lunes, 30 de diciembre de 2024

673. Nora sin portazo

 


La función había terminado y unos aplausos tibios, protocolarios, acompañaban al saludo de los actores. Varios adolescentes, que ocupaban la fila 2 del anfiteatro, se giraron y, haciendo gala de la espontaneidad propia de su edad, preguntaron, sobresaliendo su voz sobre el palmoteo desganado: “¿profe, y el portazo?” Y yo, que soy la “profe”; yo, que había ofrecido a mis alumnos de Literatura Universal la posibilidad de asistir al Teatro Principal para ver la representación de Casa de muñecas, obra que forma parte de nuestro temario; yo, que había leído la obra en clase con ellos; yo, que había disfrutado viendo cómo se repartían los personajes en cada sesión de lectura y cómo iba creciendo el interés en ellos por las peripecias de Nora; yo, que me sentía realizada en cada clase al ver las inteligentes aportaciones y las interpretaciones que iban haciendo a colación de las escenas que leíamos; yo, que compré almendras garrapiñadas para que las comieran en clase, conscientes de que estaban homenajeando a todas las Noras que viven prisioneras, sin poder realizarse plenamente como personas; yo, que les dije que el 21 de diciembre se cumplían 145 años desde que el drama de Ibsen se estrenó e insistí en lo mágico que era que ellos estuvieran viendo esa misma obra ese día;  yo, que aquella tarde acudí al teatro con nervios de felicidad en el estómago al pensar en esos jóvenes que dedicaban la tarde de un sábado de sus vacaciones navideñas a ir al teatro; yo me sentí profundamente frustrada porque esta adaptación de Eduardo Galán en la que Nora es una mujer del siglo XXI dejaba mucho que desear y empequeñecía sin lugar a dudas la original  Casa de muñecas del noruego Henrik Ibsen. Después, en el vestíbulo, mientras escuchaba sus impresiones, en mi cabeza se agolpaban imágenes de mí misma hablándoles en el instituto de lo maravilloso que es el teatro, de la experiencia total que supone leer la obra y verla representada en un teatro “de verdad” y… me sentí una impostora. Me hubiese gustado que su bautismo teatral hubiera sido con un espectáculo que les hubiera removido, que les hubiese dejado una huella indeleble en sus recuerdos y no una adaptación con un texto imperfecto y forzado en ocasiones, pues no todas las vivencias de una mujer del siglo XIX pueden ir en paralelo con las de una mujer del XXI, y con un elenco de actores al que le falta fuerza, con una interpretación floja. ¿Dónde estaba la rabia encolerizada de Helmer cuando descubre el fraude que ha cometido su esposa? ¿Y las palabras de Nora en las que justifica el título de la obra? ¿Y la dulzura y el miedo de Nora durante la mayoría de los actos? María León no tiene ninguno de estos registros, interpreta prácticamente igual todas las escenas (en las antípodas de Silvia Marsó, que en 2010 dio vida a Nora en un montaje que respetaba el original). ¿Y la conversación final del matrimonio en la que Nora se reivindica a sí misma y toma una determinación escandalosa para los espectadores decimonónicos? Encajar un clásico en los mimbres de nuestra época es una tardea arriesgada que no siempre llega a buen puerto. Hubiera sido preferible que el director, Lautaro Perotti, hubiese trabajado con un texto de nueva creación que tratase sobre la reivindicación femenina y no degradar a Ibsen a una amalgama de ideas rápidas, sin el desarrollo necesario, y con actores que empequeñecen todavía más el nuevo texto, sin credibilidad a ojos del espectador. La sinopsis con la que se promociona este espectáculo reza: “El portazo de Nora 150 años más tarde”, mas el portazo brilla por su ausencia. ¿Estamos ante una utilización del nombre de Ibsen para captar al público? Porque su esencia no está presente ni siquiera en ese final, símbolo del nacimiento de la independencia de la mujer. ¿Entonces, para qué emplear el nombre de Ibsen en vano? Autores, atrévanse a escribir sus propias obras si la adaptación no está a la altura del original, pues los clásicos ya tienen autoría conocida y no siempre necesitan ser revestidos de modernidad. Lo que precisan es amor por ellos, adaptaciones fieles a su esencia y a la época en la que fueron concebidos, pues para llegar al público -incluso el más joven- solo hace falta verdad, respeto, admiración y autenticidad en la interpretación. Las obras clásicas nos interpelan, con independencia de las coordenadas espacio-temporales en las que nacieron, por ello precisamente gozan del marbete “clásicas”. No hay nada más moderno que un clásico. Portazo al “todo vale” y larga vida al buen teatro.

Para mis alumnos Paulina, Anri, Lara, Martín, Elisa, Paula, Erika, Rubén, Sofía, Natalie y Julia, que me colman de felicidad en cada clase de Literatura.  

lunes, 23 de diciembre de 2024

672. Una Regenta sin sapo

 


Helena Pimenta, reconocida directora por, entre otros méritos, haber dirigido la CNTC de 2011 a 2019, ha asumido el reto de llevar  a las tablas el clásico inmortal de Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, de la mano de la versión de Eduardo Galán. Transformar una novela de la envergadura de La Regenta a un texto teatral no debe de ser tarea fácil, pues la labor de selección y de condensación de escenas exige un minucioso estudio del original que permita plasmar en el escenario el complejo mundo que Clarín retrató en sus páginas. Y he aquí el primer punto débil de esta adaptación. La trama avanza demasiado deprisa, es mucha la información que las figuras de los narradores van contando a los espectadores de modo que, casi sin evolución, el público se halla ante la lucha de egos entre don Fermín de Pas y el donjuán don Álvaro Mesía que tiene a Ana Ozores como objetivo. Es evidente que la duración temporal de una obra de teatro dista mucho de la extensión de las novelas de corte realista y quizás, por ello, sea inevitable este ejercicio de condensación argumental extrema.

Dicho aspecto va unido a la falta de profundidad psicológica de los personajes. La obra de Clarín permite al lector bucear por los intersticios más ocultos de la mente de los protagonistas y entender así el conflicto que los aflige: la insatisfacción vital de Ana, el deseo de control de don Fermín hacia su “hija espiritual” predilecta, etc. Si bien se vislumbran retazos de estas tribulaciones internas en la versión teatral, estos no son suficientes para despertar del todo la catarsis en el espectador, sobre todo para quienes no hayan leído la novela. Se hace difícil empatizar con unos personajes que sufren un conflicto representado de manera somera y sin la introspección adecuada.

Con todo, la adaptación es un espectáculo correcto en el que se percibe el respeto al original. Se respira el ambiente decimonónico también en el vestuario de los actores, lo que contrasta con el uso de proyecciones audiovisuales que podrían ser prescindibles. Una pared blanca que simula una casa, con puertas y ventanas que se abren y se cierran y unas cuantas sillas y mesas constituyen todo el decorado. La puesta en escena nos regala algunos hallazgos interesantes como cuando Ana va repartiendo rosas a un lado y a otro del escenario como símbolo de la oscilación de su tendencia entre don Álvaro y don Fermín. Sin embargo, se ha omitido el “beso de sapo” con el que concluye la novela, un momento icónico, que ha pasado a los anales de la memoria literaria y que muchos espectadores esperaban.

