lunes, 30 de junio de 2025

693. Puy do Fou (ni fa)

 


Es incuestionable que el despliegue artístico y técnico del famoso parque francés Puy do Fou instalado en Toledo resulta absolutamente abrumador. Sin embargo, nuestra experiencia como visitantes ha menoscabado algunas expectativas que habíamos forjado, seguramente desde el yunque de la ingenuidad. La conclusión más evidente es que los diferentes espectáculos que ofrece el parque han apostado más por el colosalismo visual que por el pertrecho de un guion sólido y de calidad. Los libretistas se han limitado para pergeñar sus escenas históricas a componer un refrito tomado de aquí y de allá, en un batiburrillo que llega a su culmen más irrisorio cuando en el excelente montaje sobre el descubrimiento de América, una grabación sonora ameniza la larga cola de espera diciendo que «en un lugar de Andalucía de cuyo nombre no quiero acordarme vivía no ha mucho tiempo un marino de los de sueños de ultramar». El espectáculo sobre el Cid se nutre prácticamente de toda la tradición legendaria: atribuye el destierro de Rodrigo por parte de Alfonso VI a la inquina de éste tras la Jura de Santa Gadea; recupera el conflicto entre el Cid y el padre de doña Jimena, a quien aquel mata; y, por supuesto, reproduce la victoria del Campeador después de muerto en Valencia. Ni rastro de los hechos históricos reales y ni siquiera de los guiños literarios del Cantar de Mio Cid, de cuyo título toma el espectáculo su nombre en vano. Recuerda mucho a la moda de la épica tardía del siglo XV y al teatro áureo, donde la historicidad de las gestas quedaba reducida a la pura fantasía, demandada por un público más inclinado a la truculencia que a la veracidad.

En la función sobre Lope de Vega, el dramaturgo queda reducido a su papel de espadachín que lucha por recobrar la autoría de Fuenteovejuna supuestamente usurpada ¡por el Comendador! Con ese ardid argumental se propicia el verdadero objetivo del guionista: la acción desaforada centrada en los combates de esgrima y la comicidad focalizada en la fama de mujeriego del Fénix. Ninguna reivindicación de la obra de Lope ni la evocación sugestiva de los corrales de comedias.

Del mismo modo, la Guerra de la Independencia contra los franceses se centra en otra leyenda, la del tambor del Bruch, aunque su objetivo final es recrear la defensa de una ciudad española –supuestamente Madrid– a golpe de cañonazos y efectos especiales.

Más logrado, desde el punto de vista de la simbología argumental, es el espectáculo basado en la España visigoda, sobre todo en el episodio de la unificación religiosa auspiciada por Recaredo representada en una preciosa tramoya donde se erige la primera iglesia cristiana visigótica, que podría ser la de San Juan de Baños, aunque se parece a la de Santa María de Melque. Sin embargo, el conflicto entre el arrianismo y el cristianismo se centra en la rivalidad entre Hermenegildo y su hermano Recaredo, cuando en realidad, la rebelión del primero es contra su padre Leovigildo. En el happy ending se omite que Hermenegildo será asesinado en Tarragona por Sisberto.

En el debe del parque está también el de cierta desolación paisajística, acentuada antes del último espectáculo nocturno, cuando los diferentes espacios quedan totalmente abandonados y el visitante, a falta aún de dos horas para la cita, debe refugiarse en el arrabal, como otro pecio perdido de la Historia.

En definitiva, el prurito divulgador del que presume el parque queda en entredicho, sometido a la mera espectacularidad y a la tiranía de la pirotecnia visual, es decir, a la demanda facilona de un público elemental, impresionable y acrítico, que es el signo de los tiempos. La apuesta es legítima, pero entonces conviene retirar la impostura de su supuesto didactismo. Junto a la plasticidad de cada función, queda el consuelo del gran colofón de «El sueño de Toledo» y la exhibición ecuestre y de cetrería. Lo demás, ni fou ni fa.

lunes, 23 de junio de 2025

692. Imago

 


Ya la sugestiva ilustración de la cubierta, a cargo de Lucía Boiani, nos adelanta el carácter perturbador de los ocho relatos que conforman el nuevo libro de la escritora uruguaya Tamara Silva Bernaschina, publicado por Páginas de Espuma. También el título, Larvas, que remite al penúltimo cuento, parece querer trascender el marco del relato al que da nombre para convertir el libro entero –y con él a los lectores– en un reservorio donde se aloja una forma crónica del extrañamiento, también nosotros larvario de una literatura nueva que eclosiona al albur de un ecosistema de leyes impredecibles e inescrutables.

