lunes, 30 de marzo de 2020

479. 'Massé' literario


El escritor José Avello nos dejó hace ya 5 años. En su haber, una producción literaria tan escasa como deslumbrante, capaz de convertir al autor asturiano en un clásico de culto sin necesidad de haber engrosado su quehacer creativo más allá de los dos únicos títulos que dio a la imprenta. En diciembre del año pasado recibí una carta de Milagros Gonzalvo, su mujer, acompañada de las dos novelas de Avello, Jugadores de billar y La subversión de Beti García, ambas recientemente rescatadas por la editorial Trea (antes habían sido publicadas por Alfaguara y Destino, respectivamente, con unánime entusiasmo por parte de la crítica, conformidad que hace aún más incomprensible el limitado recorrido editorial que sufrieron luego ambas obras). Milagros envió su carta pulcramente presentada, a ordenador, con fecha, membretes y firma. «Te envío las dos novelas de mi marido», rezaba uno de los renglones. Yo no pude más que recibir, conmovido, los dos libros con profundo respeto. «Te envío las dos novelas de mi marido». Habrá quien diga que todo esto no es importante en una reseña, si es que acaso esto es una reseña. Para mí sí es importante. Hay en la carta de Milagros una dulce obstinación en traer de vuelta a su marido conjurando su recuerdo a través de aquello que probablemente más le concernía. Nadie que no haya convivido con un escritor podrá entender la importancia casi ontológica de una obra propia. Hay en el gesto de Milagros una demostración de la prolongación de su amor que fue, para mí, al desembalar los sobres, una emocionante epifanía.
Leí Jugadores de billar, que debe su título a los cuatro protagonistas que se citan cada tarde para jugar en el Mercurio, un café ovetense. El billar representa, en las vidas desnortadas de sus protagonistas, la metáfora de sus existencias mecanizadas, a merced de la inercia de los días, pero también, en cada carambola, el asidero inequívoco de la lógica matemática, la certidumbre de la física, que les permite agarrarse a una seguridad objetiva cuando todo se tambalea. El eje argumental gira en torno al expolio al que el bando vencedor sometió a los vencidos durante la Guerra Civil. Aquellas malas artes volverán a salir a la luz más de medio siglo después involucrando a varios personajes en un thriller familiar tremendamente enjundioso. El marco narrativo, no obstante, se antoja muchas veces un pretexto para bucear por las simas de las almas de los protagonistas y sus miserias personales. De todos ellos, el mejor perfilado, por su impresionante hondura, es Álvaro Atienza, personaje atormentado por sus complejos físicos, que se enamorará enfermizamente de una estudiante de Artes con la que aspira, por derroteros psicológicos de extraordinaria sutileza, a redimirse. Atienza es heredero de una fábrica de loza situada dentro de los territorios usurpados. Por su parte, hallamos a Floro, escritor frustrado que vive parasitariamente de las rentas del negocio de su madre y que está enamorado desde niño de Adelina Valle sin atreverse nunca a declararle su amor. El tercer jugador es Manolo Arbeyo, periodista en cuyo poder obran documentos reveladores sobre el expolio y del que pretende sacar tajada. Completa el cuarteto la voz del narrador, que al final de la novela nos revela también su concurso en algunos de los avatares argumentales.
Mención aparte merece el estilo literario. José Avello escribe con una precisión quirúrgica que ennoblece el idioma hasta convertirlo en un massé literario. Todo ello dentro de una estructura perfectamente ensamblada. El estilo avanza con personalísima elegancia, segura, contundente en su autoafirmación, salpicada a veces de ironía y fino sentido del humor, sabiamente dosificado. Conforme uno avanza en la lectura de la novela, se da cuenta de que Avello ha echado el resto en su proyecto literario, que no ha dejado nada a la improvisación. El resultado es uno de esos libros con empaque, sólidos, perdurables, una obra maestra que, como tal, merecía una carta de amor.

