lunes, 30 de septiembre de 2019

459. Decir la muerte



El nuevo libro de Eduardo Ruiz Sosa es ese velatorio de madrugada en el que, transcurridas ya muchas horas desde que se está velando al muerto, los deudos escuchan los bisbiseos entelados de los parientes insomnes, y sus palabras hipnóticas reptan por la noche tratando de explicar lo inexplicable, de verbalizar la muerte para hacerla comprensible en el asidero protector de la palabra. La palabra, un amuleto. Y las historias asoman entonces a los labios de los vivos y su letanía dice que la muerte prestidigita las cosas del ausente; y que por eso hay hacerse con el fardo de sus recuerdos, aunque sea una maleta llena de huesos, aunque sea la herencia de una enfermedad en la que alojar al padre muerto, aunque haya que inventar un cadáver para dejar de sufrir su vacío intolerable. En los relatos de Eduardo Ruiz Sosa, escritos bajo el estado de gracia de un lirismo que transita ingrávido pero certero, afloran temas como la desmitificación de la épica de la vejez, el deterioro físico, la necesidad de la muerte digna, la denuncia de la violencia en México, naturalizada hasta trivializar la muerte misma, la desesperación ante la pobreza, las vejaciones y el drama del expatriado (muertes también todas ellas, con cadáver o sin él).
Escrito bajo la conmoción dislocadora de la muerte materna, extraña e inesperada, el autor busca en el sortilegio de la literatura el elixir con que saldar su amor de hijo. El texto final, titulado “Post Scriptum”, que es una coda del extraordinario segundo relato del libro, “La garra de la estatua”, parece consumar un alivio por mor del médium literario. Quizás esa mano que hay que restituir a la estatua de los deseos cumplidos sea el mismo libro que Eduardo Ruiz Sosa ha escrito. Si, parafraseando al poeta Jordi Villaronga, la muerte no es la muerte sino un muerto, este libro es la constatación de esa máxima al bucear en la experiencia de la pérdida desde la perspectiva de los que se han quedado en esta orilla, los vivos que permanecen con su muerto a cuestas y que asisten, ellos también, a la desaparición de la parte de sí mismos que estaba vinculada a los que ya no están. Necrosis del tiempo en la fosa común de las pérdidas que somos.
Además del magnífico tratamiento de los temas que el autor mexicano aborda en su libro, es insoslayable destacar la bellísima naturaleza de su prosa. Dotado de un don natural para la sentencia lírica, hay frases que son verdaderos trallazos en la sensibilidad del lector. Comparte con la poesía todos los requisitos del buen hacer del poeta de altos vuelos: hay musicalidad, hay cadencia, hay ritmo, y hasta la disposición tipográfica de algunos de sus pasajes emparentan con el verso y está inteligentemente distribuida. Lean el libro en voz alta o susurrando (estamos en un velatorio), pero escúchense al leer y comprobarán, si respetan esos emplazamientos espaciales de la prosa, cómo la rareza tipográfica tiene su razón de ser.
Autor de la celebrada Anatomía de la memoria (también publicada en Candaya), Eduardo Ruiz Sosa es, sin duda, una de las voces emergentes más importantes de la nueva literatura mexicana y un escritor llamado a colocar su nombre en los manuales de las letras hispánicas. No hay hipérbole en la afirmación de marras: Cuántos de los tuyos han muerto es de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Lo certifica un vivo que lee.

lunes, 16 de septiembre de 2019

458. Las caries de los renglones



Estos últimos días los he pasado corrigiendo pruebas de imprenta a la caza de erratas y gazapos. En la última revisión, antes de dar por definitivo el texto de la novela, asistí con auténtico terror al hallazgo nada menos que de ¡73 errores! El dato no me habría asustado tanto si no fuera porque era la tercera o cuarta vez que revisaba el libro y porque no solo lo había examinado yo, sino varias personas más. ¿Cómo era posible que tal número de erratas hubiera escapado a la atenta y meticulosa vigilancia de tantos ojos y en tantas ocasiones? La conclusión probable es que es imposible acabar con ellas. Yo creo que se reproducen espontáneamente cuando nadie las ve. Derrotado, doy por sentado que alguna aparecerá indefectiblemente el día de la publicación de la novela y que su hallazgo, ya irremediable, me punzará como un dolor de muelas. No en vano, Pablo Neruda llamaba a las erratas las “caries de los renglones”.
Me tranquiliza algo comprobar que no me hallo solo ante la pandemia. Pérez-Reverte confesó que en El tango de la Guardia Vieja, ambientada en 1928, había hecho leer a su personaje una novela de Somerset (El filo de la navaja) publicada en 1944. En las siguientes ediciones se corrigió el anacronismo cambiando el libro del escritor británico por otro suyo, El velo pintado. Pablo Neruda, en sus memorias Para nacer he nacido, cuenta que Manuel Altolaguirre “procreaba erratas y erratones” y destaca la de aquel poema de un poeta cubano que había escrito en un verso: “Yo siento un fuego atroz que me devora”. El impresor malagueño, sin embargo, había colocado su erratón: “Yo siento un fuego atrás que me devora”. Altolaguirre y el poeta cubano tomaron una lancha y sepultaron los ejemplares en la bahía de La Habana. Luego Alberti, no sé si en su afán de exagerar el anecdotario de su generación, dijo que el tal poeta cubano era homosexual. El mismo Neruda se lamentaba de que en su Crepusculario apareciera en sucesivas ediciones el verso “besos, leche y pan”, cuando él había escrito “besos, lecho y pan”, y cuando leía las traducciones de su libro al inglés y leía aquel “milk” irreverente le costaba algunas lágrimas. Luego el poeta chileno debió de resignarse al fatum de la errata porque en su Tentativa del hombre infinito las dejó deliberadamente como fuente espontánea que ayudaba a su creación. En Arroz y tartana, su autor Blasco Ibáñez descubrió que su personaje, doña Manuela, se había levantado “con el coño fruncido”, en lugar de con el ceño. En la primera edición de  Mr. Witt en el cantón, de Ramón J. Sender, se había añadido una “h” a “God save the Queen” –Dios salve a la Reina– de modo que apareció “God shave the Queen”, es decir, “Dios afeite a la Reina”. Baroja contaba que en la enciclopedia de Espasa su novela La feria de los discretos, siempre aparecía como La feria de los desiertos; a Dumas le titularon su libro La dama de los camellos. A alguno, como Jaime Capmany, director del periódico Arriba, la errata casi le cuesta un disgusto: uno de sus redactores debía escribir que “el Caudillo era el Jefe indiscutido e indiscutible del Movimiento” pero se publicó “…Jefe indiscutido e indiscutible del Inconveniente”. Franco aceptó la errata pero instó a Capmany a tener más cuidado por si el “inconveniente” acababa siendo él mismo.
Se dice que la más antigua fe de erratas está en un libro de Juvenal impreso en Valencia en 1478 y que ocupa dos páginas. Yo, por si acaso, voy a ir terminando ya no vaya a ser que aún haya ocasión de que se me escope escote escupa escape alguna.