En general, el trabajo interpretativo de los actores es adecuado. Destaca la actriz Pepa Pedroche en su papel de madre de don Fermín, quien encarna con solvencia la preocupación por el futuro de su hijo, por las habladurías que circulan por Vetusta en torno a la relación entre el canónigo de la catedral y Ana. Asimismo, Joaquín Notario da vida a un don Víctor Quintanar despreocupado, incapaz de satisfacer las necesidades de su esposa, de un modo bastante fiel al original. Álex Gadea interpreta a un don Fermín correcto, pero no brillante, pues la sombra de Carmelo Gómez es alargada. Ana Ruiz destaca por la dulzura de su voz, mas adolece de verosimilitud en algunas ocasiones, como en la escena final en la que Ana Ozores vive presa de la culpabilidad por la muerte de don Víctor y por el rechazo y el desprecio al que es sometida cuando toda Vetusta le da la espalda. Es una mujer destrozada que en la representación teatral no lo parece.

Por todo ello, se puede afirmar que esta nueva Regenta es un espectáculo aceptable, un buen acercamiento a la obra para quienes no la hayan leído, pero resulta insatisfactoria para quienes busquen a los auténticos Ana y don Fermín. Quizás no todas las novelas sean adaptables al teatro, tal vez para conocer el universo de Vetusta haya que releer a Clarín, perderse por sus páginas, dejarse mecer por sus descripciones, sumergirse en los monólogos interiores que nos permiten conocer la mente de sus personajes como si fuera la nuestra. Volver a La Regenta en el género en el que nació: la novela. Leerla. No hay mejor homenaje.

lunes, 16 de diciembre de 2024

671. #43.9051772-69.9706006#



Angus White, uno de los personajes más inolvidables de Minimosca (Candaya), debe seguir las coordenadas que figuran en un papel en el interior de su bolsillo para cerrar el círculo de unas de las innumerables historias que convergen en esta suerte de supranovela con la que Gustavo Faverón Patriau lleva al límite las posibilidades del género con descomunal magisterio. En realidad, toda la novela es una gigantesca coordenada literaria donde el lector –su caminante– debe estar atento a las voces narrativas, a los géneros discursivos y al perspectivismo de reminiscencias cubistas con las que el autor peruano va armando su universo. Pero Faverón deja sus migas de pan y las últimas doscientas páginas del libro resultan apasionantes cuando se van ensamblando los frentes abiertos, algunos de ellos con sorpresas absolutamente sobrecogedoras. La estructura es, pues, un personaje más de la novela que trasciende el juego literario para representar la extrañeza y desorientación de sus protagonistas ante un mundo hostil donde la violencia se ha enseñoreado de su cotidianidad. Es aquel «laberinto de errores» del que hablaba Pleberio en su famoso planto en La Celestina. Del mismo modo, la asunción natural de los personajes ante hechos insólitos o paranormales que van motejando la narración redundan en esa visión extrañada de la vida que entronca, siempre a su manera, con el surrealismo y el realismo mágico. Así, las moscas con rostros de músicos barrocos; el personaje al que se le aparece el urinario de Duchamp cuando desea orinar; o los combates de boxeo que gana Arturo Valladares recitándoles al oído a sus contrincantes versos de Vallejo.

Con todo, el tema principal de la novela es la violencia, especialmente la violencia de los padres hacia sus hijos, aunque Faverón traza también una panorámica del mundo contemporáneo donde se destacan, solo como telón de fondo, algunos de los conflictos con que ha tenido que lidiar la humanidad durante la última centuria. Sus personajes principales, provistos de una fragilidad conmovedora, son seres frágiles y desnortados y, en la búsqueda de sí mismos para la redención de su angustia o de su dolor heredado adoptan a veces duplicidades identitarias, otro de los grandes instrumentos recurrentes del libro. En esa misma línea operan los abundantes apócrifos, de influencia borgiana, que juegan con las vidas de celebridades como Duchamp, Stephen King o el Che Guevara. Entre estos apócrifos destaca antonomásicamente Matilde Urbach, personaje creado por Borges a quien Juan Bonilla dio en su día carta de naturaleza, lo que demuestra que todo lo que reside en literatura, sea ficción o no, existe porque existe en la literatura. Son también importantes los personajes secundarios, muchos de ellos ciegos, que parecen asumir alguna suerte de función oracular.

Minimosca es, también, un compendio gozoso de arte, literatura y metaliteratura. Especial relevancia tienen la presencia de la poesía de Vallejo o el cine de Andonov, no como meras referencias culturalistas sino como elementos nucleares en la construcción de la trama.

Finalmente, el humor ejerce su contrapeso entre las vidas desgraciadas de los personajes y crean necesarios anticlímax mediante el uso de juegos de palabras, divertidas situaciones absurdas o críticas aceradas e irónicas.

Es imposible compendiar el valor de Minimosca en la escueta columna de un periódico. Su inagotabilidad daría para un estudio profundo que –estoy seguro– verterá sobre el mundo académico todo un entusiasta reguero ensayístico. Baste ahora decir que Faverón es ya un clásico de la literatura en español y que la portentosa Minimosca constituye una experiencia lectora difícil de olvidar.

domingo, 24 de noviembre de 2024

670. Como vale Valle



Si buscan ustedes en Youtube el vídeo titulado «El orador», de Ramón Gómez de la Serna, hallarán la escena preliminar con la que se inicia la adaptación para las tablas de Don Ramón María del Valle-Inclán, basada en la biografía muy sui generis que escribió el autor de las greguerías sobre la vida y obra del inmortal gallego. El montaje, dirigido por Xavier Albertí y protagonizado por Pedro Casablanc, es un precioso homenaje no solo al creador del esperpento sino también al propio Gómez de la Serna que es, a la postre, el personaje encarnado por un inmenso Casablanc, quien probablemente haya interpretado el papel más importante y perfecto de su carrera actoral.

Uno de los logros del espectáculo es la cuidadosa criba que se ha operado sobre el texto original de Gómez de la Serna. Decía Valle-Inclán que existían tres formas de escribir: de rodillas, como Homero, que se limitó a adorar a sus héroes; de pie, como Shakespeare, que puso a los hombres y sus tribulaciones frente a él; y en el aire, como Cervantes, que idealizaba a sus personajes dejándolos colgados de lo aéreo. Siguiendo esta teoría, la biografía de Gómez de la Serna está escrita de rodillas, pues el tono apologético con que el escritor madrileño realiza la semblanza de Valle alcanza cotas de hiperbólica lauda, rayana, tal vez, con lo indigesto. Lo que no es reprobable en alguien que admiró tanto al autor de Luces de bohemia, pero que puede llegar a abrumar la paciencia del lector. Xavier Albertí filtra los pasajes de esa biografía, rescatando aquellos que por su carácter humorístico o por la verdad de sus reflexiones artísticas, filosóficas o metafísicas, resultan apropiados para los 75 minutos del espectáculo.

A Casablanc le acompaña al piano Mario Molina, cuyas piezas conducen musicalmente los parlamentos del actor. A veces resulta enojoso el solapamiento de piano y voz, sobre todo en aquellos pasajes donde hubiéramos preferido la palabra desnuda; en otras, en cambio, ambos se ensamblan perfectamente para los momentos más jocosos de la obra, como aquel en que Casablanc interpreta La Tarántula, de la zarzuela La tempranica, que sirve, junto al profuso anecdotario de la vida de Valle, para recrear el ambiente de las primeras décadas del siglo XX.