lunes, 23 de marzo de 2020

478. El efecto Vallejo



Hallábame una tarde leyendo en el sofá, en uno de esos escorzos imposibles de triclinio que adopta el lector hedonista, cuando un pasaje del libro en cuestión acicateó mi curiosidad y quise aclarar una información acudiendo al teléfono móvil. El escorzo se complicó algo, pues ahora sujetaba el libro abierto, de considerable volumen, con una sola mano, mientras que con la otra navegaba con impericia de manco por el proceloso piélago digital. Y pasó lo que tenía que pasar, que el barco zozobró y el difícil funambulismo de libro y móvil se vino abajo. Así que, en décimas de segundo, tuve que decidir cuál de los dos objetos iba a tener que salvar del descalabro en el suelo del comedor. Apenas lo pensé, fue casi una reacción instintiva: el móvil cayó con estrépito sobre el piso, mientras el libro reposaba sobre mi pecho, como esas damas de las películas que el héroe acaba de salvar del precipicio. El libro era El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El móvil… ¿qué diantres importa el destino del móvil cuando uno está leyendo a Irene Vallejo?
La anécdota no es baladí. Yo la llamo «el efecto Vallejo». En El infinito en un junco se desprende tal amor por los libros, tal pasión por su historia de heroicidad y resistencia, que su lectura inocula en el lector ese mismo virus bibliofílico. ¿Cómo iba, pues, a dejarlo caer al suelo? El libro de Vallejo es una inagotable fuente de contento tanto para los amantes consumados como para los advenedizos. Con un lenguaje que evita premeditadamente la erudición sesuda para trasladarse, sin menoscabo alguno, al tono divulgativo (en ocasiones me pareció estar ante uno de esos estupendos ensayos históricos de Isaac Asimov), Vallejo traza la historia del libro desde la Antigüedad, preñando su épica gesta de un jugosísimo anecdotario, deliciosos hallazgos etimológicos y, sobre todo, jalonando la narración con toda esa nómina de indómitos paladines –muchos de ellos anónimos– que han escrito los grandes hitos de la odisea libresca. El ensayo, además, alterna su necesaria hilazón cronológica con saltos al presente, tendiendo un puente que rompe los vórtices del tiempo en una solución de continuidad que nos convierte en contemporáneos de egipcios, griegos y romanos. En esos remansos narrativos del presente, aparece la Vallejo más personal, la que legitima el carácter ensayístico de su obra tomando del género la esencia de su origen montaignesco, y entonces sus apreciaciones adoptan un tono lírico donde emerge la creadora, la novelista, la poeta. Y como los libros siempre llaman a otros libros, El infinito en un junco es también una sugestiva invitación a adentrarse en las muchas obras citadas entre sus páginas, una preciosa y entrañable antología de futuras lecturas que enhebrarán la sinapsis de ese maravilloso ejercicio de la intertextualidad.
Observo el teléfono móvil descoyuntado en el suelo, su batería de litio fuera del armazón, como el corazón de un despojo homérico. Su acceso a Internet, que me permitía viajar por el infinito de la red, se ha cerrado tras el golpe, como una puerta encasquillada en su marco. Por ahora, no me importa perder ese infinito. Porque el infinito está –siempre lo ha estado– en aquel primer junco.

lunes, 9 de marzo de 2020

477. 'Solitudes'



