lunes, 28 de diciembre de 2020

513. El hueso hallado en San Esteban de Gormaz podría pertenecer al Cid.

 


Las obras de restauración llevadas a cabo en la Casa de don Cristóbal de Bermeo, sita en el número 62 de la Calle Mayor de San Esteban de Gormaz (Soria) han dado lugar a un hallazgo inesperado. Tapiado tras la pared del salón principal, los restauradores han descubierto un hueso humano –al parecer, la falange de un dedo corazón– envuelto en un folio manuscrito. Con toda la prudencia del mundo, dos elementos convierten este hallazgo en un hito colosal para la historiografía y para la historia de la literatura. El primero es el propio manuscrito, cuya datación parece remontarse a principios del siglo XII y que coincide casi exactamente en su contenido con los folios 5v y 6r del Cantar de Mio Cid conservado en la Biblioteca Nacional, es decir con la copia que Per Abbat realizó en 1207. De confirmarse por parte de los filólogos esta datación, estaríamos no ante la copia perdida en la que se basó el amanuense, sino en una todavía anterior, escrita muy poco tiempo después de muerto el Cid, en el año 1099, quizás la pieza original del juglar letrado que cantó las hazañas del héroe de Vivar en la versión que hoy conocemos. Menéndez Pidal ya habló en sus estudios de un juglar de San Esteban de Gormaz, muy próximo a los hechos históricos del Cid, como uno de los dos autores del Cantar.

El otro descubrimiento importante es el hueso. La datación por carbono-14 no descarta en absoluto que pudiera pertenecer al Campeador. Más aún cuando en el reverso del manuscrito de marras, el celoso ocultador deja escrita en pomposo registro notarial la garantía de que el hueso pertenece, efectivamente, a Rodrigo Díaz, aseverando que él mismo lo robó aprovechando la confusión durante el expolio que las tropas napoleónicas llevaron a cabo en 1808 en el monasterio de San Pedro de Cardeña donde él era fraile seglar y donde estuvo enterrado el Cid antes de su traslado a la catedral de Burgos. Firma la nota un tal Raimundo de Bermeo, del que sabemos fue descendiente venido a menos de don Cristóbal de Bermeo, el mayordomo del marqués de Villena (1650-1725) y a la sazón titular de la casa donde se ha realizado el descubrimiento. Los Bermeo, larga estirpe de ricos judíos conversos procedentes de Vizcaya, se asentaron desde el siglo XI en San Esteban de Gormaz, aunque pasada esa centuria su abolengo menguó mucho. El tal Raimundo que firma el documento es un viejo conocido de las disputas intelectuales del siglo XIX. Y respecto al tema cidiano, es célebre la encendida polémica que mantuvo con un ya anciano Lorenzo Hervás y con Juan Andrés, miembros ambos fundadores de la Escuela Universalista Española, acerca de un manuscrito del Cantar que su familia –decía– había heredado desde tiempo inmemorial así como del supuesto hueso «que blandía como una amenaza bíblica» cada vez que defendía su autenticidad o que levantaba, a modo de peineta (el dedo corazón del Cid), cada vez que lo desacreditaban. La anécdota la cuenta el propio Juan Andrés en su libro Anecdotario contra el oscurantismo, donde califica a su adversario poco menos que de un loco extravagante del que todo el mundo hacía escarnio. Sin embargo, con el hallazgo de San Esteban y su corroboración científica con los medios del siglo XXI, la locura de don Raimundo de Bermeo se antoja ahora mucho menos risible y arroja sobre la autoría del Cantar de Mio Cid una tremenda paradoja: que el juglar que había de hacer inmortal al héroe castellano y símbolo de la nación española era de origen vasco.

lunes, 21 de diciembre de 2020

512. A galeras a remar

 


Como yo no sé bailar, a galeras a remar –cantaba Manolo García, lamentándose de su desventaja en los cortejos amorosos–. Así como el cantante de El último de la fila envidiaría a aquellos que, dotados para las cualidades del buen casanova, se llevaban a las chicas de calle, así yo envidio a los escritores que se deslizan sobre la pista de baile de la pantalla del ordenador con la precisión casi matemática de un bailarín de claqué. Y en el frenesí del zapateo, pisotean –sin dejar una– las erratas de sus obras, y las placas metálicas de los zapatos imponen el ritmo y sonido adecuados a la coreografía de la escritura, y la técnica de su danza no les hace incurrir en ningún error gramatical. Pero, ay, como yo no sé bailar, a galeras a remar. O lo que es lo mismo: a sufrir las galeradas.

Tal vez no exista mayor lección de humildad para un escritor que corregir las galeradas de su propio libro. Da igual cuántas veces se haya revisado el texto final: siempre se escapará alguna errata que sorteará los cepos de queso del corrector informático, no digamos ya la vigilancia artesana de los ojos estrábicos. A la enésima comprobación, la visión ya anda ebria de palabras y ve doble y asume su derrota. Al día siguiente, la mirada, más lúcida, detectará otro fallo y se preguntará cómo es posible que habiendo hecho ronda por aquel renglón durante tantas veces, se haya podido colar el impostor enmascarado. Ocurre, además, que si el pelotón de guardia lo conforman varias personas, ninguna de ellas reparará en los mismos errores. Los yerros que ha visto una le pasarán desapercibidos a la otra y viceversa.

 La corrección de galeradas coloca también al escritor ante sus conocimientos del idioma, que él cree inapelables pero que se tambalean cuando algún amigo bienintencionado le sugiere que aquel giro expresivo no acaba de ser correcto o que sobra esa coma de allá o que aquella palabra la ha repetido ya cuatro veces en el mismo párrafo o que está abusando de los adverbios acabado en «-mente» o que  «pensamiento» y «envilecimiento» y «apocamiento» y «sufrimiento» en la misma línea van a ser ya muchos «mientos». Quizás el más humillante de todos esos consejos es el que se refiere a la vulneración de una norma. El momento de acudir al diccionario o al manual de gramática o al de ortografía y comprobar cómo, efectivamente, estaba uno equivocado desde hace mil años, es de un sonrojo de antología, de aquellos que emiten haces de luz colorada a cientos de kilómetros de distancia desde el faro del rubor. Si el error tiene que ver con los conocimientos enciclopédicos, uno busca ya el mejor método y menos doloroso para suicidarse.

La palabra «galerada» proviene de «galera», el antiguo navío a remo. Las galeras son aquellas tablas que en la imprenta servían para que los cajistas colocaran sobre ellas las filas de letras que formarán luego la galerada. Su similitud con la hilera de remos de las citadas embarcaciones obró el parentesco etimológico. ¿Y qué es el escritor ante las galeradas sino un esforzado galeote dándole al remo de las correcciones bajo el control del cruel cómitre de la perfección lingüística?

El libro saldrá al fin publicado y el escritor tendrá la mosca detrás de la oreja todavía, presumiendo que su esfuerzo habrá sido en vano. Cuando tenga el libro entre sus manos, lo hojeará entre la ilusión y el temor y, en un momento dado, en efecto, hallará don dolor al polizón que se coló en la galera, que evitó el latigazo del cómitre y que, desde su escondite, se burla aún del sudoroso y extenuado galeote de las letras.

A Bea, Olga, Paco, Eduardo, Gianluca, Concha y Augusto, compañeros en los remos.

lunes, 14 de diciembre de 2020

511. 'El viento es salvaje'

 


La vigencia de la tragedia griega clásica es un hecho. Seguimos leyendo con avidez a Sófocles, Eurípides y Esquilo, y sus textos siguen representándose en teatros de todo el mundo. Los afortunados espectadores continúan experimentando la catarsis ante las vivencias de estos héroes y heroínas que nos arañan las entrañas con sus inexorables desgracias. Además de esta línea de conservación y representación “tradicionalista” del teatro –el adjetivo “tradicionalista” está exento de cualquier connotación negativa–, se observa también desde hace tiempo una corriente de recuperación de los clásicos más innovadora, moderna o rompedora que actualiza los modelos en que se basa para hacerlos totalmente contemporáneos. Se recuperan los ejes vertebradores de la tragedia clásica y se incorporan a obras de nueva creación que acaban siendo, normalmente, acertados híbridos llenos de guiños a los moldes a los que homenajean. Suelen ser espectáculos aptos para todo tipo de público que ofrecen un plus para los espectadores avezados que son capaces de captar todos esos paralelismos que enlazan la pieza nueva con sus progenitores escénicos.

Este tipo de teatro es el que cultiva la compañía Las Niñas de Cádiz, que actualmente está de gira con El viento es salvaje, una obra que recibió el reconocimiento al mejor espectáculo revelación en la XXIII edición de los premios Max. La pieza presenta la historia de Vero y Mariola, dos amigas íntimas desde la infancia cuyas vidas se van desarrollando de forma paralela a la vez que totalmente distinta, pues mientras una goza de buena suerte, la otra acumula desgracia tras desgracia. Mariola, tras un terrible percance, acabará viviendo en casa de Vero y la idílica amistad que las unía se irá enturbiando hasta desencadenar en una auténtica tragedia. Ambas protagonistas encarnan la versión actualizada de Fedra y Medea y presentan una profunda reflexión sobre la suerte, el fatum del que no podrán escapar, la rebelión ante la injusticia de los dioses caprichosos –que aquí es la amadísima virgen de una cofradía gaditana–, la pasión irrefrenable que provocará sufrimiento y muerte… Todo ello acompañado por un particular coro que comenta, cuestiona o reflexiona sobre los acontecimientos que tienen lugar en escena.