Los textos de Gómez de la Serna recogen muchos sucesos de la vida de Valle que la mitomanía y el propio Valle se encargaron de hacer pasar por ciertas, aunque no todas lo fueron. En el montaje se amalgaman las reales, las ficticias y las no probadas, como su obsesión contra Echegaray; la pérdida de la mano en la trifulca con Manuel Bueno; su viaje a México propiciado simplemente por la “X” del topónimo; los actos pendencieros en el marco de la bohemia; su resistencia bravucona contra la autoridad; la reivindicación de su rancio abolengo; o la anécdota de su entierro, cuando un joven se abalanzó sobre el féretro para arrancarle la cruz, lo que le valdría su fusilamiento recién empezada la guerra civil. Pero también hay cabida para sus reflexiones literarias: «La suprema belleza de las palabras sólo se revela, perdido el significado con que nacen, en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana, por la virtud del tono, vuelve a infundirles toda su ideología».

Usado casi como lema de blasón, Valle dejó dichas aquellas famosas palabras que rezan así: «el que más vale no vale tanto como vale Valle». El montaje de Xavier Albertí y la portentosa actuación de Casablanc desmienten el lema. Al menos, en lo suyo, valen tanto, como vale Valle.


lunes, 18 de noviembre de 2024

669. La involución de Eliza Doolittle

 


La nueva propuesta del dramaturgo y director Ernesto Caballero es una interesante reflexión sobre la relación que existe entre el dominio de la lengua y su encaje en la sociedad. Sustentada en mimbres cómicos, La gramática nos presenta la “tragedia” de una limpiadora de la RAE que, tras ser golpeada en la cabeza por varios manuales de gramática mientras “limpiaba, fijaba y daba esplendor”, desarrolla un insólito don: se convierte en una experta en todas las disciplinas lingüísticas. Abrumada por el impacto que su nueva capacidad está generando en su vida –ha perdido su trabajo, sus amistades le han dado de lado y su propia familia no la reconoce ya–, pues una ira correctora se ha enseñoreado de su ser –los anacolutos y los errores ortográficos, fonéticos o de concordancia la enervan profundamente–, decide someterse a un proceso de desprogramación lingüística guiada por un neurocientífico que la devolverá a su estado original. Durante el tratamiento, será sometida a pruebas que la harán enfrentarse a esos errores que son inadmisibles para ella a la vez que revivirá momentos de su vida en los que ella misma cometía dichas incorrecciones. Resulta especialmente interesante el proceso mediante el cual el doctor borra de su memoria el caudal de lecturas de autores clásicos.

 La protagonista sufre una lucha interior entre la incapacidad para controlar su afán perfeccionador (dirá de ella misma que es una máquina correctora antropomórfica) y su anhelo de volver a su antiguo ser, aquel que desconocía la normativa y que era más feliz porque no tenía la capacidad ni el vocabulario para poder analizar y verbalizar sus pensamientos y preocupaciones, lo que abre otra veta temática: la ignorancia como felicidad, tal y como la planteó en su día el poeta Thomas Gray. Desde su transformación, tiene que soportar que la llamen pedante, elitista y otras etiquetas que refuerzan su expulsión del ámbito social. En la alternancia entre estos episodios de defensa a ultranza del uso impoluto de la lengua y otros en los que comete errores sin filtro, se halla la vis cómica de la obra, pero también la veta crítica que brilla en la excelente interpretación de María Adánez, quien señala sin tapujos a los culpables de la degradación que sufre nuestra lengua.

El argumento de La gramática es el reverso del Pigmalión de Bernard Shaw, pues el neurocientífico, interpretado por José Troncoso, busca la involución de la protagonista, devolverla casi a un estado primitivo del uso de la lengua para encajar de nuevo en una sociedad que, lejos de valorar la corrección idiomática, la considera una anomalía en las relaciones interpersonales. Para formar parte del entramado social, es la mediocridad lingüística la llave de acceso.

Con una puesta en escena sencilla, sin apenas ornamentos, salvo unas bombillas que cuelgan del techo y de una tarima con el objeto simbólico de jugar con el apagón de la luz de la Ilustración, La gramática constituye un grito ahogado ante la delicada situación de desamparo que sufre nuestra lengua por parte de los hablantes, pero también por parte de las instituciones y de los medios de comunicación y, por extensión, es una crítica al desprestigio del conocimiento, a la pusilanimidad mental ante cualquier reto intelectual y a la cultura de la mediocridad (valga el oxímoron), que empobrece nuestra sociedad de analfabetos funcionales.

lunes, 11 de noviembre de 2024

668. La conjura de los ausentes

 


Aunque de memoria, parafraseo ahora una de las sentencias recurrentes del nuevo libro de Paco Cerdà: la guerra no es el final. Para muchos, ese final es el principio de otra guerra. Así que, recogiendo esa máxima, empiezo el libro de Paco por su coda. Veintisiete páginas donde el escritor valenciano resume su impresionante trabajo de documentación, algunas de cuyas fuentes, de gran extensión, quizás se traduzcan luego en una pequeña frase de la que el lector apenas sospechará la descomunal inversión de horas y esfuerzo que la ha propiciado. Y, sin embargo (o por eso mismo) el libro nunca encalla en la profusión historicista y fluye amparado por el magisterio estilístico de su autor, auténtica orfebrería lingüística al servicio de la literatura.

Presentes (Alfaguara) narra el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial, en uno de los capítulos más sorprendentes de nuestra historia reciente caracterizado por la espectacularidad de su despliegue, verdadero ejercicio de barroquismo épico-litúrgico para mayor gloria del fascismo español. Cerdà mimetiza su prosa con la solemnidad del traslado, lo que otorga a las páginas una especial cadencia rítmica, elegíaca, fúnebre, tan a propósito para el compás procesional de las escenas, y una vampirización de toda la retórica franquista, con su vocabulario grandilocuente y pomposo que, más que prestarse a la parodia, parece aspirar a recrear literariamente aquella atmósfera ceremoniosa. La preocupación estilística es tal, que el propio autor reconoció durante su presentación en Alicante que llegó a contar las sílabas de cada palabra para ese encaje rítmico.

Asimismo, me ha parecido inteligente la falta de ensañamiento fácil para con Primo de Rivera. En su noble afán de evitar todo maniqueísmo, Cerdà retrata la figura de José Antonio con las contradicciones que el personaje, como antes su padre, había mostrado en vida: su voluntad regeneracionista; la sensación que siempre le acompañó de que no se había entendido su programa; la instrumentalización hipócrita de la que el franquismo sacó partido;  pero, a la vez, el incurrimiento en la defensa de las pistolas si estas fueran necesarias. Hay un intento de entender al hombre y no tanto al político fracasado, con sus claroscuros y matices, lo que no obsta para que, obviamente, se infiera un posicionamiento claro respecto a su rechazo.

Junto a los capítulos dedicados al luctuoso traslado, Cerdà intercala otros episodios que recogen las vicisitudes tanto de personajes conocidos como de personas anónimas que vivieron la contienda o la inmediata posguerra. Esta atención a los invisibles de la Historia rescata del olvido a aquellos que forman parte de la crónica pequeña, aquella «intrahistoria» con que Unamuno acuñó las vivencias de la masa ignota más allá de los grandes nombres y que, en realidad, conforma la verdadera esencia de los pueblos. Casos ominosos, tristes o paradójicos, como aquel en el que se relata la devoción lectora de la hija de Franco por los libros infantiles de Elena Fortún, mientras ésta vivía el trance del exilio.

Llama también la atención el precioso ejercicio de intertextualidad del que hace gala Cerdà. Imbricados en la lírica de la prosa, se oyen ecos de los versos de Lorca, de Miguel Hernández, de Machado o de Estellés que parecen tocar a rebato frente a las campanas lúgubres de los fastos franquistas y que parecen querer alertarnos de nuestra actualidad.

