lunes, 26 de junio de 2023

613. Escribir la sutura

 


No podría haber hallado Iria Fariñas mejor prologuista para su nuevo libro que Solange Rodríguez Pappe. Aún recuerdo con gusto la lectura de La primera vez que vi un fantasma, aquella colección de relatos inquietantes de la autora ecuatoriana cuyo efecto perturbador procedía de naturalizar lo insólito o lo anómalo en el contexto de la cotidianidad. De ese modo, al asumir lo cotidiano la injerencia de lo inusitado, el libro nos concitaba a reflexionar sobre la verdadera naturaleza de aquello que consideramos normal y a reformular nuestra percepción del mundo en que vivimos. Los 23 relatos que conforman Ruido de cicatriz, de Iria Fariñas (InLimbo), comparten, aunque con diferentes registros y focos temáticos, aquel extrañamiento de la realidad y, de ahí, la pertinencia por parentesco de su prologuista.

Algunos de los personajes de Ruido de cicatriz mantienen una relación conflictiva con sus propios cuerpos. Hay un chico sin brazos, una mujer con escoliosis o un niño sin dedo meñique. Además de las circunstancias que rodean a estas deformaciones o amputaciones y que el lector irá descubriendo con la lectura, estas parecen apoyar cierta tendencia a la autorrenuncia, que es también, a veces, un deseo de redención en el propio holocausto de sí mismo, ofrecido en sacrificio al ara de un nuevo comienzo o de la negación definitiva. Así, en «Ligera como un estremecimiento», se aborda el tema de la anorexia, que no deja de ser, simbólicamente, un lento desaparecer de la propia corporeidad; o el relato del loco que evita verse reflejado porque, al contrario que en el mito de Narciso, rechaza su propia imagen o, mejor dicho, la del «otro» que todos somos, herencia filosófica y literaria del Doppelgänger. La renuncia culminante, claro, es el suicidio del último relato. Otras veces, en cambio, el cuerpo es refugio, como en «Sistema digestivo», uno de los relatos que más me han gustado y que narra los tormentos de un misántropo que busca huir del ruido de la sociedad cobijándose en el útero de sí mismo; o en «El hogar es un tipo de geometría», donde la redondez de la madre ampara al niño de las aristas cuadrangulares de su padre maltratador.

Algunos de los relatos están narrados desde una perspectiva infantil, que otorga a las historias un mayor contraste entre la ingenuidad de la voz narrativa y la truculencia de lo que allí se describe: abusos, pérdida, soledad. También hay una significativa presencia de las personas invisibles, aquellas que apenas imprimen la grisura de sus vidas en la desvaída página de sus existencias y que, justamente por eso, vemos a veces en los telediarios. Así, aunque no podamos comulgar con sus actos, quizás podamos comprender por qué alguien decide matar a otra persona solamente porque pone boleros en la radio. En ese mismo sentido, el relato «Planos del deseo» narra la historia de una mujer que, como otra Isidora de La desheredada de Galdós, fantasea y hasta se cree poseedora de una vida que no tiene. Por el libro desfilan otros temas o géneros como una reflexión sobre el tiempo, el amor, el peligroso constructo de las redes sociales, el género negro y hasta cierto flirteo con lo paranormal, aunque siempre leído como trasunto de temas de mayor calado. Especialmente interesantes son dos relatos metaliterarios: «Principios de continuidad», donde se asiste a la labor creativa desde la original perspectiva de las palabras que cobran vida; o «Por dónde se mete el miedo», que además de tratar el tema de una violación infantil, reflexiona sobre el abrigo que supone la ficción como realidad alternativa. Hay otros temas y planos interpretativos que pueden enriquecer la lectura y que sería prolijo enumerar en el espacio del que disponemos. Estén atentos también al estilo literario. Los títulos, que son ya de por sí pequeños trallazos líricos, solo son la antesala de auténticos hallazgos poéticos cuya originalidad, a la manera del simbolismo francés, consiste en diseñar asimetrías semánticas donde se contorsionan los referentes lógicos.

En definitiva, Ruido de cicatriz confirma la frescura de una voz como la de Iria Fariñas, que lleva ya tiempo demostrando el valor cauterizante de su literatura necesaria.

lunes, 19 de junio de 2023

612. La novela-novela

 


Hace un tiempo leí en un foro de literatura un comentario sorprendente sobre Luis Landero. El autor de la nota decía que Luis Landero era un escritor del siglo XIX «y poco más». Lo afirmaba, además, con ese tono taxativo con el que emiten sus juicios de valor esos opinadores profesionales que pasean su soberbia por las redes sociales. Pero lo verdaderamente llamativo era el tono dedeñoso con el que el comentarista pretendía vincular la narrativa del siglo XIX con una suerte de demérito estigmatizador. «Y poco más», rezaba esa coda despectiva. Como si aparecer vinculado por afinidad a la pléyade de los Tolstoi, Dostoyevski, Balzac, Flaubert, Galdós o Clarín –todos ellos unos principiantes– supusiera para el escritor moderno un baldón insuperable. Casi todo en la vida es debatible pero a mí nadie va a convencerme de que el género de la novela vivió su época dorada en el XIX. Y quien crea que esta afirmación procede de un reaccionario que vive anclado en el inmovilismo de la tradición es que no me conoce bien o que no ha leído nada de lo que he escrito. Pero estoy seguro de que nunca la novela ha vuelto a alcanzar las cotas de calidad, maestría, dominio de la narratividad y elegancia en el uso del lenguaje como en aquella centuria. Este desprestigio de la novela del Realismo no es algo inédito. Obedece a los episodios más o menos cíclicos de iconoclastia que los nuevos escritores quieren imponer para afirmarse generacionalmente. Pero Picasso, que no es sospechoso de conservadurismo, sólo se inició en el cubismo una vez hubo dominado las técnicas de todos los grandes maestros que lo antecedieron. Existe también el prurito de romper todos los moldes del género novelesco, cuya maleabilidad permite el hibridismo y una libérrima propuesta creativa y estructural. Yo mismo lo he defendido, aunque con alguna reserva. Se habla del dinamismo que aporta la mixtura, y se admira el fragmentarismo, mientras que todo lo que huele a narración lineal o a la clásica ficción argumental se mira con displicencia desde determinados púlpitos. En ellos predican muchas veces sacerdotes que se sienten investidos con la toga de un elitismo que hay que exhibir en algunos proscenios. El ensayo ficción, por ejemplo, que es un interesantísimo fruto de esa tendencia al mestizaje genérico y que ha dado libros de gran valor, se ha constituido en paradigma de la anti-novela. Pero nadie ha escrito un ensayo más lúcido sobre la culpa que Dostoyevski, y fue con Crimen y castigo. Es decir, con una novela.