La combinación de la tragedia y el humor es un rasgo esencial de Las Niñas de Cádiz, quienes hacen gala de su divertido gracejo andaluz. Es un humor que duele, pero que también nos puede hacer reír a carcajadas. ¿No es acaso eso la vida, una mezcla ilógica de llanto y risa? Esa mezcolanza se observa también en el uso de estrofas cultas y populares en versos frescos, recitados o cantados. No faltan tampoco los guiños a las chirigotas de Cádiz, pues es esta ciudad el marco espacial en el que se desarrolla la acción. La nueva Tebas es ahora una ciudad andaluza a orillas del mar en la que el oráculo de Delfos son las iglesias y en la que los malos augurios vienen determinados por un viento de Levante que presagia la desgracia. Un viento que oprime y asfixia a las protagonistas y las hace avanzar con paso firme hacia su autodestrucción.

Asistir a la representación de El viento es salvaje es una muy recomendable opción en los tiempos aciagos que vivimos. Primero, porque la cultura es segura y necesita el apoyo del público y, en segundo lugar, porque ahora más que nunca precisamos ese viento salvajemente salvífico que nos oxigene y nos ayude a seguir conviviendo con esta particular tragedia coronavírica de la que saldremos, si los dioses lo permiten, con nuestros peplos intactos, nuestros ojos ilesos y dueños, de nuevo, de nuestro destino y libertad.

 

lunes, 7 de diciembre de 2020

510. Yo soy sintomático

 


Tal vez lo peor que pueda decirse de un libro tras su lectura es que el estado anímico del lector haya sido desplazado al limbo de los asintomáticos. Pero no hablo de esos asintomáticos a los que una PCR literaria demostrará luego que el virus sí había sido inoculado y que sus efectos llegarán con cierta demora. No. Me refiero al asintomático de verdad, aquel que tras la lectura no va a dar positivo jamás del libro en cuestión ya sea porque la carga vírica de las palabras daba risa a los exigentes leucocitos, ya porque estaba escrito con la asepsia de una luz fluorescente de sala de espera para la espera de algo que nunca llega.

Pues bien, Dicen los síntomas, el último libro de Bárbara Blasco, ganadora para más señas del recientemente fallado Premio Tusquets de novela, ha obrado en mí toda una septicemia. Lo dicen los síntomas: adicción desde la primera página, síndrome de abstinencia una vez concluido el libro y, sobre todo, un poso de grisura, melancolía, aprensión por la vida y acíbar en la mirada.

Virginia, la protagonista de la novela, aguarda la muerte de su padre comatoso en el hospital, y en aquel cuarto de tiempo detenido se hace balance de las relaciones familiares, con sus secretos desvelados, y de las frustraciones existenciales en que la vida y sus promesas han devenido. Uno de los méritos del libro es la construcción de su protagonista: Virginia tiene una voz propia, reconocible si nos la topáramos en otra novela, bien amasada en el obrador de la tahona literaria, tan real como la vida misma, tanto que importan más sus aristas, sus perfiles de sombra, sus incertidumbres y contradicciones. ¿Acaso no es eso la vida? No tal vez para esa gente que lo tiene todo claro y cuya biografía se desliza con la precisión de un tiralíneas, como su hermana Ester, con quien Virginia pierde siempre en la comparativa familiar de la hija ideal. Pero esa no es Virginia. Y tampoco sería interesante si lo fuese: la Literatura debe bucear en el conflicto, en la incomodidad, en lo sísmico vital, en la zozobra. Virginia es una mujer desnortada, que en su madurez aún no ha hallado su centro de gravedad: trabaja en un bar sirviendo cafés pese a su título universitario y todavía no es madre, desazón que le urge solucionar. Se acuesta, sin éxito, con varios hombres, que elige atendiendo a su salud y físico como falacias genéticas para su futuro hijo, y a los que engaña asegurándoles que toma anticonceptivos. Hay en ese uso de los hombres para sus fines una afirmación de su feminidad soberana que da una patada a todos los prejuicios asociados al rol tradicional de la mujer. También una contradicción: la de traer un ser humano a un mundo en el que ella misma no parece creer: una suerte de esperanza de redención que, como comprobará el lector, no solo la redimirá a ella.

Muy interesante es también la veta naturalista (en términos decimonónicos) de las imágenes y reflexiones que se vierten en la novela, esa reducción del ser humano a un aquelarre de células, fluidos, carne, humores, deterioro, enfermedad, aprensiones e hipocondría. Una contundente deconstrucción de la metafísica trascendente, de esa aspiración fútil a las alturas que en algún momento algún demiurgo inyectó en el arcano del primer hombre y que se ha revelado en el gran engaño en el que aún nos obstinamos en creer para escamotear nuestra muy humana y animal y biológica y fisiológica finitud.

Así pues, doctor, someto a su escrutinio las señales de mi posible enfermedad con el libro de Bárbara Blasco. Pero no, no hace falta que me lo confirme. Acumulo todos los indicios. Lo dicen los síntomas.

lunes, 30 de noviembre de 2020

509. Canicas en Mágina



Los territorios míticos imaginados por los escritores, aunque puedan constituir el trasunto de una ciudad real o el de un bastión de la memoria o el de una colonia de los demonios interiores, al final acaban resultando siempre las patrias comunes en donde nos reconocemos todos. Por eso muchos de nosotros seguimos viviendo en Comala, en Macondo o en Vetusta, porque su cartografía trasciende los límites de la anécdota personal para convertirse en la pangea universal de lo que somos.

 Pero quizás no exista otro espacio en el que hayamos clavado con mayor convicción nuestra pica de Flandes como en la Mágina de Antonio Muñoz Molina. Tal vez la estampa en sepia con que el novelista ubetense rescata del álbum de la memoria la ciudad de El jinete polaco entronque visceralmente con alguna suerte de ontología del recuerdo que habitamos, sobre todo cuando ya estamos en disposición de decir que somos más pasado que futuro. Hay algo en Mágina que nos interpela, que activa los resortes de nuestra historia personal proyectando el cinerama de nuestra vida con una autenticidad que nos abruma, sobre todo porque la cuenta la voz de otro y desde una ciudad inventada, lo que convierte la revelación casi en una cuestión de esoterismo.

A Mágina le faltaba, sin embargo, la infancia como eje vertebrador, sugerida aquí y allá en las diferentes novelas de Muñoz Molina, pero nunca hasta ahora convertida en leitmotiv a tiempo completo. Y claro, si a la Mágina en donde atisbamos nuestra identidad le añadimos ahora la única patria real que es y será siempre la infancia perdida, entonces la comunión con Mágina alcanza su máxima expresión. Y da igual que esa infancia emparente con una generación muy concreta, como aquella de los 60 a la que pertenecen los dos protagonistas de El miedo de los niños (Seix Barral), porque, a la postre, todas las infancias se reconocen entre sí y tienen el mismo lenguaje más allá de la coyuntura histórica. El miedo de los niños es una inmersión sugestiva y evocadora de una época vista desde los ojos infantiles de sus personajes por cuyo cedazo se criba la realidad para formularla con la lógica de la niñez. Por eso, entre canicas, cromos y tebeos, hay también tísicos que secuestran a los niños para extraerles la sangre y manos de adultos que se posan untuosas, ambiguas, ininteligibles sobre la rodilla de un niño en la clandestinidad que ofrece la oscuridad de un cine de verano. Monstruos infantiles muy reales que se acompañan de las sugerentes ilustraciones de María Rosa Aránega, con sus carboncillos de niño antiguo. Hay en el tratamiento de Bernardo y Esteban una delicadeza que acentúan su inocencia prístina y la vulnerabilidad de Bernardo, un niño de salud delicada, víctima de la poliomielitis, que arrastra su pierna prisionera del armazón que le sirve de prótesis (otro terror, la ortopedia de antaño). Y está, como no podía ser de otra manera, el asalto del ayer –no porque la novelita se ambiente en los años 60 del pasado siglo– sino por la epifanía del mismo cuando la novela da un salto temporal al presente y la llegada de una carta vierte todo el vértigo del tiempo en la nueva vida de Esteban. La explosión colorista y estridente de unas canicas de otro tiempo derramadas sobre el suelo del presente constituirá la sacudida jubilosa y, a la vez, terriblemente nostálgica y dolorosa de un tiempo periclitado que ya había sido arrumbado en el desván de los trastos viejos.  A Esteban se le había olvidado que Mágina siempre vuelve. Y las canicas.


lunes, 23 de noviembre de 2020

508. Cruzar el portal


Quizás no exista, entre las novedades editoriales del último año, libro más heteróclito que el que ha escrito Javier Pérez Andújar para la editorial Anagrama. Si el señor Comajuán, uno de los personajes de La noche fenomenal, estableciera la taxonomía de la palabra “Anagrama” en su particular corpus lexicográfico, quizás diría que se trata de una palabra camaleón. Françoise Rabelais se escondió tras un alias anagramático cuando se hizo llamar Alcofribas Nasier, y André Breton travistió sarcásticamente a Salvador Dalí con su famoso Ávida Dollars. En La noche fenomenal también hay gente disfrazada o, mejor dicho, transformada, según estemos en la Barcelona de aquí o en la Barcelona de allá. Porque en la novela de Pérez Andújar hay dos Barcelonas y en la del otro lado, en la Barcelona paralela, la de la otra dimensión, las gentes están mudando sus rostros y estos están adquiriendo enormes parecidos con personajes famosos. Una serie de agujeros, a modo de portales, permiten el paso de una Barcelona a otra, y el equipo de «La noche fenomenal», programa de la televisión local dedicado al mundo paranormal, deberá investigar qué está ocurriendo.