Presentes consolida a Paco Cerdà como el esteta comprometido, cuyo estilo exquisito embelesa por su belleza pero que, a la vez, golpea con su aldabonazo poético a la puerta del corazón herido de la memoria.

lunes, 4 de noviembre de 2024

667. Padre no hay más que dos

 


La compañía teatral Barco Pirata anda de gira por España con la versión para las tablas de La madre, el segundo trabajo de la trilogía familiar creada por Florian Zeller, y que se completa con El padre y El hijo. Para este espectáculo, su director, Juan Carlos Fisher, cuenta en su elenco con la notabilísima actuación de Aitana Sánchez Gijón que, como se sabe, recibirá el Goya de Honor en la edición de estos premios que se fallarán en febrero del año próximo.

El principal problema del que adolece La madre es justamente aquello por lo que Zeller recibió el unánime reconocimiento de público y crítica con El padre, es decir, la asunción por parte del espectador de la experiencia en primera persona de la demencia de su principal protagonista. Efectivamente, en El padre el público hace suyo el desconcierto de un enfermo de alzhéimer y lo vive con la misma desorientación que el propio personaje, lo que permite experimentar en carne propia el terrible trance de la desmemoria. Resulta inolvidable la interpretación de Anthony Hopkins en la oscarizada adaptación cinematográfica de la obra del dramaturgo parisino. Sin embargo, si en aquel montaje resultaba pertinente el asunto de esa devastadora enfermedad mental, no parece que el molde sea igual de eficaz en La madre. En primer lugar, porque abonarse a la misma fórmula que funcionó en su día no deja de ser una acomodaticia sobreexplotación del hallazgo, que impide la sorpresa del espectador, pues hasta el final es el mismo; en segundo lugar, porque la demencia de Ana no responde a un deterioro cognitivo propiciado por la vejez, sino a la frustración personal de su vida abnegada, al servicio siempre del marido y de los hijos y a la sensación de estafa, emociones que, si bien pueden justificar una depresión, no parece que puedan llevar a la locura más absoluta, como es el caso. Bastaba con bucear por el desencanto de esa mujer, entregada a los cuidados familiares que, de repente, sobre todo a partir de la emancipación de su hijo, sufre el síndrome del nido vacío y, con él, la pérdida de su función en el mundo. Dedicada en exclusividad a ese rol de madre tradicional, Ana no ha cultivado ninguna afición, se ha alejado de sus amistades, probablemente ha renunciado a sus estudios o a su trabajo, y todo para qué, para perder demasiado pronto a su hijo independiente, que apenas se acuerda de ella, y para convivir con un marido que ahora se revela como un mero compañero de piso, sobre el que cae, además, la sospecha de adulterio –oh, sorpresa–  con ¡su secretaria! Aunque podamos conceder que existan hoy mujeres en esa tesitura emocional, el de Ana no parece constituir un muestrario demasiado significativo de nuestra sociedad actual respecto a las mujeres que se hallan ahora en su madurez vital. Y aunque la improbable estadística amparase esas situaciones, que ciertamente existen en algunos casos, parecen exagerados sus abismos.

Con todo, la actuación de Aitana Sánchez Gijón es estupenda. Los registros que alternan vulnerabilidad e ira están muy bien compensados, así como la paulatina torpeza de Ana, reflejada, por ejemplo, en los desmañados giros que la actriz realiza para mostrar su vestido rojo de vuelo, en una de las escenas más desoladoras de la obra. También interpreta muy bien los celos respecto a la nuera, vista como usurpadora de su cariño materno, y su inconsolable soledad.

En definitiva, La madre produce el rédito de una buena noche de teatro merced al gran trabajo de su elenco, pero a Zeller, como a sus personajes, habría que ponerle sobre aviso acerca de su propia amnesia creativa. Porque nosotros esto ya lo habíamos visto antes.

 

lunes, 28 de octubre de 2024

666. Árida, distrito de Comala



 

Existen libros que solamente pueden escribirse en una suerte de estado de gracia. La última novela de Antonio Tocornal es uno de ellos. No es que quiera rescatar ahora el viejo mito romántico de la escritura en trance al dictado de las musas, no: en la prosa del autor gaditano hay, ante todo, mucho talento, mucho trabajo y un admirable ejercicio de orfebrería lingüística. Pero es verdad que, para escribir un libro como este, el escritor debe vivir en un especial estado de disposición espiritual.

Árida, publicada por Ediciones Traspiés y galardonada con el I Premio Internacional de Novela Corta Francisco Ayala, engrosa la excelsa nómina de títulos premiados con los que Tocornal viene deleitándonos desde 2018. Alejado de los circuitos comerciales, Tocornal se ha granjeado una legión de lectores incondicionales que lo han convertido en figura de culto, sobre todo desde la aparición en 2020 de Bajamares, cuya forma y fondo entroncan con la novela que hoy nos ocupa.

Tal vez lo menos importante de Árida sea la trama argumental. Se trata, más bien, de una novela de atmósfera. Efectivamente, el destino de sus personajes es desvelado desde la misma contraportada: todos ellos están muertos y se dirigen a Árida, un territorio a medio camino entre la vida y la muerte, custodiado por su única habitante, La Guardesa, encargada de recibir al luctuoso peregrino. Todos ellos, hasta un total de cinco, cargan con algún tipo de mochila experiencial, que es quizás el único atisbo argumental de la novela. Durante el camino, como diría Lorca, los peregrinos van acostumbrándose a su muerte, hasta tomar conciencia de ella, en una transición plácida y serena. Ninguno de ellos tiene nombre, y el autor nos los da a conocer a través de la antonomasia. Así, además, de La Guardesa, están El Caminante del Reloj de Arena, El Arriero, El Soldado, La Niña del Calero y La Fugitiva, como si fueran figuras de una especie de tarot literario y sus pensamientos, la cartomancia de un futuro ya decidido. La ausencia de nombres, por otro lado, constituye un sugestivo trasunto de la pérdida de la individualidad (mero accidente) ante la universalidad de la muerte.

Árida se incorpora de este modo a todo ese repertorio clásico de territorios míticos, como Macondo, Santa María o Yoknapatawpha, aunque la verdadera deuda del libro se haya contraído con la Comala de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Esta ascendencia literaria no es ocultada por el autor, que reconoce su influencia en las citas iniciales de la novela.

Los primeros lectores de Árida han intentado ofrecer algunas interpretaciones sobre este espacio onírico. Concebida primero como una aldea próspera, acaba por convertirse en un secarral sin vida donde hasta los pájaros desaparecen. Ello ha dado lugar a exégesis simbólicas que van desde la alerta sobre el cambio climático, pasando por la denuncia al fenómeno del caciquismo, hasta llegar al asunto de la despoblación rural. Todas esas lecturas, aunque legítimas, no estuvieron nunca en la intención de Tocornal, como se encargó él mismo de recordarnos durante su presentación en Alicante.