Esta situación ha llegado hasta extremos tan absurdos que en determinadas presentaciones de libros he escuchado decir al presentador cosas como que «estamos ante una novela-novela», así, repitiendo dos veces el sustantivo, no sé si con la intención de prevenir a los incautos que venían pensando que ese día se presentaba no sé qué cosa o tranquilizando a quienes acudimos creyendo que, efectivamente, el autor de turno había escrito una novela-novela.

Pero lo cierto es que yo, que leo de todo, he concatenado últimamente dos novelas-novelas, una de Elvira Lindo y otra de Julio Llamazares, y he vuelto a sentir el placer de la historia que se cuenta sin más zarandajas que la del mero hecho de contar, que es lo que ha movido siempre al narrador y al escuchante desde tiempo inmemorial. Por eso, de vez en cuando, hay que reivindicar la vieja narratividad, la misma que subyugaba a los huéspedes de las ventas del Quijote. Como escritor, nada me haría más ilusión que alguien emparentara mis novelas con las del siglo XIX. O que un presentador dijera de mis libros, que son novelas-novelas.

lunes, 12 de junio de 2023

611. Escritor luciérnaga

 


Quizás convenga desistir de una vez de esa pertinaz esperanza con que todo lector de Julio Llamazares sueña, y que consiste en querer hallar en cada nuevo libro que publica el escritor leonés resabios de La lluvia amarilla. Primero, porque La lluvia amarilla es irrepetible; y segundo, porque es injusto condicionar toda su producción posterior al estado de gracia con que se escribió aquella obra maestra. Tanto da: los que nos enamoramos de La lluvia amarilla seguimos leyendo a Llamazares con gusto porque amamos un tipo de literatura donde el fraseo y una especial concepción de la narratividad nos permiten sentirnos en casa.

Vagalume, la nueva novela de Llamazares, mantiene ese estilo reconocible que apuntábamos más arriba. Narra la historia de Manolo Castro, un prestigioso periodista recién fallecido, cuya familia halla en un armario toda una serie de manuscritos inéditos (varias novelas y una obra de teatro) de los que sus allegados no tenían noticia. Autor de una primera novela prohibida por la dictadura, nadie en su entorno conocía que Manolo Castro se dedicase aún a escribir. César, amigo y discípulo de Manolo Castro y novelista de profesión, se dedicará a leer esos libros inexplicablemente no publicados y de sus páginas deducirá una cara oculta de la vida de su amigo. La novela entonces se convierte en una suerte de thriller metaliterario imbricado también con la biografía del protagonista, que le servirá al autor, además, para introducir reflexiones sobre el propio ejercicio de la escritura y sobre la verdadera condición de lo que supone ser escritor. Así, ante el misterio de que Manolo Castro no hubiera publicado premeditadamente unas novelas de tanta calidad, se medita sobre la verdadera naturaleza del escritor vocacional, aquel que no necesita publicar porque la propia actividad creativa y una conciencia de sí mismo más allá de los focos le bastan: «Escritor es aquel que continuaría escribiendo aunque no publicara». Y más adelante: «Hay gente que no para de escribir sin ser escritor y, al revés, otra que no deja de serlo aunque no escriba una sola línea en su vida».

La novela es también una evocación melancólica del paso del tiempo. César, que llega a esa innominada ciudad de provincias donde vivió parte de su juventud para investigar los libros de su amigo, se encuentra extraño en un espacio que ya no es el suyo. En ese sentido adquiere un particular sentido simbólico el puente en ruinas, abandonado tras desviar el cauce del río, trasunto asimismo de la soledad y de ciertas renuncias vitales que el lector entenderá cuando descubra el secreto de Manolo.

A pesar de que el libro adolece de una excesiva carga de redundancia, Llamazares nos regala, aunque más dosificadamente de lo que quisiéramos, pasajes de un lirismo bellísimo. Como prueba, deténganse en las páginas 102 y 103, donde el narrador protagonista describe la ciudad dormida mientras vuelve a su casa reparando en las luces de algunos edificios en los que –imagina– podrían estar esos escritores como Manolo, que «vagaban por su imaginación como las luciérnagas en las que se convirtieron. Porque de tanto alumbrar la noche ellos mismos se volvieron luz, esa luz tan necesaria para iluminar el mundo cuando la soledad de la gente se hace invivible y necesita que alguien le hable». Y también un recuerdo para los lectores insomnes, «náufragos del sueño»: «Son luciérnagas también, pero su luz no alcanza a traspasar la noche y a iluminar las almas de otras personas, sólo las suyas». Y así, de luciérnaga a luciérnaga se hace la luz de la Literatura.