La novela es una pantagruélica pirotecnia (otra vez Rabelais) que explota en el cielo de las páginas con la azarosa –y por eso mismo deliciosa– eventualidad libérrima del caos, y la prosa de Javier es la traca torrencial e incontenible que la acompaña. Hay resabios a Marsé y a su Barcelona de extrarradio, y a Mendoza y a su descacharrante sentido del humor, y a Luis Mateo Díez en la construcción de ese grupúsculo de intelectuales apasionados por lo esotérico que tanto me ha recordado a la entrañable Cofradía del autor leonés. Y hay una lluvia inmisericorde en cuya contumacia se cifran las señales de alguna calamidad, una suerte de fin del mundo, que me evocó a la película El día de la bestia y a aquel plano cenital con la lluvia cayendo sobre Álex Angulo.

Y tal vez no haya nada de eso y lo que hay es, simple y llanamente, Javier Pérez Andújar. Porque el autor de esa maravilla que es Los príncipes valientes, hace ya mucho tiempo que demostró que va por libre. Y aunque quisiéramos hacerle ahora una reseña sesuda a su novela y elucubrar alegorías sociales, denuncias políticas, y hasta reflexiones ontológicas en ese plano en espejo que son las dos Barcelonas de su libro, quizás estaría bien decir, sin más, que Javier Pérez Andújar se lo ha pasado pipa escribiendo su novela. Que le ha servido para rescatar a amigos como a José Batlló, el mítico editor de la colección de poesía «El Bardo», fallecido hace 4 años, o para refocilarse en sus referentes culturales (musicales, cinematográficos, literarios), que van jalonando los diálogos surrealistas de los personajes. Que ha disfrutado exprimiendo el zumo de las palabras para beber de su néctar redentor. Que él mismo se ha convertido en un personaje de su propia ficción para vivir su aventura delirante y para pasarse también al otro lado, huyendo de la mezquindad de nuestros días, a través de ese otro portal salvífico que es y será siempre la Literatura.


lunes, 9 de noviembre de 2020

507. 'Emma' o el placer de lo superficial



 

Acudimos a ver Emma el mismo día que había muerto Sean Connery y hallamos la sala de cine vacía, como si el fallecimiento del actor escocés hubiera obligado al luto general y constituyera una suerte de anatema el hecho de que el cine siguiera funcionando con el cuerpo de Guillermo de Baskerville todavía caliente. Así debieron de entenderlo los espectadores, porque, como digo, estuvimos solos en la sala, que es, por otra parte, uno de los mayores placeres que se pueden experimentar. Claro que, esta quizás sea la visión romántica de los hechos y estemos soslayando la pandemia, el toque de queda y, sobre todo, que Emma no debe de ser justamente la película que arrastre a las masas al cine. Y, sin embargo, la adaptación cinematográfica del libro que Jane Austen publicara en 1815 resultó ser un placer catártico en estos tiempos recios.

Ana Taylor-Joy –que está deleitando a los seguidores de la excelente Gambito de dama– encarna a la perfección a la caprichosa, altiva y superficial Emma de la novela. Toda la película es un delicioso despliegue de la frivolidad pueril de las clases pudientes en la época georgiana británica. La vida regalada de Emma, llena de lujo, caprichos y seguridades, no da lugar a ningún tipo de hondura filosófica ni a preocupaciones existenciales ni a pensamientos político-sociales, todos ellos eclipsados por el brillo de las joyas, la albura de las telas exquisitas y la luz de los jardines versallescos. No en vano, Jane Austen quiso también retratar la banalidad de un estamento social inmovilista que nada aportaba a los problemas del país y que habitaba una especie de limbo ajeno a la realidad y a los cambios acuciantes que empezaba a experimentar la sociedad británica. Y, a grandes ociosidades, grandes bagatelas con que llenar la intrascendencia de sus vidas, como la vocación casamentera de Emma, que ejerce de alcahueta para colocar a sus amistades con quien ella considera mejor partido. Menos a ella, claro, porque el amor es otra complicación que Emma no está dispuesta a incorporar a su vida, arriesgando su cómoda vacuidad.

¿Por qué entonces una película que no presenta apenas conflictos relevantes funciona tan bien? ¿Dónde reside su interés en medio de toda aquella liviana y huera trivialidad? En primer lugar, quizás haya que buscar la respuesta en el inveterado mimo y respeto con que el cine británico trata a sus clásicos. Pero si aún quisiéramos ir más lejos, habría que concluir que la superficialidad (tan menospreciada también por la crítica literaria en tiempos de Austen) es un recurso que ha servido como lenitivo en cualquier época, en especial en épocas convulsas, para mitigar sus desazones. Dejarse mecer por el frufrú de las gasas, por las risas de porcelana, por los tirabuzones barrocos, por los columpios y jardines, por los aromas florales, por los juegos e intrigas; sumergirse en la muelle tibieza de los colchones de plumas y de las veladas de piano y de los bailes aristocráticos. Anestesia pura y dura contra la realidad fea, mezquina y brutal. Desorientar a la muerte y su fatal acechanza en los laberintos de parterres olorosos. A salvos en la ignorancia. Eternos en el instante perezoso del no-saber mientras todo se desmorona a nuestro alrededor.


lunes, 2 de noviembre de 2020

506. 'Un amor'



Hace poco le oí declarar a Sara Mesa en una entrevista que su pretensión al escribir un libro es siempre la claridad, que no está en su ánimo ser trascendente sino limitarse a que el lector viva una experiencia y que, en ese sentido, ella y los lectores se hallan en el mismo nivel. De ese corolario se infiere que la autora madrileña desea evitar cualquier barrera que impida al lector «distraerse» del objetivo principal. Quizás por eso, la prosa de Sara Mesa es transparente, sin una sola concesión a la floritura o a la evocación lírica. Una prosa, pues, que se limita a certificar el relato, una escritura burocrática que tramita el argumento y que, más que mediante los recursos del lenguaje, sitúa al lector ante la «experiencia» que la escritora desea desatar en él usando solo buenos mimbres argumentales pergeñados estratégicamente para su propósito.

Sin embargo, en el caso de su última novela, Un amor, editada por Anagrama, no tengo claro si el carácter aséptico de su prosa responde a esa lealtad con el credo literario de marras o si se trata más bien de una maniobra que desea anestesiar al lector para sacudirlo luego con el trallazo inesperado de una situación insólita cuya anomalía se intensifica justamente porque le antecede el trote indolente del ritmo y estética narrativos. Porque, efectivamente, hasta la página 67, en la novela de Sara Mesa no sucede nada, ni en lo literario ni en lo argumental. Nat, la protagonista, recala en un pueblo rural huyendo de su vida anterior, siguiendo la estela de otras novelas recientes como Los asquerosos, de Santiago Lorenzo o Tierra de mujeres, de María Sánchez, y toda esa primera parte describe la difícil adaptación a su nueva vida: sus diferencias con el casero que le ha alquilado la casa, descrito con cierto maniqueísmo, la vida social que poco a poco va construyendo y otras menudencias. Hasta que llega esa página 67 y el lector, mecido por la inercia de lo inane, desorbita de repente los ojos sobre el libro y queda atrapado en un dilema moral que deberá juzgar por sí mismo. Porque a partir de ese punto de inflexión tampoco la autora acomete una profundización psicológica de alto calado ni su lenguaje se tiñe de hondura, influido por la nueva situación. La autora no juzga, ni analiza, ni se posiciona: simplemente describe y deja que sea el lector quien trate de comprender el comportamiento de la protagonista, sus motivaciones, sus contradicciones. El lector es el psicólogo o el psiquiatra, el moralista, el sociólogo, el antropólogo, y toda su lectura hasta el final de la novela tratará de otorgarle a los actos de Nat una lógica empática que no siempre podrá conseguir, de ahí también su interés.

Por lo demás, destaca de la novela la sensación de asfixia que crea la autora respecto a la atmósfera rural, con sus hablillas, su vigilancia moral, su primitivismo, su cerrazón y su hostilidad, en un ejercicio de desmitificación que rompe de alguna manera con la tendencia reciente a recuperar el tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea que se aprecian en algunas novelas actuales, como las citadas más arriba. El mismo título, Un amor, descoloca al lector al ponerlo frente a un debate conceptual sobre la propia experiencia amorosa y sus infinitos matices. El objetivo en ambos casos es siempre romper la uniformidad de nuestras convicciones y replantearnos realidades indiscutidas para abrir la espita de su interpretación diversa.

lunes, 26 de octubre de 2020

505. Escritores a la sombra

 

Fray Luis de León terminaba su Oda a la vida retirada con aquellos versos que colocaban al poeta “a la sombra tendido / de hiedra y lauro eterno coronado”. No es esa la sombra a la que yo me refiero en el título del presente artículo. Entre otras cosas porque los escritores a la sombra a los que yo hago referencia no están coronados de hiedra y lauro, que en Fray Luis simbolizarían la corona de los buenos poetas, reconocidos desde Ovidio con el vegetal galardón. Por algo Plinio, en su Historia natural, decía que el laurel –árbol de Apolo– crecía más frondoso en el Parnaso. No. Mis escritores a la sombra son aquellos otros con quienes Apolo no fue especialmente generoso y para los que la subida al Parnaso estuvo siempre llena de caminos pedregosos y zarzales.