El estilo envolvente de la prosa, sus figuras recurrentes, el ritmo, cercano a la letanía gracias al frecuente uso del polisíndeton, y ciertas notas de surrealismo otorgan una solemnidad procesional, muy a propósito para el tono fúnebre del libro. La precisión léxica, el lirismo cruel, la crudeza naturalista y la profunda humanidad con que Tocornal aborda la vulnerabilidad de sus personajes, completan este espejo barroco, tras cuyo azogue nos sentimos interpelados, pues todos, desde el momento de nacer, emprendimos nuestro inevitable viaje a Árida.

lunes, 14 de octubre de 2024

665. Quien ama siempre recela

 



Hace unos meses, los amantes de la Literatura recibimos la feliz noticia del descubrimiento de una obra inédita de Lope de Vega gracias a la admirable investigación de Álvaro Cuéllar y Germán Vega, quienes trabajaron sobre un manuscrito anónimo de finales del siglo XVII, que se conservaba en la Biblioteca Nacional, haciendo uso de la inteligencia artificial. La francesa Laura ya luce en las estanterías de librerías y bibliotecas gracias a la editorial Gredos, con una impecable edición de ambos estudiosos en la que explican y justifican los argumentos filológicos que legitiman al gran Lope como padre de esta comedia.  El nacimiento en papel urge la necesidad del bautismo, de la presentación en sociedad de esta apasionante obra. Marta Poveda ha sido la encargada de amadrinarla y de infundir vida a estos personajes. La actriz, conocidísima por sus múltiples interpretaciones en espectáculos de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y ahora directora, sortea con solvencia el vértigo de llevar a escena por primera vez esta comedia palatina de acción inventada que acaba siendo un drama de honor.

La obra gira en torno a los deseos irrefrenables del Delfín de Francia de conseguir a la protagonista, la francesa Laura, quien está casada con el conde Arnaldo. Para lograr saciar su lujuriosa sed, el Delfín obliga a Arnaldo a viajar a Londres con el pretexto de concertar el matrimonio del príncipe francés con la infanta de Inglaterra, afianzando así la paz que ambos países acaban de sellar. A partir de este momento, Laura se erige en símbolo del amor fiel e inquebrantable a su esposo, pero los equívocos se suceden: falsas cartas, viajes de incógnito para confirmar oscuras sospechas, celos, máscaras, deseos de venganza, acciones incontroladas por la acción irrefrenable del deseo, posibles envenenamientos… Todos los elementos típicamente lopescos contribuyen a una acción vertiginosa, con giros inesperados y con un final esperadamente feliz, si bien cuestionable para los ojos de los espectadores del siglo XXI.

Poveda ha declarado en múltiples ocasiones su debilidad por Lope de Vega, por la vida y la intensidad que emanan de sus obras, por la humanidad que desprenden sus personajes con alma, por la manera de tratar temas tan universales como el amor, los celos, la justicia o la venganza. Esta multiplicidad de aristas y la belleza de los versos de Lope relucen en boca del elenco de actores que nos regalan un trabajo perfecto. No es baladí su vinculación con la Fundación Siglo de Oro. El verso, en sus labios, cobra alada forma sonora, escucharlos y deleitarse con el ritmo y la cadencia es inevitable.

La puesta en escena es sencilla, sin recargamientos. Poveda ha querido potenciar la importancia de la palabra, de la acción sin artificios para incidir en la exploración del amor y de todo el abanico de sentimientos que surgen en torno a él, subrayando así la fragilidad de los personajes y su evolución hacia comportamientos ennoblecedores o actitudes miserables. El espacio escénico simula el Corral de Comedias de Almagro, cuna del teatro del Siglo de Oro. El vestuario es de una sencillez elegante, con tonos pastel que contribuyen a la percepción armónica de la pieza. Nada chirría. Todo resuena a respeto por el original, a veneración a los versos de Lope; lo cual no impide concesiones más actuales como la recurrente melodía de Blue Moon que cantan los actores unas veces, que entonan instrumentos de cuerda como el violín en otras ocasiones; así como los movimientos de danza al inicio de la obra y en algunos momentos de transición.

La francesa Laura recalará en nuestro Teatro Principal el próximo 19 de octubre. No se pierdan la ocasión de celebrar el nacimiento inesperado de esta obra. Seguramente, cuando finalice el espectáculo, no tendrán reparo en decir que sí, que esta francesa ¡es de Lope!

lunes, 7 de octubre de 2024

664. Bascuñana desmiente a Kavafis

 


Ramón Bascuñana ha obtenido el X Premio de Poesía Juana Castro por su último libro de poemas, La trama de los días (Renacimiento), título inspirado en unos versos de Ángel González. El poemario es, ante todo, un ejercicio de evocaciones literarias, a modo de estampas, cuyos destinatarios son algunos de los poetas o figuras históricas con los que la sensibilidad y estética de Bascuñana emparentan por uno u otro motivo. Así, el retrato de Zenobia Camprubí en vísperas de su muerte, le sirve al poeta para reflexionar sobre el sustento del pasado y la memoria, temas caros al escritor alicantino. En su «Díptico de San Petersburgo», se recrea el intento de asesinato de Andrei Biely por parte de su amante y el amor ambiguo de aquel hacia Liubov Dimitrovna, lo que permite esbozar los designios contradictorios del amor. Un artículo de Luis Antonio de Villena sobre Pablo García Baena inspira a Bascuñana para abordar el tema de la verdad literaria frente a la impostura; y las meditaciones de Cioran desde una buhardilla parisina entroncan bien con el desencanto existencialista que caracteriza la trayectoria literaria de nuestro poeta. Otras remembranzas, como la de Antonio Machado a orillas del Duero, la del poeta ante la tumba de Keats o la de Kavafis en los antros nocturnos del fracaso completan el sugestivo panteón sentimental. No falta tampoco la elegía, tomando el soneto como sujeción métrica de las emociones en el planto dedicado a Julio Aumente.

El otro gran tema del libro es el del viaje. Pero lejos de limitarse a una crónica de los lugares visitados, Bascuñana pretende usarlo como metáfora de otros asuntos de mayor calado. Así, el dedo que recorre las calles de un mapa durante los preparativos de un viaje le hace pensar al poeta que también nosotros somos la incierta topografía del sueño de un dios desconocido. El tópico del homo viator se desprende de su formulación clásica para limitarse al mero ejercicio del viaje, válido per se, en una suerte de rechazo al sueño falaz de la trascendencia o de la anagnórisis cristiana, porque «un no vuelve nunca a donde nunca estuvo»: Bascuñana desmiente a Kavafis, nunca hubo una Ítaca a la que regresar. Una ciudad fría es trasunto de la muerte; un viaje a la ciudad donde se celebran unas jornadas poéticas se convierte en un lugar seguro; Trieste es otra Trieste sin la persona amada; en Venecia, los gondoleros han devenido en Caronte; la célebre melancolía lisboeta es, quizás, un constructo meramente literario; y el viaje interior –las carreteras secundarias del alma–, pese al deseo del poeta de querer abandonar la estéril ruta de la poesía, acaban siendo el itinerario inevitable y comanche de quien busca alguna manera de salvarse: es el sino del eremita ante su escritorio; Berlín le descubre el busto de Nefertiti, que solo había visto en los manuales del colegio, y su reencuentro le transporta a la infancia. Otras veces, el viaje se considera una huida vana hacia delante, porque la muerte siempre está al acecho. El símbolo del puente, trasunto de la vida mediada, permite al poeta hacer balance del fracaso; y el poema «Vagabundo» se erige como una especie de reverso del autorretrato machadiano donde la propia vindicación es la de, apostándolo todo, ganar solo alguna vez.

Con un estilo envolvente, La trama de los días hila su hilván de seda raída y con sus jirones viste al poeta vulnerable, casi desnudo, para salvarlo de la intemperie que es siempre la vida.

lunes, 30 de septiembre de 2024

663. Otoño sin sonata

 


Ha llegado el otoño y ha sido como si nada. En esta ciudad donde las estaciones se suceden sin grandes conmociones meteorológicas, el otoño es solo una coda del verano. Hace ya mucho tiempo que fuimos desterrados de su regazo de hojas secas y cielos plomizos. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza con fagocitarnos a todos en su luz cegadora.