La narrativa de Tamara Silva se adscribe a esa tendencia fisiologicista que caracteriza hoy a un numeroso grupo de jóvenes escritoras latinoamericanas caracterizada por llevar aquel naturalismo decimonónico de Émile Zola a unas cotas tales de explicitud, que han colocado al cuerpo, a sus fluidos y entrañas, en un lugar preeminente en la relación con el propio yo y la autoconciencia. El cuerpo ha devenido la nueva alma. Pero Silva, además, imbrica ese aquelarre de la víscera con el entorno, más propiamente con la tierra, y estrecha su animalidad con la de los otros seres que cohabitan el espacio común hasta alcanzar inferencias simbólicas más o menos interpretables.

Un niño se deja crecer el pelo respetando una misteriosa promesa que tiene que ver con su padre muerto y su hermana secuestrada, y, clandestinamente, cría piojos que luego coloca en su cabello, quizás con la enternecedora aspiración de recibir la atención de su madre al despiojarlo; una mujer que carga con algún tipo de mochila emocional se recluye en Iruya, un pueblo de montaña argentino, en las lindes con Bolivia, donde conoce a Ignacia, con la que mantendrá una relación erótica que parece vinculada a ritos naturales y telúricos, donde la mística de la montaña –las Yungas– y la sanación de la tierra entroncan sugestivamente con el frontero pueblo indígena del Pucará de Titiconte; una niña sufre graves quemaduras al topar accidentalmente con una estufa cuando jugaba a la gallinita ciega con sus amigos: la culpa perseguirá a una de sus compañeras de juegos, representada en la presencia del perro de aquella; también el tema de la culpa aparece en el relato en el que unos empleados deben enterrar a una yegua muerta, pero ante lo trabajoso de la empresa, deciden sumergirla secretamente en el río: la reaparición de la yegua resucitada, hinchada por la muerte, parece castigar la alteración del orden natural, y la asunción de los personajes ante lo insólito del suceso acerca el relato a los postulados del realismo mágico; en «Agua quieta», una niña encuentra la paz en la sordera que le produce el agua en el oído, una suerte de mirarse peligrosamente hacia adentro; en el inquietante «Jauría», una mujer cuida en secreto de un perro asesino: el relato incomoda por la empatía que produce la falsa vulnerabilidad del mal, e impresiona por la diabólica ofrenda final; en «Larvas», una niña orina crías de mojarras tras haber jugado a colocar el pez madre entre sus piernas y haber llenado el cuenco de su barriga con agua donde había dejado reposar las larvas con que pescaban: de nuevo la alteración del orden natural de las cosas, en este caso la dislocación del hecho maternal, deviene en degeneración, pero, la vez, no puede dejar de soslayarse una especie de paganismo de la fertilidad muy interesante; finalmente, el libro se cierra con otro relato donde las leyes de un cerro maldito amenaza a la comunidad que buscaba la comunión con una Naturaleza que, lejos del ideario de los naturópatas, no siempre se muestra benevolente.

Con una imaginería sorprendente y un ritmo narrativo cautivador, Tamara Silva Bernaschina inocula sus larvas en los lectores y cunde en ellos la metamorfosis.

lunes, 9 de junio de 2025

691. Rubén Bleda, flâneur del desencanto

 


Con un poco de suerte, editores atentos y lealtad a su propuesta estilística, el camino literario de Rubén Bleda se antoja ciertamente interesante. Al menos, eso se infiere de su brillante debut literario, auspiciado por la editorial Sloper, cuyo título, Iba yo a ninguna parte, contradice –sin razón– el halagüeño vaticinio de marras: Rubén sí va a alguna parte, vaya que si va.