Proviene toda esta reflexión inicial de la lectura que hace unas semanas hice de Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, coincidiendo con la gira que la compañía Noviembre, en coproducción con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, está realizando por las tablas españolas. El montaje, por cierto, dirigido por el gran Eduardo Vasco e interpretado magistralmente por un elenco de actores de primera categoría, con un memorable Arturo Querejeta en el papel de Cabellera, es un verdadero acierto. Pues bien, al leer la obra de Rojas Zorrilla, avezado como está uno en las piezas dramáticas áureas, enseguida se aprecia la medianía del texto. No se me entienda mal. Si yo tuviera la cuarta parte del ingenio del dramaturgo toledano, me daría con un canto en los dientes y estaría encantado de haberme conocido. Pero cuando uno ha leído a Lope, a Tirso, a Calderón y, si me apuran, a Guillén de Castro, el texto de Rojas Zorrilla sale, por comparación, menguado. Que Rojas Zorrilla es un excelente dramaturgo nadie lo duda y prueba de ello es el reconocimiento que recibió en vida y su influencia y perduración, también imitado luego por la dramaturgia extranjera. Pero no me negarán que, en los manuales de Historia de la Literatura, su nombre parece resignado a permanecer, seguramente de forma injusta, en un discreto catálogo de autores menores. La sombra gigantesca de aquella tríada de autores que elevaron nuestro teatro a cimas aún no superadas, ha sido demasiado alargada. Ninguna culpa de eso tiene Rojas Zorrilla. Y al igual que él, a otros muchos escritores de talento les tocó coincidir en el tiempo con los césares literarios de una época concreta. Por eso todo el mundo reconoce a Cervantes, pero no todos nos acordamos de Alonso de Castillo Solórzano o de Luis de Molina. Nadie se olvida de Góngora o Quevedo, pero cuesta más traer a las mientes a Juan de Moncayo. Si esto sucedió en la edad de oro de nuestras letras, algo parecido ocurrió en la llamada Edad de Plata. La lista de los poetas de la Generación del 27 es portentosa y para colarse en ella no parece suficiente escribir tan bien como Moreno Villa o Fernando Villalón (no hablemos ya de las mujeres, hoy tardíamente reivindicadas bajo el marbete de Las Sinsombrero).

Actualmente, aunque existen varios escritores –pocos– que podrían también ensombrecer a los demás, el problema parece estribar, más que en el talento de esos pocos, en la difícil visibilización del resto de autores en un mundo –el editorial– sobrecargado de títulos, unos 90.000 anuales. Aquella máxima de que los buenos libros, si lo son, se venderán solos, queda en entredicho ante este aluvión inasumible de obras y su feroz competencia. Un libro bueno se venderá, sí, pero necesitará detrás una editorial potente y una maquinaria de marketing al alcance solamente de las grandes empresas. Porque para juzgar que un libro es bueno, primero deberá tener la oportunidad de ser leído. Y que ese libro bueno llegue a las manos de los lectores entre el maremagno de novedades es un hecho que, sin el respaldo publicitario, parece regirse más por la casualidad y el golpe de suerte que por otra cosa.

Mientras tanto, esos libros invisibles seguirán a la sombra, y en lugar de estar coronados de hiedra y lauro, poco a poco los irá consumiendo el musgo.

lunes, 19 de octubre de 2020

504. Nosotros, los desubicados


 

Cuando ando hastiado de todo y hasta de mí mismo, me da por refugiarme en las literaturas exóticas, como acostumbraban los románticos del XIX. Claro que, ellos lo hacían escribiendo y situando sus obras en lugares remotos e inusitados, y yo, en cambio, como parece que no paso de ser un pobre juntaletras, lo hago como simple lector. Da igual: tanto los escritores románticos como yo mismo buscamos idéntico objetivo: huir del feo, frustrante e insatisfactorio entorno que nos rodea. Y supongo que es mejor alternativa que suicidarse, que no deja de ser otra forma de huida. Cuando ando así –iba diciendo– suelo escoger obras de la literatura japonesa. Hay en las buenas novelas japonesas un cambio de registro, de tono, de espíritu y de referentes que me sirven de opiáceo para ver el mundo bajo los efectos de su narcótico. Me pasó, por ejemplo, con la preciosa Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata, cuya muelle delicadeza obraba como morfina para el alma moribunda. Ni siquiera recuerdo ya su argumento, solamente aquel mecerme en su languidez y melancolía refocilantes. Esta vez me he acercado a otro Premio Nobel, Kazuo Ishiguro, con la esperanza de experimentar aquel anestesiante de Kawabata pero, iluso de mí, he errado el tiro, pues Ishiguro, aunque nacido en Nagasaki, pasó toda su vida en Inglaterra, y al leer Los restos del día, en lugar de encontrarme con las luces mortecinas de los farolillos japoneses y con el frufrú de las sedas de las geishas, me he topado con una prosa de lo
más británica, canónicamente británica, más británica que un británico de la grandísima Gran Bretaña. Eso sí, con una prosa límpida como pocas, no sé si mérito de Ishiguro o de la espléndida traducción de Ángel Luis Hernández Francés. Y, sin embargo, también Ishiguro ha obrado el sortilegio. Porque Los restos del día es la crónica de un desubicado. Stevens, el mayordomo protagonista, que es la viva imagen de aquel Carson de Dawnton Abbey, interpretado maravillosamente por Jim Carter, es un sirviente de la rancia casa de Darlington Hall que atesora los valores de la vieja escuela: dignidad, lealtad, sacrificio, discreción, etiqueta, protocolo, moral. Cuando lord Darlington muere y la casa es comprada por el rico norteamericano Farraday, este le sugiere a Stvens permitirse unas vacaciones que llevarán al mayordomo por diferentes lugares de Inglaterra hasta acabar en Little Compton, al oeste del país, donde vive miss Kenton, antigua empleada de Darlington y con la que el protagonista mantiene, aún, una ambigua relación. El viaje le servirá a Stevens para comprobar cómo han cambiado las costumbres de su país y para concluir, en la rememoración de la semblanza de lord Darlington, que aquella lealtad en la que tanto creía, solo valió para servir a alguien que comulgó activamente con el nazismo. Stevens es el representante de un tiempo periclitado, cuya estampa es un anacronismo como lo era don Quijote al defender la caballería cuando esta ya hacía tiempo que andaba obsoleta. Pero si a don Quijote aquella contumacia le servía para defender unos valores imperecederos y necesarios, Stevens se da cuenta de que la antigualla que lo conforma no tuvo demasiado sentido ni siquiera cuando aún seguía en vigor. Stevens es un producto desfasado, digno en su derrumbe, pero absolutamente perdido, sin presente ni futuro en una sociedad que avanza por otros derroteros. Un pecio a la deriva en un océano de incomprensión, una reliquia andante, una pieza que no encaja, una ruina que mantiene una ridícula solemnidad por la que el mundo siente la mayor de las indiferencias. Como tampoco puede agarrarse al pasado –errado tras el balance final– Stevens habita el no-tiempo en el no-lugar. Y, claro, andando como ando yo estos días, no he podido más que posar mi mano en el hombro de Stevens y quedarnos, ambos, callados, solos, contemplando el ocaso, en cómplice y silenciosa camaradería.

lunes, 5 de octubre de 2020

503. La vieja Facultad de Letras

 


Siempre he creído que la Literatura sobrevive mejor entre escombros. Hay mucha más poesía en las calles decadentes de la Lisboa de Pessoa que en los columpios y jardines versallescos del Rococó. Y hasta a estos últimos les viene bien su poquito de otoño, su pizca de hojas muertas y quebradizas, su aliño de musgo y de verdín en los estanques. Tampoco me imagino a la Literatura junto a escritorios impolutos, flexos de diseño, pelo engominado, vasos con agua de Vichy o cigarros electrónicos. Quizás haya algo de influencia malditista en esa estampa bohemia que uno ha construido de la experiencia literaria y no dejará de haber quien la aproveche para pergeñarse su peformance de escritor atormentado. Pero si el alma es una escombrera y la Literatura es un espeleólogo que se adentra por aquellas simas llenas de despojos, la escritura se sentirá más emparentada con el lenguaje del antro nocturno, del desorden de papeles, del vértigo alucinado y hacia adentro del vino, de la legaña y la ojera y el pelo revuelto.

Tal vez por todo eso, a los estudiantes de Filología que asistimos a la vieja Facultad de Letras, la Literatura nos hizo melancólicos y nostálgicos al aprehenderla entre aquellas paredes vetustas y destartaladas, desde cuyas ventanas se oía zurear a las palomas de ciudad, siempre sucias y como exiliadas, con aquel arrullo suyo que tenía algo de desesperación; aquellas ventanas cuya madera se hinchaba con la lluvia y no encajaban luego en sus marcos, como si el hisopo sagrado de la lluvia las bautizase con el evangelio de la rebelión y se negasen a los moldes impuestos. Pero quizás las ventanas no aprendieran aquella catequesis de la lluvia sino de las lecciones de Literatura que se impartían dentro del aula. Aulas de tuertos fluorescentes que derramaban su luz intermitente y lechosa con los estertores de un tiempo periclitado. Lecciones que eran conciliábulos de letraheridos donde la voz del maestro (no debieran nunca existir profesores de Literatura) resonaba con eco mortecino y sus palabras se fundían con las volutas del humo del tabaco que fumaba en los tiempos en que nadie se escandalizaba por cosas como esas. Olor a rancio en los pasillos, que se mezclaba con el del café que, huraño, preparaba Antonio en el bar de la facultad y con el de los productos químicos con que ensayaban en sus laboratorios los estudiantes de ciencias, pues allí convivíamos todos, como los sabios del Renacimiento, descubriendo lo mismo a Cervantes, que los secretos de la pirólisis. Secretos, también, los tesoros de la biblioteca, donde los pasos resonaban amortiguados en las moquetas y formaban, junto al bisbiseo de los estudiantes y el murmullo de las páginas, un refugio monacal –pero deliciosamente pecaminoso– del saber.