Así las cosas, he tenido que buscar el otoño en la literatura, y Valle-Inclán ha vuelto a abrirme las puertas del Palacio de Brandeso para revivir el amor postrero del marqués de Bradomín y la pobre Concha. La Sonata de otoño es, tal vez, la más sugestiva de las cuatro que escribiera Valle. No es solo ya la recreación melancólica de la otoñada gallega y su atmósfera languideciente. Es que, además, se funden en este libro de prosa preciosista aquellos elementos tan perturbadores que tanto gustaron de gastar los autores decadentistas. La mezcla de erotismo y enfermedad, de misticismo y herejía, de moralidad y adulterio, de amor honesto y donjuanismo frívolo y arrogante, de superstición y atavismo, de lujo aristocrático trasnochado, todo ello, junto, ofrece un cuadro casi estático (y extático) en cuyas sinuosidades el lector se mueve, mecido por la belleza de unas evocaciones que tienen algo de fantasía onírica o bruma de irrealidad.

El argumento es bien conocido: Xavier, el marqués de Bradomín se entera de la grave enfermedad de su prima Concha, otrora amante, y se acerca al Palacio de Brandeso para pasar con ella sus últimos días. Concha reúne todos los rasgos de la heroína romántica: su belleza quintaesenciada por la enfermedad; su amor apasionado pero contradictorio; y una religiosidad en pugna con el deseo.

Otros personajes memorables desfilan por sus páginas, como Florisel, el solícito paje de doce años que amaestra hurones y enseña a los mirlos a cantar la riveirana; o el orgulloso furor del tío don Juan Manuel, así como el carácter bondadoso y telúrico de las criadas.

La escena final, con el marqués de Bradomín sosteniendo el cadáver de Concha, que ha muerto en el lecho de su amante, trasportándolo ya casi con la amanecida por los pasillos del palacio evitando hacer ruido para no desvelar el escándalo de sus amores, es absolutamente sobrecogedora. En un momento determinado, el cabello de Concha se enreda con una de las puertas y el marqués debe tirar del cadáver, atirantando la frente de la muerta y propiciando con ello que sus párpados se entreabran. Pocos minutos antes, el marqués había yacido con su otra prima, Isabel, cuando entró en su cuarto para avisarle de la muerte de Concha. Aquella, que interpretó la irrupción en su cuarto como un galanteo más del marqués, se entregó a éste y fue así como Xavier, callado su secreto, quedó ungido de Eros para soslayar por unas horas más a Tánatos, antes de que las hijas de Concha descubrieran el cadáver de la madre. Todo un canto a la fragilidad del mundo en su acabamiento, antes del invierno final.

Entretanto, en Alicante, se derrama esta luz engañosa que quizás pretenda negar el devenir indefectible del tiempo y su herida, y vivimos, ilusos, un otoño sin sonata.

 

lunes, 23 de septiembre de 2024

662. Literatura en yarak

 


En el mundo de la cetrería se entiende por yarak el estado físico y mental de un ave de presa a la que se mantiene lo suficientemente hambrienta para que desarrolle sus instintos predadores. Pareciera que Álvaro Cortina hubiera vivido en ese estado de inanición durante meses a tenor del furor expresivo con que aborda su última novela, Garravento, publicada por la zaragozana Jekyll & Jill. Efectivamente, Cortina desata una verbosidad desaforada, especialmente durante los primeros capítulos de la novela, habitando la desmesura retórica más allá de lo conveniente. Llama la atención que alguien con la clara vocación estilística de Cortina incurra, sin embargo, en algunas máculas estéticas como las rimas internas, las cacofonías, los casos de leísmo, las discordancias gramaticales, las perífrasis improcedentes o las repeticiones innecesarias. Es como si el autor no hubiera sabido sujetar la brida de su prosa desbocada o, más oportunamente, la pihuela de su halcón literario, y se hubiera sentido él mismo desbordado por eso que en la faja de la novela llama Vila-Matas «una fuerza primigenia desencadenada».

El planteamiento argumental, no obstante, resulta atractivo. La publicación de una monografía donde su autor, Manfredo, defiende la relación entre la filosofía kantiana y la ufología provoca la reacción iracunda de sus tres amigos intelectuales, que le replican en sendos artículos especializados, no exentos de cruel ironía, y cuya lectura acaba postrando a Manfredo en una atonía física y mental de la que ya no podrá recuperarse. Su mujer, Florinda Delmas, que se dedica a la mecánica y a la cetrería, vengará el agravio preparando a su arpía para atacar a los ofensores. No es de extrañar que las escenas que describen los ataques del águila hayan hecho las delicias de Álex de la Iglesia, autor también de su laudataio en la faja, pues no escatiman violencia y vísceras. De gran plasticidad y mérito sugestivo es la estampa de la propia Florinda, ataviada con su máscara africana para no ser descubierta, sujetando a Garravento, que así se llama el ave, en el brazo. Los asaltos, que el narrador anticipa ya en las primeras páginas, no acabarán, sin embargo, como Florinda había previsto. La novela se completa con dos codas, en las que se incluyen unas sesudas reflexiones sobre la defensa de los artículos de Manfredo, y la accidentada huida de Florinda en compañía de un peregrino grupo de aficionados a la ufología, cuya admiración por el trabajo de Manfredo parece redundar aún más en la humillación de este.

Además de las historias personales de los personajes, que crean un interesante friso de caracteres, mochilas emocionales y concepciones de la vida, lo que más me ha interesado de la novela es ese contraste entre la huera y frívola sofisticación del mundo ilustrado y del intelecto, representada por los amigos de Manfredo y su prurito elitista, frente a la arrolladora fuerza de lo instintivo, de lo salvaje y primitivo, encarnada en la saña irracional de Garravento y en el temperamento práctico de Florinda puesto al servicio, también, de sus impulsos animales, y espoleados por el poco ilustrado sentimiento de la venganza. Un alegato sobre lo poco que puede el constructo moral e intelectual sobre el que pretendemos hacernos fuertes como seres humano y sociedad, contra la pujanza de la Naturaleza embravecida y de los impulsos más oscuros.

lunes, 16 de septiembre de 2024

661. Los inicios del Padre Brown



 

Se cumplen en este 2024 los 150 años del nacimiento de Gilbert Keith Chesterton. Como la efeméride es natalicia, repararemos también en los inicios de uno de los personajes más emblemáticos del escritor, filósofo y periodista británico: su entrañable Padre Brown. 

La primera vez que el famoso detective aparece en la obra de Chesterton es en su libro de relatos The Innocence of Father Brown, editado en 1911 por Miss D. E. Collins, y traducido en España, creo que acertadamente dada su posible ambigüedad semántica, como El candor del Padre Brown. En efecto, los doce relatos que conforman el libro los protagoniza este párroco rechoncho y aparentemente insignificante, «casi ridículo de puro candoroso», al decir de la contraportada de la edición de Anaya que hemos manejado, y que, sin embargo, es capaz de calar con precisión de escalpelo, las debilidades y contradicciones de la naturaleza humana.

 Inspirado en su amigo, el Padre John O’Connor, nuestro personaje se estrena en el relato «La cruz azul», ayudando casi accidentalmente al ilustre inspector de la policía parisina, Valentin, obsesionado por capturar a uno de los ladrones más escurridizos del continente, de nombre Flambeau, hecho que no llega a producirse. A partir de este momento, el lector cree ya configurado el típico binomio detectivesco, a la manera de Holmes y Watson. Nada más lejos de la realidad, pues en «El jardín secreto», es el propio Padre Brown quien desenmascara al asesino del relato en cuestión que, sorprendentemente no es otro que el propio Valentin. Más tarde, veremos a un redimido Flambeau acompañando al Padre Brown en sus vicisitudes. Quizás de forma algo maniquea, Chesterton, convertido al catolicismo y férreo defensor de las bondades de su fe, elimina a Valentin de la ecuación, pues este, desde un cientifismo radical, abomina de la religión por considerarla oscurantista.