Las máscaras han estado íntimamente ligadas a la actividad teatral desde la antigüedad. Pensemos, por ejemplo, en el teatro griego en el que los actores iban ataviados con máscaras de color claro para personajes femeninos y oscuro para los masculinos, o en las saturnales y lupercales romanas. Este elemento siguió gozando de vigencia durante la Edad Media hasta llegar a ser  imprescindible en los personajes de la Commedia dell' Arte italiana, cuyas máscaras dejaron su indeleble huella en los carnales de Venecia. No olvidemos, tampoco, que el símbolo del teatro son dos máscaras que representan a Talía y Melpómene, musas de la comedia y de la tragedia respectivamente.
Si bien el teatro de máscaras fue sustituido por un teatro que dejara ver la expresividad del rostro de los actores, estas siguieron utilizándose dado su potencial escénico. Seguramente nos venga a la memoria el famoso baile de máscaras en el que se enamoraron Romeo y Julieta o los juegos de identidades y equívocos de algunas de nuestras comedias de enredo del Siglo de Oro.
Actualmente, se está produciendo un feliz renacimiento del teatro de máscaras puro, en el que la carga interpretativa recae en la expresión corporal de los actores y en su capacidad de infundir vida a unas hieráticas máscaras que se presentan ante el espectador como una simbiosis perfecta con el actor que las porta.
La compañía vasca Kulanka Teatro, creada en 2010, es uno de los referentes de este teatro de máscaras contemporáneo. Tras el éxito de André y Dorine, llevan varios años triunfando como Solitudes, obra que obtuvo el prestigioso premio Max al mejor espectáculo en 2018.
Solitudes es una bella y dolorosa reflexión sobre la soledad del ser humano. El protagonista, un entrañable anciano que ha enviudado, se ve condenado a la peor de las enfermedades: la soledad. Para su hijo y su nieta adolescente se convierte en un estorbo, en una obligación, en un lastre que trastoca sus vidas. Al dolor por la pérdida de su esposa –las reminiscencias a la película animada Up son inevitables- se une el sufrimiento de sentirse solo estando rodeado de sus familiares. ¿Hay mayor paradoja? La incomprensión y la falta de empatía son crueles zarpazos que dejan incurables heridas en el ánimo del anciano. Anhela una compañía, alguien que le dedique unos minutos y comparta con él su mayor afición: jugar a las cartas. Su desesperación es tal que una mosca se convertirá en su mejor y única compañía.
Se trata de una historia dura pero llena de poesía, con una fuerte carga de denuncia social pues no son pocos los mayores que viven esta "soledad acompañada", tremendo oxímoron. Asimismo, aparecen otro tipo de soledades, como la del hijo, un hombre estresado, fagocitado por las obligaciones del día a día; la de la nieta adicta al móvil y a la televisión, que actúa a golpe de los pitidos de su teléfono y que, por tanto, acaba aislándose también; o la de una inexperta y torpe prostituta que se ve obligada a adentrarse en ese oscuro mundo lleno también de soledad y maldad. ¿Será, quizás, que en la era más tecnológica, en la que las comunicaciones son inmediatas, el ser humano se encuentra cada vez más solo?
El éxito del espectáculo radica, sin duda, en el buen hacer de Iñaki Rikarte y de los tres actores –José Dault, Laura García Marín y Edu Cárcamo– que interpretan diferentes papeles con unas máscaras que parecen rostros vivos, capaces de transmitir emociones y sentimientos, y que realizan un excelente trabajo de expresión corporal gracias al cual actor y máscara son un solo ente. Nada desentona entre los cuerpos humanos y las enormes máscaras que portan.
Otro gran acierto es la música. Luis Miguel Cobo ha compuesto una sinfonía que encaja perfectamente con la historia y que nos regala bellos momentos coreografiados como las partidas de cartas entre el matrimonio de ancianos. No en vano, su autor recibió el premio Max a la mejor composición musical.
Esta historia está salpicada de hermosos momentos de humor que intensifican el carácter trágico de las acciones representadas. Risa y llanto, Talía y Melpómene unidas para golpear con fuerza el alma del espectador. Este mudo torrente de crítica, soledad, reflexión, poesía y humor inunda los ojos del espectador hasta convertirse en un piélago calmado, en un espacio para el pensamiento tranquilo y la toma de conciencia. Nunca antes el silencio había sido tan elocuente. Sobran las palabras.