Cuando en 2008, la facultad cerró sus puertas para trasladarse al moderno campus, el edificio quedó presidiendo la plaza con su señorío arquitectónico ajado por el tiempo y el menosprecio de la modernidad, que hará de él algún hotel o un prosaico bloque de viviendas. El nuevo campus tiene pasarelas, proyectores de última generación y una luz blanca, limpia y aséptica que no da lugar a los matices. Todo muy pedagógico. Recuerdo al maestro Ramón Oteo, ya en la nueva universidad, conversando en una mesa de la cafetería, cuyo dueño te atiende inadmisiblemente feliz y amable, recuerdo al maestro, digo, su figura vulnerable y fuera de lugar, extraña, como una anomalía, en aquel edificio funcional y friendly. Él mismo, un poema solitario, como la facultad abandonada, diciendo su verso en la intemperie.

lunes, 28 de septiembre de 2020

502. Clarissa celebra su fiesta


No soy un lector entusiasta de Virginia Woolf. En su día recuerdo que me agradó la lectura de Flush, que me pareció un librito delicado, tierno y deliciosamente británico. En cambio, La señora Dalloway, que pasa por ser una de sus obras maestras, me dejó bastante frío y, en ocasiones, irritado, con aquel excesivo despliegue alegórico de sentimientos y aquellas transiciones bruscas en la narración, que pasaba de unos personajes a otros sin previo aviso y convertían la leve trama en un laberinto sin itinerario claro.

Ahora las vicisitudes de Clarissa Dalloway llegan a las tablas en la versión remozada de Carme Portaceli y con Blanca Portillo como actriz principal. Portaceli ha introducido algunos cambios respecto a la novela, como el de convertir a la agria señorita Kilman, institutriz de la hija de Clarissa, Elizabeth, en la amante de esta. Su actitud crítica hacia la señora Dalloway no responde, como en la novela, al rencor de conciencia de clase ni a un prurito de superioridad moral, sino a un feminismo que condena la actitud conformista, sumisa y acomodada de Clarissa. También se ha sustituido al enfermo mental Septimus, en la novela traumatizado por su participación en la Gran Guerra, por la de Angélica, una escritora frustrada, angustiada por su gran vacío existencial y cuyo suicidio será el trasunto del suicidio del futuro de Clarissa pero también el de su afirmación vitalista. Aunque las apariciones de Clarissa, tanto en la novela como en la obra de teatro, no monopolizan páginas y escenas, Clarissa está siempre en el foco de todas las intervenciones de los demás personajes, ya sea explícita o implícitamente, como una estrella alrededor de la cual gravitan todos los planetas. De las evocaciones de estos y de los recuerdos y confesiones de la propia Clarissa, descubrimos a una mujer que ha sido incapaz de realizarse como persona, pues ha renunciado a todos los sueños de la juventud a cambio de una vida acomodada al lado de Richard, un parlamentario que le ofrece una vida regalada pero monótona. Atrás queda aquel beso con Sally, indicio quizás de una sexualidad luego reprimida o su relación con Peter, un aventurero a cuya vida azarosa pero vibrante, Clarissa renunció en pos de la estabilidad. El tiempo –Clarissa tiene ya 50 años– hará balance de todas esas deserciones vitales y la señora Dalloway reflexionará sobre si su vida ha merecido realmente la pena. El asunto ha sido recientemente abordado por la excelente serie de televisión Little fires everywhere, con una inmensa Reese Witherspoon que parece, a su manera una Dalloway rediviva.

La adaptación teatral de Portaceli es correcta (el texto tampoco da para muchas florituras más y menos sobre unas tablas) pero lo que más me gustó fue la escena en que Blanca Portillo rompe la cuarta pared y se mezcla con el público. Es el momento de la novela en que Dalloway, que lleva todo el día preparando una fiesta, da la bienvenida al fin a sus invitados. Del mismo modo, la Dalloway-Portillo nos da también la bienvenida a su fiesta. Y en la emoción de sus palabras, emoción sincera y a flor de piel, todo el público sabe que esa fiesta es la fiesta del teatro que vuelve tras la pandemia. El guiño es clarísimo y tremendamente conmovedor. Y así como Clarissa da al fin su fiesta, con el cuidado escrupuloso para que todo salga bien, así nosotros asistimos como los viejos amigos que somos, a ella y el patio de butacas es, otra vez, una celebración de la vida.

lunes, 21 de septiembre de 2020

501. Mi ordenador me mira mal


Llevo seis meses sin escribir. Sí, es verdad que durante todo ese tiempo he mantenido mi compromiso semanal con los lectores del Diari de Tarragona y que he colaborado con alguna revista literaria. Pero ustedes me entienden: escribir es otra cosa. Achaco mi travesía por el desierto al siempre extenuante y farragoso proceso de documentación, previo a la inmersión definitiva en el mar de la escritura. Y en cierta medida es así, aunque a veces se me antoja que estoy alargando todo ese procedimiento preliminar para excusar mi encuentro definitivo con la primera página en blanco. Como el estudiante que acaba la universidad y se pone a hacer másteres por doquier para no pensar que tiene ya una edad y que debería buscarse de una vez por todas un trabajo. Vamos, que ando aterrorizado. Que esta novela me impone y que en el correspondiente pugilato literario me defiendo apocado y timorato. Yo creo que perdí la fuerza cuando cambié de ordenador. Sustituí mi viejo portátil, compañero de tantas campañas literarias en las lides de la palabra, por un nuevo ordenador de sobremesa. Ahora tengo una pantalla de no sé cuántas pulgadas que me impide la visión de la ventana de mi despacho desde donde antes de la llegada del nuevo armatoste perdía la vista en el parque que hay frente a mi casa para buscar la inspiración entre la fronda de las arboledas. También tengo un teclado inalámbrico último modelo a cuyas teclas no se acaban de acostumbrar las yemas de mis dedos. Como si hiciera el amor con una mujer que no conozco y a ambos nos costase acompasar el ritmo al del otro. Mi nuevo ordenador de sobremesa me mira altanero desde la atalaya de su prestigio tecnológico. A él le hubiera gustado ser el compañero de un escritor de prestigio, no de un juntaletras cualquiera. No le culpo. Yo he apartado el monitor hacia la derecha de mi escritorio para que no me impida ver el parque que hay frente a mi casa y, ahora, cuando escribo, debo ladear ligeramente la cabeza hacia la pantalla, con una mirada esquinada que se parece bastante al desdén o al rencor. Ella, la pantalla, hace lo mismo conmigo con un mohín ofendido.

 No se deben cambiar jamás las rutinas de los escritores. Isabel Allende empieza siempre sus novelas un 8 de enero y sus sesiones de escritura duran lo que dura el pabilo de una vela; García Márquez escribía descalzo y acompañado de una flor amarilla; Balzac vestido con hábito monacal; Dumas, con sotana roja y sandalias; Víctor Hugo, desnudo; Capote, tumbado; Fitzgerald, ebrio; Coleridge, drogado; Poe escribía en tiras de papel que luego unía formando rollos interminables; Dickens debía estar perfectamente peinado; Cela escribió Oficio de tinieblas 5 en su mítico escritorio rodeado de un biombo que lo aislaba del exterior; Stendhal hallaba inspiración leyendo antes el código penal napoleónico. Sin esas manías, quizás no habrían escrito sus grandes obras maestras.

A mí solamente me han cambiado el ordenador y ya ven el cataclismo. Entretanto, hago acopio de sesudas notas para mi próxima novela, muchas de las cuales –lo sé– no voy a utilizar, y escribo mi columna del periódico y algunos correos electrónicos en mi nuevo ordenador para darnos tiempo a acostumbrarnos el uno al otro. Es un cortejo lento y silencioso. Sé que en su fuero interno mi ordenador se ríe de mí o se apiada o me menosprecia. Pues mira, chaval, tú y yo nos vamos a tener que entender. Escribo «Capítulo 1». Luego hay una pausa dramática y un suspiro profundo. La tensión se adensa en el ambiente. El cursor se mueve intermitente en la pantalla como los dedos del pistolero que tantea la cartuchera. Pero yo desenfundo antes.


lunes, 14 de septiembre de 2020

500. Hispanoamérica: el bastión de la Literatura.

 

Dicen las autoridades eclesiásticas que Hispanoamérica se ha convertido en el último bastión del catolicismo, ese que resiste al ateísmo galopante instaurado desde hace decenios en el mundo y especialmente en Europa. Si esto es así para la religión, otro tanto se podría decir para la Literatura en español –entiéndase la Literatura con mayúsculas– que, para quien esto escribe, está también revestida de la sacralidad con que una feligresía mínima pero pertinaz unge las obras de aquellos santos varones allende el Atlántico.