De los relatos de Chesterton, sorprenden los vericuetos impredecibles de los razonamientos del Padre Brown para desvelar los misteriosos crímenes, que apelan a un impecable sentido de la lógica pero también a la intuición que nace de quien conoce bien las miserias y demonios del alma. En algunos relatos, como «El martillo de Dios», uno de mis favoritos, la trama casi es lo de menos al lado de la lección humana, tan edificante, que allí se dilucida. Otros relatos incluyen atmósferas románticas y casi místicas como en «La honradez de Israel Gow», ambientada en la telúrica Escocia.

El rasgo más característico del Padre Brown es su función redentora o encauzadora de los delincuentes a los que descubre. En varias ocasiones, los deja marchar después de mantener con ellos una charla confidencial cuyo contenido es vetado incluso al propio lector. Es así como enderezó la vida de Flambeau.

Por lo demás, destaca el estilo del narrador, tras el que se esconde, sin complejos, el propio Chesterton. Su mirada afilada, irónica, sutilísima, con un humor fino e inteligente, siempre del lado del débil, y muy crítica con las clases pudientes, destila la realidad moral y social de su época para conformar un corpus ético muy definido donde sobresalen triunfantes virtudes como la bondad o la indulgencia del error que no permiten al autor juzgar o condenar a las personas. Una lección que conviene no olvidar en este tiempo nuestro de inquisidores prestos siempre a la lapidación.




lunes, 9 de septiembre de 2024

660. Escribir entre las ruinas

 



Uno de los grandes riesgos de la literatura memorialística es que las vicisitudes o reflexiones que en ella se narren no le importen a nadie. Tal vez despierte el interés, algo morboso, de los allegados del escritor o, si se trata de una figura mediática, el de todos aquellos que se acerquen al libro con la curiosidad malsana del voyeur del papel cuché. Pero todos tenemos una vida, en lo esencial más o menos parecida a la del común de los mortales, hecho que nos hace preguntarnos por qué la existencia ajena merece, más que la nuestra, ser exhibida en la nobleza de la letra de molde. Para que este género albergue algún tipo de provecho, es necesario que el autor sea capaz de trascender el anecdotario personal para que cualquier lector pueda sentirse interpelado por la verdad y la universalidad que se infiere del suceso individual que allí se cuenta, hasta olvidarse incluso de la persona que existe detrás de esas páginas. Creo que Teoría general del abandono, de Miguel Pardeza, cumple honestamente con esa premisa. Y digo «honestamente» porque Pardeza podría haber aprovechado su popularidad como futbolista de élite para obtener un rédito fácil, pero en las escasas 126 páginas de su libro, la alusión al fútbol es extremadamente marginal.

Teoría general del abandono (Newcastle, 2024) consta de 20 píldoras literarias que ponen algo de orden en la septicemia nostálgica del autor, sanándolo de algún modo en el ejercicio de su balance. Pero merced a esa necesidad particular, el lector podrá enriquecerse con el pintoresquismo de una época, mayoritariamente la década de los 70, que nos permite adentrarnos en la vida de las pensiones madrileñas, las noches de Malasaña, el despertar sexual o el servicio militar. De los breves artículos, destacan por su naturaleza redentora, los dedicados a la cultura: las colecciones de álbumes, el deslumbramiento de los cómics, la cámara del tesoro que es siempre la Cuesta de Moyano, la estampa costumbrista y melancólica de los kioscos, la ensoñación del cine y su paulatino desencanto, su amor por las lenguas clásicas, o su pasajera obsesión por los autores de la bohemia española (no olvidemos que Pardeza es autor de tres ediciones antológicas de las colaboraciones en prensa de González Ruano), que le llevó a la compra compulsiva de los títulos de aquellos autores proscritos que con tanto magisterio narrativo evocó Juan Manuel de Prada en La máscara del héroe y que, a riesgo de equivocarme, parece haber sido la espoleta de Pardeza para su rastreo malditista, a tenor de la nómina citada por el escritor onubense. Esta predilección transitoria por los escritores de la bohemia no es baladí, pues entronca con una suerte de filosofía del perdedor con que Pardeza, desde el mismo título, parece emparentar. Sus coqueteos con el existencialismo, aunque con la posterior decepción respecto a los modelos de vida de Simone de Beauvoir y de Sartre, así como sus experiencias con las terapias del psicoanálisis, su relación conflictiva con la bebida y la futilidad de las amistades, conforman una personalidad abocada al descreimiento y a cierta misantropía que le impiden una comunión plena con el mundo en el que vive, cada vez menos suyo, y del que solo le salva su relación con la literatura. La prosa de Pardeza, elegante y a ratos irónica, desprende ese halo de lipemanía, que convierte sus páginas en una amarga asunción del tiempo, de sus renuncias y de sus pérdidas inevitables, y testimonia la vulnerabilidad y fragilidad de las cosas que creíamos sólidas y de lo inane que es a veces este oficio absurdo de vivir.

 

lunes, 29 de julio de 2024

659. Que bien sé yo la fuente...

 


Dice María Belmonte que las fuentes son “paisajes sonoros” capaces de comunicarse con nuestro subconsciente, de modo que el agua está íntimamente ligada a la historia de la humanidad. Por ello, en El murmullo del agua nos presenta un interesantísimo viaje desde la Antigüedad grecolatina hasta el Barroco desgranando qué concepto se tenía del agua y la importancia que se le otorgaba a este elemento fundamental. Lejos de una visión pesimista o catastrofista (que sería legítima si tenemos en cuenta lo poco valorado que suele ser en la actualidad un bien tan necesario como el agua), la autora ofrece una visión celebratoria del agua y de todos los elementos relacionados con ella: las fuentes, los jardines, los ríos, los mares y las divinidades acuáticas.

De su mano, buceamos por la veneración que Grecia hacía al agua, considerada un regalo de los dioses con propiedades mágicas, fecundativas y regenerativas que vertebraba toda la vida cotidiana de la población. Así, la literatura da buena cuenta de ello y han quedado para la posteridad mitos relacionados con el agua y lugares cargados de magia como la fuente Castalia o el manantial Hipocrene. Especialmente interesante es el capítulo dedicado a las ninfas, moradoras del agua, portadoras de un aura de sensualidad y de sexualidad que podían llegar a producir ninfolepsia.

La travesía continúa por Roma, donde se seguía venerando el agua pero se desarrolló la idea de que dominar el agua era símbolo de poder y prestigio. Por ello, será esta la época de la construcción de acueductos, ninfeos, termas y fuentes. La autora ofrece enriquecedoras explicaciones sobre la construcción de estos elementos de ingeniería hidráulica y sugestivas historias, como la de la fuente Pliniana, misteriosa porque su caudal crece y decrece tres veces al día.

El murmullo del agua nos permite sumergirnos en el fascinante mundo del Renacimiento italiano. Por las páginas de este capítulo desfilan personajes como Lorenzo de Médicis, Botticelli, M. Ángel, Rafael o Ficino que nos sirven de cicerones para adentrarnos en la Academia Platónica Florentina y comprender que el arte era concebido como una vía para elevar el alma y recordarle su origen divino. Esta teoría neoplatónica se trasladó también a los parques y jardines, lugares propicios para purificar el alma a través de un viaje iniciático con el agua como guía. Por ello, serán lugares plagados de interesantes símbolos que la autora comenta con detalle y que ejemplifica con espacios tan maravillosos como los Jardines de Boboli o la Villa de Castedo.