El libro, que contiene 44 textos escritos entre 2014 y 2021, queda vertebrado por una insobornable voluntad de estilo al servicio de una misma atmósfera, casi baudeleriana, con su poquito de spleen y su pizquita de flânerie. Nuestro interlocutor adolece de una incurable atonía vital que cobra carta de naturaleza a través de una cotidianidad trascendida por la mirada del escritor. Es ese tamiz el que diferencia al mero cronista de los días, del poeta. La melancolía y el corazón brumoso se alimentan del nihilismo de los domingos; de las estériles siestas de verano con su mundo varado; de otoños donde «la soledad se ha vuelto caediza y alfombra», soledad que tiende a «soledumbre»); de despertares sin objeto que anulan la voluntad de levantarse siquiera de la cama; de la única autonomía posible, la del suicidio.

Parte de esa lasitud responde al balance de las ilusiones truncadas, cuando las posibilidades han perdido ya su potencia y los sueños son solo ya, como mucho, aspiraciones; cuando se porfía vanamente en el enésimo intento a sabiendas de su correspondiente fracaso (precioso su «Bautismo de barro»); cuando la vida se reduce al mero adocenamiento para perpetuar los roles asignados; cuando las lista de las cosas por hacer, otrora mapa de un itinerario vital, es ahora solo un papel arrugado, difuso, perdido; cuando el soñador ha devenido en cínico; cuando el búho que accidentalmente se cuela por su ventana abierta resulta no ser Atenea ( o sí, pero qué quería).

El paso del tiempo, con obsesión gildebiedmana, hace sentirse al autor viejo a los treinta años y los pecios de la edad se hallan en la piel muerta que constituye el polvo de la casa o en la aduaz metáfora de una mala digestión. El asidero de los recuerdos tampoco sirve, pues la memoria es una falacia o un mero constructo artificioso donde cada cual busca, a retazos, su «verano rubio de tardes azules». Y, sin embargo, Bleda clava su pica en esa insatisfacción, abanderando con ella la tierra baldía de su desazón y convirtiéndola en una identidad, esa «forma anfibia de respiración» que consiste en vivir hacia afuera y hacia adentro a la vez; desafiando a los que se muestran seguros de sí mismos porque creen saber lo que quieren, cuando la verdadera aventura es no saberlo; resistiendo el crepúsculo, como se retrasa el ocaso en su hecatombe en el precioso «Autorretrato en sol ausente»; aferrándose a la promesa de los lunes laborales que «zurce[n] cicatrices para mis huecos clamorosos». Y, en último término, siempre quedan los amigos, un momento de plenitud en una carretera hacia el sur o la literatura, esa literatura que lucha contra la ramplonería y que esquiva, altanera, encastillada, umbraliana, a los críticos que la llaman «pedante»; la literatura que huye, irónica, de la gloria porque no hay espacio ya para tanta gloria.

No faltan textos críticos de naturaleza social, donde se denuncian los estragos de la turistificación; la precariedad laboral; el nuevo narcisismo; la despersonalización de las fiestas autóctonas; o reflexiones de corte ecologista. También hay lugar para el humor (siempre con su sonrisa de acíbar) o los textos lúdicos. El libro se completa, casi como un epílogo, con varios textos herederos del tiempo pandémico y algunas estampas de viajes.

Con hermosísima prosa, los textos de Bleda pueden leerse como auténticos poemas. Hay en ellos juegos de palabras, hallazgos metafóricos sorprendentes, bellas y sugestivas evocaciones. Jalonan las páginas ecos de Byron, Manrique, Sartre, Wincklemann, Cocteau, Adler, Gil de Biedma, Heidegger, Malraux, Rousseau, Umbral, Goethe, Wilde…), brújulas que orientan firme el paso para aquel que creía que no iba a ninguna parte. Y vaya si iba.