempo, en el abandono opiáceo de toda conciencia activa. En la espera de Bruno, el tiempo pierde su consistencia; son numerosas las veces en que el personaje reflexiona sobre el laberinto temporal que lo inquieta. Ese tiempo congelado se aviene muy bien con la proverbial lentitud lisboeta que ejerce su morosidad sobre la conciencia temporal, anestesiándola. También importa el oficio de Cecilia, la neurociencia, pues las digresiones científicas sobre la memoria cerebral que jalonan las reflexiones de Bruno, tratan de objetivar y poner orden, sin conseguirlo, en ese dédalo de las horas sin tiempo. Asimismo, el juego de espejos entre la casa de Lisboa y la de Nueva York, acentúa la disolución del tiempo merced a las continuas dislocaciones, que se solapan mezclándose en su continente de confusión. Las lecturas de Bruno refuerzan toda esta idea, pues al  ensimismamiento del ejercicio lector en que el personaje se sumerge, se le suma la naturaleza de sus lecturas, los diarios del almirante Byrd en la soledad de su zulo antártico durante 6 meses.
Otros teman completan el núcleo argumental del libro, tales como la deshumanización de las grandes ciudades, especialmente cuando se refiere a Nueva York, y el fantasma apocalíptico de las guerras y la crisis ecológica, que compone una suerte de interpolación en mitad del libro no sé si excesivamente disruptiva. “Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo”, reza la primera sugestiva frase de la novela.
La espera de Bruno, sellada con un final magnífico e inteligente, se convierte también en la espera del lector cuando el lector ya no espera nada y se ha sumado, compartiendo la enajenación de Bruno, a la dulce muerte que inocula la morfina de las cosas que no están, de las cosas que no son, de las cosas que ni siquiera fueron.