Es una sensación que vengo alimentando desde hace ya varios años. Si la Literatura (no la espuria, sino esa que han ido acuñando durante siglos los grandes maestros), si esa Literatura –decíamos– está destinada a salvarse de la extinción, las almenas que la defenderán se habrán levantado en Hispanoamérica. Quizás esta sensación provenga del continuo fraude al que me vienen sometiendo muchos de los escritores españoles actuales que aquí son vestidos con la casulla de los grandes próceres y adorados por el paganismo de los ignorantes. Tal vez no he sabido elegir a los autores que leo o las vicisitudes de la Literatura, siempre inescrutables y azarosas, me han llevado por derroteros equivocados pero lo cierto es que sufro de un desencanto rayano en el hastío que me incita a prestar menos atención a la literatura patria (del chovinismo ya hace mucho que me curé) y a buscar el santo grial en otro sitio. Y entonces leo a los mexicanos David Toscana y Eduardo Ruiz Sosa o a las ecuatorianas Mónica Ojeda y Gabriela Ponce, con su literatura de víscera doliente y palpitante, y me digo: caramba, esto es otra cosa. El otro día leía en las redes sociales una publicación del escritor Álex Chico, cuyo criterio es para mí dogma de fe, donde decía que acababa de leer  Vivir abajo, la novela del peruano Gustavo Faverón, y se deshacía en elogios llegando incluso a afirmar que era uno de los mejores libros que había leído en su vida y calificándola de «obra maestra». De obra maestra califiqué yo la semana pasada La ciudad que el diablo se llevó del ya citado Toscana y yo nunca hago halagos gratuitos ni tengo vocación de redactor lameculos de esas solapillas y fajas hiperbólicas que tanto se estilan entre la hipocresía mercantilista y la transacción amiguista quid pro quo. Llama la atención, por cierto, que todos los autores citados los edite Candaya, cuyo esfuerzo por trazar puentes con Hispanoamérica y traernos lo mejor del continente se antoja impagable para la reciente y posterior historia de las letras. También hay, claro, otras editoriales que apuestan por horadar aquellos filones literarios: la literatura que explora el terror y la locura de las argentinas Samanta Schwlebin y Mariana Enríquez o de la chilena Nona Fernández; las crónicas de Leila Guerrero; la maestría narrativa de las mexicanas Guadalupe Nettel y Ángeles Mastretta; el lirismo de la suculenta prosa de los colombianos Héctor Abad y Evelio Rosero, entre otros muchos que no caben aquí. Pero, sobre todo, está la corazonada de que en un continente gigantesco como el americano, las joyas escondidas deben de ser tantas y tan preciosas que el explorador dará con ellas a poco que tenga interés en buscarlas y se olvide de patrioterismos y prejuicios acogiéndose a la única nación posible que no es otra que  el hermoso idioma que nos une. Idioma, por cierto, que en Hispanoamérica queda quintaesenciado en el alambique de su semántica fértil, exuberante y aguerrida, depositaria de lo mejor de nuestro español peninsular, que se enriquece con los ubérrimos matices de su visión del mundo desde el Nuevo Mundo. Y así es como Hispanoamérica devendrá en fortaleza. En catedral y sagrario.

 A Maribel Calle, brillante evangelista de la buena nueva de la literatura hispanoamericana. Y en reparación de mi herejía bolañera.

lunes, 7 de septiembre de 2020

499. Cuando Varsovia es una elegía


Quienes siguen habitualmente mis reseñas literarias sabrán que no frecuento en mis valoraciones el calificativo de «obra maestra» para casi ninguna de las novedades editoriales que llegan a mis manos. Suelo reservarme tamaño epíteto para los clásicos; y no responde ello al prurito del purista exigente y snob que no ve ya mérito en nada de lo que se escriba hoy, sino a la constatación de una verdad que honestamente debemos asumir: es muy difícil alcanzar con un libro la categoría de «obra maestra». Pues bien, David Toscana ha escrito con La ciudad que el diablo se llevó (Candaya), una obra maestra, una novela destinada a perdurar en los anales literarios porque condensa en su ejecución los dos rasgos que considero esenciales para su inmortalidad: el respeto por la tradición literaria y la reformulación de esa misma tradición mediante una voz particularísima que no remeda sino que crea de nuevo cuño. Porque en esta novela, efectivamente, se compendia todo lo mejor de la tradición literaria europea de la primera mitad del siglo XX: el decadentismo modernista en su mórbida relación con la muerte, aunque con matices irreverentes y desnaturalizados; el esperpento valleinclanesco en el comportamiento y diálogos de los personajes, entre el cinismo y el desamparo, títeres de sí mismos y del demiurgo de la desgracia, que maneja –irónica y displicente– los hilos de su existencia. (Cambiemos Madrid por Varsovia y ya tenemos redivivo por las páginas de Toscana el viaje onírico y noctámbulo de Max Estrella en Luces de bohemia). Pero también, trazas del teatro del absurdo en la irracionalidad de las acciones y conversaciones de los personajes, que reflejan el sinsentido de una sociedad en ruinas, la sobreviviente a las atrocidades de la II Guerra Mundial, abocada al nihilismo, único espacio ontológico en el que poder reconocerse tras haber desparecido el hombre como tal, aniquilado en su propio envilecimiento.

Y todo ello con unos protagonistas inolvidables, cuyo desvalimiento y orfandad –indigentes como son de un tiempo periclitado donde los hombres aún ejercían como tales– tanto me han recordado a los personajes inocentes, bonachones y tiernamente cómicos (aunque con sonrisa de acíbar) de Antonio Skármeta.

Feliks, Kazimierz, Eugeniusz y Ludwick, que así se llaman los antihéroes de esta novela, se libran milagrosamente de ser ejecutados por un pelotón nazi en las postrimerías de la II Guerra Mundial, antes de la liberación soviética. Su existencia, sin embargo, a partir de ese momento, será el errático deambular del superviviente desnortado que ha sido despojado de su condición de ser humano. Son, como la ciudad misma, cascotes de un derrumbe general que intentan en sus reuniones alucinadas de borrachera y camaradería, retornar con la imaginación y performances desesperadas a la cotidianidad de antes de la guerra, rasgar la capa mugrienta del presente para hallar, como en los muros de Varsovia, aquella cartelera de teatro oculta tras los sucesivos pasquines propagandísticos de nazis y bolcheviques. Una imaginación que es recreativa en el doble sentido del término: el esparcimiento lúdico que los salva de la terrible realidad, pero también la re-creación, la vocación de refundar el mundo desde los vestigios de un pasado feliz que se antoja remoto.

La atmósfera que crea Toscana es absolutamente inmersiva: uno siente el viento colarse por las oquedades de los edificios derruidos, inhala el polvo en suspensión de la destrucción, escucha crujir los cascotes bajo los pies, y todo es grisura y luna helada de posguerra. Y entre todo ese ambiente, de repente, el bellísimo trallazo poético, esporádico pero luminoso, como otra niña de rojo en La lista de Schindler. Y así, el novelista que ha perdido su novela durante la guerra y que busca desesperadamente entre las tumbas del cementerio por si hallase su epitafio, quizás la haya encontrado al fin.


lunes, 31 de agosto de 2020

498. El primer Poirot


Me gusta bucear por el origen de las cosas. Ese momento primigenio –a veces un detalle aparentemente irrelevante– que configurará el devenir de un amor, de una desgracia, de un mito. Por eso estos días, coincidiendo con los 100 años desde la primera aparición de Hércules Poirot en una novela de Agatha Christie, me he lanzado a la lectura de El misterioso caso de Styles, publicado en 1920, el primer libro de la saga del famoso detective belga. Y dejemos claro lo de su nacionalidad para ahorrarle el trabajo a Poirot de tener que desmentir, como hizo en muchas de sus novelas, el origen francés que se le atribuía. En El misterioso caso de Styles, Poirot es requerido por el capitán Hastings para la resolución del asesinato por envenenamiento de la señora Inglethorp. Poirot, claro, es en ese momento un completo desconocido en la sociedad inglesa, pero Hastings, amigo de la familia Inglethorp, conoce su brillante trayectoria en la policía belga. Poirot se halla precisamente en Styles (Essex) alojado junto a otros compatriotas belgas en una casa común como refugiado de guerra, pues su país ha sido ocupado por Alemania. Estamos en la I Guerra Mundial, a la que se alude tangencialmente en varias ocasiones (incluso uno de los personajes es detenido por espionaje). Styles es el lugar donde Poirot será enterrado cuando la autora lo haga morir, de un problema cardíaco, en su última novela, Telón, en 1975. El New York Times se hará eco de su muerte en el único obituario que el periódico ha dedicado jamás a un personaje de ficción.

La caracterización de Poirot ya preconfigura al personaje que lo haría popular. Hastings lo describe como de corta estatura, rostro ovalado, bigote estilizado, ojos verdes que brillan como esmeraldas cuando se le ilumina una idea y pulcramente vestido. Aparece también su obsesión por el orden, sus expresiones en francés, su exasperación ante sus propios errores y su porte altivo y orgulloso que le hace pronunciar su propio nombre de manera narcisista («Yo, Hércules Poirot…») y que tanto irritaría hasta a la propia Agatha Christie. También su extremada educación y su defensa romántica del amor, que sorprende entre todo el rigor metódico de su quehacer detectivesco, al que por otro lado siempre incorpora, más allá de las pistas objetivas, análisis psicológicos que resultan en muchas ocasiones más determinantes que las pistas mismas.