lunes, 9 de septiembre de 2019

457. Veneitxa está en Tarragona



La noticia de la cesión del archivo y biblioteca personales del escritor Rafael Azuar (1921-2002) al fondo bibliográfico del IAC Juan Gil-Albert de Alicante por voluntad de sus seis hijos ha vuelto a colocar el nombre del excelente autor ilicitano en la palestra literaria y, de rebote, nos sirve a nosotros también para vincular su figura con nuestra provincia, pues algunos de los avatares biográficos y literarios de Azuar lo emparentan, como veremos, con tierras tarraconenses.
A Rafael Azuar se le conoce, sobre todo, por tres obras: Modorra, ganadora del prestigioso Premio Café Gijón en 1967 y merecedora de las alabanzas de Josep Pla, entre otros; Teresa Ferrer (1954), cofinalista con Ignacio Aldecoa del premio que otorgaba el popular sello editorial La Novela del Sábado; y Los zarzales, galardonada con un tercer premio por la revista Ateneo de Madrid. De esta última novela cuenta José Ferrándiz Lozano, director cultural del IAC Juan Gil-Albert, que Azuar mandó el libro al Premio Planeta en 1958, y comoquiera que el escritor se enteró por la prensa que había quedado entre los finalistas, sintió la necesidad de comunicarle al editor José Manuel Lara que parte de la obra había sido distinguida en el premio de marras. La confesión solo sirvió para que Planeta retirara la obra seleccionada pero también para demostrar la honestidad intelectual de Azuar. En la solapilla bio-bibliográfica que la valenciana editorial Aitana incluyó en la posterior publicación de Los zarzales un año despues, se mantiene, sin embargo, su condición de finalista del Planeta, “obteniendo la calificación máxima de estilo”, uno de los criterios que debía de usar el jurado del cotizado galardón cuando el Premio Planeta era un premio literario.
Dos de las obras mencionadas, Teresa Ferrer y Los zarzales surgieron de la estancia de Azuar en La Vilella Alta, el municipio de la comarca del Priorat donde el escritor ejerció como maestro. A La Vilella Alta, Azuar la llama en sus novelas con el nombre de Veneitxa, y algunos de los detalles descriptivos permiten identificar el entorno geográfico de los espacios de la narración. Por ejemplo, y por nombrar solo uno de esos indicios, en Teresa Ferrer, Teresa y su amante se ven a escondidas entre las ruinas de una vieja licorería, probablemente la extinta fábrica de aguardiente, las llamadas “ollas”  que desde finales del siglo XVIII habían ido instalándose en diferentes municipios del Priorat. Los pormenores orográficos y florales de la zona contribuyen también a identificar Veneitxa como La Vilella Alta, por no hablar de cuando se nombra explícitamente la capital de Tarragona en algunos de los desplazamientos de los personajes. En ambos libros hay una profundidad psicológica de altos vuelos y a mí me ha llamado especialmente la atención la construcción casi alegórica de los personajes masculinos, como si fueran meros símbolos primitivos de una virilidad exacerbada y enigmática, a la manera lorquiana.
La relación de Azuar con Tarragona no termina, sin embargo, ahí. Su libro Poemas (1950), anterior a su oficio de novelista, se editó en la ciudad imperial con el mítico sello tarraconense Torres i Virgili, fundado por Josep Pau Virgili Sanromà, más conocido como “el iaio Virgili”, que ostenta su estatua sedente de eterno observador en su banco de piedra de la Rambla de Tarragona.
Ya nadie escribe como Rafael Azuar. Su preciosismo formal y su lirismo quintaesenciado, especialmente en sus descripciones rurales, engalanan los ojos del lector que, lacerado por el prosaísmo y la fealdad circundantes, agradece ingresar en ese extrañamiento del lenguaje artístico que debiera ser siempre el único idioma de la literatura