lunes, 31 de agosto de 2020

498. El primer Poirot


Me gusta bucear por el origen de las cosas. Ese momento primigenio –a veces un detalle aparentemente irrelevante– que configurará el devenir de un amor, de una desgracia, de un mito. Por eso estos días, coincidiendo con los 100 años desde la primera aparición de Hércules Poirot en una novela de Agatha Christie, me he lanzado a la lectura de El misterioso caso de Styles, publicado en 1920, el primer libro de la saga del famoso detective belga. Y dejemos claro lo de su nacionalidad para ahorrarle el trabajo a Poirot de tener que desmentir, como hizo en muchas de sus novelas, el origen francés que se le atribuía. En El misterioso caso de Styles, Poirot es requerido por el capitán Hastings para la resolución del asesinato por envenenamiento de la señora Inglethorp. Poirot, claro, es en ese momento un completo desconocido en la sociedad inglesa, pero Hastings, amigo de la familia Inglethorp, conoce su brillante trayectoria en la policía belga. Poirot se halla precisamente en Styles (Essex) alojado junto a otros compatriotas belgas en una casa común como refugiado de guerra, pues su país ha sido ocupado por Alemania. Estamos en la I Guerra Mundial, a la que se alude tangencialmente en varias ocasiones (incluso uno de los personajes es detenido por espionaje). Styles es el lugar donde Poirot será enterrado cuando la autora lo haga morir, de un problema cardíaco, en su última novela, Telón, en 1975. El New York Times se hará eco de su muerte en el único obituario que el periódico ha dedicado jamás a un personaje de ficción.

La caracterización de Poirot ya preconfigura al personaje que lo haría popular. Hastings lo describe como de corta estatura, rostro ovalado, bigote estilizado, ojos verdes que brillan como esmeraldas cuando se le ilumina una idea y pulcramente vestido. Aparece también su obsesión por el orden, sus expresiones en francés, su exasperación ante sus propios errores y su porte altivo y orgulloso que le hace pronunciar su propio nombre de manera narcisista («Yo, Hércules Poirot…») y que tanto irritaría hasta a la propia Agatha Christie. También su extremada educación y su defensa romántica del amor, que sorprende entre todo el rigor metódico de su quehacer detectivesco, al que por otro lado siempre incorpora, más allá de las pistas objetivas, análisis psicológicos que resultan en muchas ocasiones más determinantes que las pistas mismas.

También aparecen en la novela otros personajes que serán asiduos en otras entregas, como el ya citado Hastings –el particular Watson de Poirot– o el inspector Japp. En lo estrictamente literario, El misterioso caso de Styles es un formidable puzle con cientos de piezas desperdigadas cuyo impresionante ensamblaje al final de la novela revela la portentosa imaginación de su autora, si bien es cierto que lo intrincado del rompecabezas obliga a la escritora a hacer encajes de bolillos con determinados detalles argumentales que, siendo verdaderamente posibles, rayan con la inverosimilitud.

Como ocurre con Drácula o Holmes, saturado el imaginario colectivo por la presencia de Poirot en películas y series de televisión (sin ir más lejos, pronto se estrenará una nueva versión de Muerte en el Nilo, dirigida por Kenneth Branagh) conviene acudir a los libros para descubrir facetas del detective olvidadas por el cine o, peor aún, manipuladas, que sorprenderán a más de uno y enriquecerán, cuando no enderezarán, algunas ideas preconcebidas. De lo contrario, también nosotros, como la señora Inglethorp, corremos el peligro de morir de envenenamiento


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