También aparecen en la novela otros personajes que serán asiduos en otras entregas, como el ya citado Hastings –el particular Watson de Poirot– o el inspector Japp. En lo estrictamente literario, El misterioso caso de Styles es un formidable puzle con cientos de piezas desperdigadas cuyo impresionante ensamblaje al final de la novela revela la portentosa imaginación de su autora, si bien es cierto que lo intrincado del rompecabezas obliga a la escritora a hacer encajes de bolillos con determinados detalles argumentales que, siendo verdaderamente posibles, rayan con la inverosimilitud.

Como ocurre con Drácula o Holmes, saturado el imaginario colectivo por la presencia de Poirot en películas y series de televisión (sin ir más lejos, pronto se estrenará una nueva versión de Muerte en el Nilo, dirigida por Kenneth Branagh) conviene acudir a los libros para descubrir facetas del detective olvidadas por el cine o, peor aún, manipuladas, que sorprenderán a más de uno y enriquecerán, cuando no enderezarán, algunas ideas preconcebidas. De lo contrario, también nosotros, como la señora Inglethorp, corremos el peligro de morir de envenenamiento


lunes, 24 de agosto de 2020

497. Literatura a ojos llenos



Recordarán ustedes que hace unas semanas andaba yo ensombrecido por el páramo de las novedades editoriales. Acabé, como siempre, refugiándome en los clásicos para pasar la cuarentena necesaria que me reconciliase con la literatura. Pues ya estamos de vuelta. Y para no enfermar de nuevo, esta vez he sido cuidadoso con la búsqueda, me he apartado de los cantos de sirena de las recomendaciones aborregadas y me he lanzado yo mismo a la sima de Acantilado donde es difícil no hallar algún tesoro. Y vaya si lo hallé: Manuel Astur ha escrito esa maravilla titulada San, el libro de los milagros y el milagro ha obrado su prodigio en los ojos del lector.

Su protagonista, Marcelino, que padece alguna suerte de deficiencia, es visitado por su hermano para obligarle a firmar un documento por el que traspasa la propiedad heredada de sus padres a un tercero, quedándose, pues, sin nada. En la urgencia violenta del hermano hay un intento desesperado por pagar algún tipo de deuda. A Marcelino, que no sabe lo que ha firmado, se lo revela su hermano antes de marcharse. Marcelino reacciona entonces golpeando a su hermano sin medir sus fuerzas y lo mata. El eje argumental a partir de ese momento es la fuga de Marcelino y la consiguiente persecución policial. Pero pronto nos damos cuenta de que el argumento que vertebra el relato es solamente un pretexto para escribir una bellísima oda a la vida de aldea y al tiempo periclitado del “viejo mundo” que da sus últimos estertores en las remembranzas del propio Marcelino, confundidas con las del narrador. El lirismo de las estampas descriptivas es de una maravillosa delicadeza; alguna vez me recordó a las imágenes de Wenceslao Fernández Flórez en El bosque animado, aquí sublimadas en la probeta de una prosa poética engarzada con el mito, lo arcano y lo telúrico, con un primitivismo a veces brutal y a veces acogedor. En ese sentido, la deficiencia de Marcelino, próxima al infantilismo, ejerce su regresión edénica sobre el relato: cuanto más ignorante e inocente se nos muestra a Marcelino, tanto más el cosmos de la aldea se vuelve primigenio y atemporal, fusionándose ambos, personaje y entorno, en un mismo protagonista casi totémico: la prensa y los jóvenes que se instalan en el pueblo para defender la inocencia de Marcelino se antojan, en ese sentido, una feligresía.

En buena parte de la obra, la armazón argumental del libro, ya de por sí tenue, desaparece hasta hacernos olvidarla, y la novela se detiene en las evocaciones de historias de la aldea en las que no falta lo sobrenatural, lo mitológico y la anécdota circunstancial y costumbrista. Las historias que se suceden parecen querer remitirse al fenómeno del filandón, impresión metaliteraria que confirman expresiones como “tenemos la voz y tenemos el tiempo”, repetido como una letanía durante numerosos pasajes del libro, o el juego de matrioshkas lingüísticas que se van adhiriendo cada cierto tiempo como una metáfora de la creciente madeja narrativa.

En cualquier caso, como se ha apuntado más arriba, lo más llamativo del libro de Astur es su estilo poético, atento, sobre todo, al “cómo” antes que al “qué”; ese extrañamiento del lenguaje del que toda obra literaria que se precie debiera incorporar a sus páginas y que, en el caso de Manuel Astur, es ambrosía inspiradora y literatura a ojos llenos. 

lunes, 10 de agosto de 2020

496. Mientras crece la hierba

Alejandro Hermosilla, el prologuista del último poemario de Natxo Vidal, me ha puesto en un agradable brete. Leí el prólogo al final, como hago siempre, tras la lectura de los poemas, para evitar verme condicionado por la lectura de terceros. Y cuando ya enhebraba yo en mi cabeza esta reseña y tenía claras las claves de su lectura, leo en el prólogo de Hermosilla, casi con palabras idénticas a las que yo había tejido, una interpretación calcada (aunque siempre mejor) a la que pensaba colocar en mi columna del periódico. ¡Dilema irresoluble! Pues si digo lo mismo que Hermosilla, hay quien pensará que practico el expolio intelectual; y si no lo digo por rubor, obvio las esencias del poemario, útiles para el lector curioso. Huelga decir que deben ustedes leer el magnífico prólogo del escritor cartagenero, del que trataré –renuncia dolorosa– de separarme un tanto. Gajes del oficio.

Así termina (Ediciones Frutos del Tiempo) es un libro destinado, más que a leerse, a asistir a él. Es casi una performance literaria aparentemente improvisada en la que el público-lector sella con el poeta un acuerdo tácito para dejarse sorprender en cada uno de los cuadros poéticos que van sucediéndose en el escenario, mientras se toma una copa de vino. Hasta se nos invita a participar en la elección de la mejor versión de alguno de los poemas en una interacción casi teatral donde se rompe la cuarta pared. Quizás por eso mismo, Vidal advierte que conviene leer su libro de forma cronológica, pues hay poemas que se anticipan a otros posteriores, alusiones a versos que ya han aparecido y guiños metaliterarios que solo se entienden o se entienden mejor si se ha seguido toda la función desde el principio. En el libro cabe de todo, desde los propios poemas, pasando por reflexiones o testimonios en prosa, lecturas de artículos periodísticos, entradas de Wikipedia o de blogs, música (con especial devoción por Thelenious Monk), pintura, malabarismos léxicos o juegos intertextuales con Cortázar. Su libérrima puesta en escena, casi jazzística, llega a su culmen en la sección de versiones, donde el poeta, al modo de los viejos cantantes de blues ejerce su amplificatio de poemas ajenos, en los que el matiz alcanza –él mismo– carta de naturaleza poemática. Escrito durante los meses de confinamiento, el libro es también un abrazo de amistad a todos aquellos que lo acompañaron en el encierro e hicieron más soportable la espera, principalmente artistas y escritores. En cuanto a los poemas en sí mismos, merecen especial atención las evocaciones connotativas de algunos vocablos que quedan así reformulados: las naranjas o la nieve de la infancia, tan distintas de las naranjas o la nieve de la posguerra, hasta desembocar en el escepticismo respecto a la función de las palabras. O la hierba, que se enseñorea de las aceras gracias al confinamiento y cuya naturaleza bucólica queda en entredicho al asociarla al precipicio o a la angustia de una Christina Olson arrastrándose en la hierba en el cuadro de Wyeth. O cómo la gravedad y el invento del bolígrafo pueden dar lugar a un hermoso poema de amor. La luz invadiendo la estancia contrasta con el canto vulgar de los gorriones, trasunto del ansia frustrada de trascendencia. Por eso, los hechiceros ancestrales de otro poema, con tintes surrealistas, versos narcotizados para atisbar la promesa del absoluto. Y, al final, como siempre, la literatura: la página del libro que marcamos, doblando su esquina, para saber por dónde vamos transmutada en nosotros mismos: «ya sabes que eres tú, / una puntita solamente, / el que queda marcado. / Para saber por dónde vas. / Para saber quién eres.».


lunes, 3 de agosto de 2020

495. La que todo lo da


El elegante sigilo con que Ramón García Mateos trabaja sus libros, tan alejado del bombo y platillo con el que el desesperado narcisismo de otros anuncia obras que ni siquiera se han terminado, nos regala estas sorpresas. Un día cualquiera, inopinadamente, uno amanece con la alegría de saber que el poeta salmantino ha dado su obra a la imprenta y el lector leal, emocionado, apura el libro que está leyendo y que ya le estorba entre las manos, para lanzarse a la lectura de lo que sabe feliz promesa de horas fecundas. El hijo de la tamalera, que así reza el sugestivo título de la nueva criatura, puede adquirirse en Amazon en formato digital o en papel. Aunque no es la primera vez que García Mateos cultiva la prosa (recordemos, por ejemplo, su magnífico Baza de copas, Premio Tiflos de Cuento, o su más reciente Verdades y fingimientos), sí es, si no me engaño, su primera incursión en la novela. El hijo de la tamalera narra las vicisitudes del veterano torero mexicano Rodolfo Rodríguez, «el Pana», que tres días antes de consumar uno de sus grandes sueños, presentarse ante el público de la plaza de Las Ventas de Madrid, relata su vida a un periodista que cubre la crónica del acontecimiento. La narración del torero, preñada de anécdotas, como sus encuentros con Truman Capote o Carlos Fuentes, entre otros personajes, se intercala con las reflexiones del periodista, algunas personales y otras de carácter metaliterario, trasunto estas últimas de las ideas y preocupaciones del propio autor. La entrevista nunca verá la luz, pero el periodista, magnetizado por la figura del torero, pergeña años después la novela que nosotros leemos ahora. Las evocaciones del diestro, cuyo halo trágico tanto recuerda a los personajes valleinclanescos del esperpento, se combinan en primera y tercera persona, pues Rodolfo Rodríguez y «el Pana» se desdoblan para hablar el uno del otro, como si fueran –acaso lo son– personas distintas. Es justamente el tema del desdoblamiento uno de los asuntos recurrentes de la novela: Rodolfo Rodríguez crea a «el Pana» pero éste se erige tanto más verdadero que el propio Rodolfo, lo que labra la piedra angular del credo literario: todo personaje de ficción es real en tanto que existe en la literatura. Por eso «el Pana» de García Mateos, muerto en Las Ventas el 15 de mayo de 2008, es tan real como el que murió el 2 de junio de 2016 en el Hospital Civil de Guadalajara (México). Y por eso, el Puñales, viejo conocido de la literatura de García Mateos, vuelve a aparecer por estas páginas. Pero el tema del desdoblamiento va más allá, y es también una ontología de la dualidad que somos, quintaesenciada en la propia labor de la escritura. A esa combinación de primera y tercera personas, se une, casi sin transición, la tercera del narrador externo, creando una amalgama que, lejos de estorbar, preocupación que el propio periodista declara en sus reflexiones literarias de los capítulos anejos (estos sí, independientes hasta en la cursiva con que son escritos), contribuye a intensificar la ensoñación del recuerdo, y la mezcolanza de las palabras, enteladas por el alcohol, convierten la polifonía en un monólogo de la evocación misma. La caracterización del personaje es inolvidable, con su épica castiza que, como toda épica, tiene sus epítetos, como «la que todo lo da y todo lo quita» referido a la Plaza Monumental de México. Un juguete roto que alcanza tintes heroicos en su derrota y que va más allá de la historia de un torero. El estilo, como no podía ser de otra manera, satisface los paladares exigentes y en él se aprecia al poeta: «la luz del mediodía nos asaeteaba con agujas de enjalmar que se hincaban en las sienes con acidez alimonada». Especial mención merecen los capítulos metaliterarios del periodista, todo un aserto donde se dan cita credos literarios y vicisitudes de la escritura con otros desasosiegos. El hijo de la tamalera es, también, la redención literaria de «el Pana». Porque si la Monumental todo lo da y todo lo quita, la literatura, casi siempre, es un coso que todo lo da.


lunes, 27 de julio de 2020

494. La redención del impuro



Cuenta Sergio del Molino en su último libro que cuando su hijo se relaciona con otros compañeros del colegio, las diferencias raciales no condicionan la percepción de aquel en sus interacciones. El niño negro es antes niño que negro; es más, el color de la piel ni siquiera es un factor tasable, simplemente no existe. Desde la inocencia infantil, el niño es, pues, niño. Y nada más. Del mismo modo, el libro de Sergio del Molino es antes libro que otra cosa. Retrocedamos a una visión adánica de los géneros literarios y ya tenemos solucionado el engorroso asunto de las taxonomías, sin necesidad de baldosas de von Luschan que determinen la «raza» de La piel (editorial Alfaguara). Así, solo resta dejarse llevar por las palabras del autor para gozar de una deliciosa miscelánea, entretenida, a ratos divertida, siempre edificante, sazonada de un sustancioso anecdotario y, sobre todo, honesta.
Entre toda esa mezcolanza, un hilo conductor que vertebra la obra: el testimonio personal de la relación del autor con su enfermedad, la psoriasis. Asume entonces del Molino la condición metafórica del «monstruo» y emparenta su monstruosidad con otros personajes de la Historia que han sufrido también la enfermedad. Así, desfilan por el libro Stalin, Pablo Escobar, los escritores Updike y Nabokov o la cantante Cindy Lauper, Y aparecen, a colación, el negro de Banyoles, los antropólogos von Luschan y Westerman o los judíos de Qumrán en Jerusalén entre otras muchas alusiones que enriquecen el relato. Las semblanzas no son, sin embargo, meros catálogos descriptivos, sino que sus historias se entremezclan con las vivencias del autor y con reflexiones de gran calado en un ensamblaje natural en el que las soldaduras no se aprecian porque no las hay: la vida se amalgama en un todo unitario que trasciende la mera casuística personal para situarse en la esfera de los grandes temas universales, entre ellos, fundamentalmente, el de la fragilidad. Por si acaso la estructura miscelánea pudiera preocupar a su autor (preocupación baldía porque en ningún momento estorba), del Molino pergeña una ligazón muy sutil que se sustenta en la metáfora del cuento sobre monstruos que el escritor cuenta al hijo adulto desde el tiempo del hijo niño, en una suerte de fusión temporal que rompe los vórtices de la cronología.
Detrás de La piel hay un escritor con oficio, un lector curioso y voraz, un excelente contador de historias, una mente lúcida e instruida, capaz de desdoblarse con la objetividad necesaria para analizar sus tribulaciones sin caer en el patetismo, pero sin renunciar tampoco al propio testimonio que individualiza el dolor, lo hace humano y lo preña de sensibilidad. Sustituyamos aquel tópico del libro escrito a «a corazón abierto» por el del autor que lo que nos abre es su piel castigada, porque la piel es aquí una ontología, por más que esté en la superficie. Por eso mismo, porque la piel explica ella misma la vida, del Molino reivindica sus cicatrices, su jubilosa imperfección, su rebelde impureza, y abomina del cosmético o de la ortodoxia de los judíos de Qumrán, que jamás le dejarían ingresar en su secta de pieles satinadas. Porque él es un impuro, y a mucha honra, y la asunción de su impureza entregada al ara de la literatura es también su redención.

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lunes, 20 de julio de 2020

493. Leer un poema (III): "Silencio", de Octavio Paz




En el principio fue el verbo. Luego fue la verborrea. Así reza, más o menos, una de las «senectas» del viejo, el personaje creado por Gonzalo Hidalgo Bayal en esa novela sobre el silencio titulada Nemo. De la verborrea se nos ha dado buena cuenta durante todos estos meses de pandemia. Incontinencia verbal de cientos de imbéciles que ahora se arrogan la potestad de opinar sin más criterio que el de la suficiencia de su egolatría sin límites. Y así, todos ellos se erigen de repente en epidemiólogos consumados, gestores políticos infalibles, economistas reputados, togados leguleyos, policías de balcón y héroes de pantuflas y batín. ¿Por qué no os calláis la boca de una puta vez, sabios de los cojones?
Estoy con Rosalía de Castro (ahora ya hay que escribir el apellido de la poeta gallega desde que saltó a la palestra la Rosalía cantante, aunque para mí la escritora compostelana será siempre Rosalía, sin más, como una antonomasia), estoy con Rosalía –digo– en eso de que «cando unha peste arrebata / homes tras homes, non hai mais / que enterrar de presa os mortos, / baixa-la frente, e esperar / que pasen as correntes apestadas... /¡Que pasen ... que outras virán!». ¿Qué palabras caben cuando hay un peso de treinta mil muertos aplastando todos los diccionarios? «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)», decía Dámaso Alonso en «Insomnio». Y le salió un poema de nueve versos. Muchos son. Enterrar deprisa a los muertos. Bajar la frente. Esperar.  Y callarse. No hay más. Por eso recibí con algo de alivio, que era más bien una reclamación, la elección del poema que José Sacristán leyó la pasada semana durante el funeral de Estado. El poema de Octavio Paz se titulaba significativamente (reivindicativamente), «Silencio».
Aunque el poema del escritor mexicano se compuso en otro contexto, no puedo dejar de tejer con los mimbres del presente la interpretación de sus versos. No puedo dejar de ver en esa nota musical que, tras haber dado su sonido al mundo, queda vibrando en el aire, agonizando antes de su inminente extinción, hasta que otra música la enmudece, a esas vidas frágiles que se apagaron en la soledad de un hospital mientras la música imparable del mundo proseguía su réquiem implacable. Así, esas vidas silenciadas, dan al universo otra nota: la del silencio mismo, que puede ser más atronador que todos los sonidos del orbe. Y ese silencio, que es «aguda torre, espada», porque desde su atalaya se otea la verdad que somos, y punza y hiere, sube desde el fondo de la nada para realizar su trágico trueque: al abismo de donde procede el silencio se van los recuerdos, las esperanzas y las miserias de nuestra vida. Y no hay grito que alcance a salvarlos. Desembocamos al silencio que somos en el lugar donde el silencio mismo enmudece. La paradoja es aterradora: el enmudecimiento del silencio que, por su propia naturaleza es ya mudo, intensifica el nihilismo absoluto del producto final.
Con malicia, se ha comparado la escenografía del funeral de Estado, con aquella particular disposición circular de la concurrencia en torno al pebetero ceremonial, con alguna suerte de ritual pagano. La muerte tiene siempre algo de arcano y de regresión ancestral. Entre los presentes, se aprecia a dos personas que dan la espalda a la ceremonia. Dicen que se trataba de dos intérpretes que atendían mediante lenguaje de signos a un matrimonio sordo. ¿Cómo se dice en lenguaje de signos un poema sobre el silencio? ¿Cómo entiende una persona sorda, que convive naturalmente con el silencio, la forma en que el silencio se convierte ahora en tragedia y necesidad? Y, sin embargo, nadie más cerca que ellos de la esencia ontológica de lo que somos: del silencio venimos y al silencio vamos. Y lo demás es verborrea. O literatura.