La corriente de agua nos lleva hasta el Barroco, momento en que el poder papal utilizó el arte para difundir la doctrina de la Contrarreforma. Belmonte detalla la transformación de Roma que ideó Sixto V y cómo resolvió el problema del suministro del agua. Siguiendo la estela de este Papa, las fuentes se convertirían en símbolo de la iconografía cristiana. El binomio Roma más fuentes nos lleva inevitablemente a Bernini, “l’amico dell’ acqua”, a quien la autora dedica un capítulo en el que desgrana detalles de su vida y, por supuesto, de sus principales obras, para terminar con un sugestivo paseo por las calles de la ciudad eterna.

La obra de María Belmonte no es solo un interesante tratado teórico sobre la concepción del agua en distintas épocas, muy bien documentado y de amena lectura, sino que constituye una obra total, trufada con experiencias personales, con referencias a disciplinas artísticas como la pintura, la arquitectura, la literatura o el cine que coquetea, además, con la literatura de viajes pues este “murmullo” despierta, sin duda, la necesidad de conocer in situ esos lugares tan sugestivos, tan cargados de historia y de belleza.

Cuenta la escritora que el germen de El murmullo del agua fue la lectura de Delight, de J. B. Priestley, obra en la que el autor enumeraba placeres de la vida que le reportaban felicidad y uno de ellos eran las fuentes. Si yo tuviera que preparar un listado similar, incluiría, sin duda, la lectura de este libro de María Belmonte que, al igual que las fuentes, constituye toda una experiencia sensorial para el lector pues es una lectura que se oye, que se ve, que se saborea, que desprende aroma a agua, a bosque, a mitología, a épocas pretéritas y que, con todo, acaricia el alma.

lunes, 22 de julio de 2024

658. Alma de Almagro

 


Hay lugares que son una bendición para quienes sienten que la vida ya no es bastante; y también para quienes opinan lo contrario, que la vida y sus tribulaciones son ya demasiado. Ambas víctimas, la que sufre el déficit de la vida y la que carga con la vida, encontrarán su sereno equilibrio en Almagro. Almagro se escribe con alma en vivas letras de almagre, la una, para insuflarla en el visitante agostado; las otras, para timbrar su corazón con el blasón de la cultura, aquel que se blande en las corazas de los caballeros invencibles. Habitar la plaza Mayor de Almagro es acogerse a sagrado, sentirse seguro y un poco eterno. Penden de las farolas de la plaza los retratos de Cervantes, de Quevedo, de Lope, de Juana Inés de la Cruz, de Teresa de Ávila, de Ana Caro. No son estrellas mediáticas ni hipócritas rostros de políticos fariseos. Son gente que vivió, gozó y padeció hace más de cuatro centurias y que siguen con nosotros para sanarnos, capaces todavía hoy de convocar a una legión de letraheridos. El diseño es de Coco Dávez. La ligera brisa agita estos carteles, como pendones de unas justas en cuya lid todos ganamos. Almagro se vuelca en su cuadragésimo séptimo Festival de Teatro Clásico y sus ciudadanos se aplican a la vieja hospitalidad de la hidalguía. Los auxiliares del festival, muchos de ellos estudiantes, se afanan solícitos y con una perenne sonrisa en sus labios, para atender al público que acude a los espectáculos. Al concluir la obra de turno en el mítico corral de comedias, estos jóvenes se ofrecen, con infinita paciencia, a retratar a aquellos que quieren llevarse el recuerdo de ese marco incomparable. Al encomiarles su temple, hablan del orgullo que sienten, de la conciencia de pertenencia a un recinto mágico que los ha acompañado en su educación sentimental desde niños. Paseando por sus callejuelas, se oye a veces el aplauso fervoroso que sale de alguno de los muchos y hermosos espacios que acogen las obras de la programación. En otro lugar, alguien da una charla sobre el teatro áureo: es, también, la fiesta de la inteligencia. Los bares ofrecen sus tapas que recrean la gastronomía de los Siglos de Oro, y las tiendas son un festín de suvenires cervantinos y encajes de bolillos. En la misma plaza, el teatro callejero ameniza las terrazas, repletas de un tipo de turista muy sui generis. A pesar de los centenares de personas que abarrotan los veladores, apenas hay un murmullo elegante en la plaza. Nadie allí grita ni se exalta: los turistas hablan muy quedo, y casi siempre tertulian sobre las obras que acaban de ver representadas, tan lejos del abyecto turismo de borrachera. Todos nos reconocemos en esa plaza. De repente, uno puede toparse con los actores, y acercarse y felicitarlos con franca camaradería, mezclados ellos con los espectadores como uno más, todos iguales en la fiesta democratizadora de la literatura. En la habitación contigua de nuestro hotel, la actriz Marta Poveda, cuelga de la puerta el cartel perpetuo de «no molestar»: está ensayando La francesa Laura, de Lope. Otras veces, es fácil ver a Irene Pardo, la directora del festival, paseando por la plaza con su coqueta bicicleta floreada, como cerciorándose de que todo anda bien. Por la noche, los reflectores proyectan sobre la plaza diferentes luces de colores y el pavimento se tiñe policromo como si estuviéramos sobra las tablas de un escenario. Actores también nosotros del teatro del mundo y de la vida. Cuando uno debe, al fin, abandonar Almagro, siente una suerte de destierro. Algo parecido a lo que deben de sentir los actores una vez se apagan las candilejas y el mundo de afuera se vuelve más prosaico. Cuando la vida no es bastante o cuando la vida es demasiado.

lunes, 8 de julio de 2024

657. Jaque en Linares



 

El nuevo libro del jiennense Miguel Vega, publicado por El ojo de Poe, evoca el último enfrentamiento entre los ajedrecistas Kárpov y Kaspárov celebrado en el marco del XVIII Torneo Internacional de Ajedrez de Linares en 2001.

Orgulloso linarense, en ocasiones parece que Miguel Vega haya usado como pretexto aquella mítica final de hace 23 años para alumbrar un emotivo homenaje a su ciudad natal. En efecto, Linares se convierte en una protagonista más –si no en la principal– de este libro híbrido, a medio camino entre la crónica periodística y la novela de espías. El lector recorre la capital de la comarca de Sierra Morena de la mano del autor, a través de sugestivas estampas, en un itinerario que nos conduce por locales emblemáticos de la gastronomía local, algunos de ellos emparentados con su inextricable tradición taurina, y por otros rincones paradigmáticos de su historia. La nota culinaria no escatima en detalles y hasta nos es dado visitar una de sus famosas almazaras. Esta bonita aproximación literaria a Linares no es nueva en Miguel Vega, quien ya en 2004 había publicado su Tríptico de Cástulo, merecedor del premio para escritores noveles convocado por la Diputación de Jaén, y que repasa la historia de la antigua capital iberorromana de la Oretania. Un fragmento autorreferencial de esta novela aparece en el capítulo 2 del libro, fabulando con la idea de que la presentación de aquella obra se produjo el mismo día en que se inauguraba el torneo de ajedrez. Aunque algo forzada por su condición periférica respecto al argumento de la novela, esta alusión metaliteraria entronca con el final del libro, donde se recorre el yacimiento de Cástulo, aunque quizás es acotable el largo sueño del protagonista que antecede a esa visita.

La celebración del torneo le permite a Bernal, trasunto del propio autor, dar testimonio de los personajes que frecuentan el hotel donde se llevan a cabo las partidas y otros lugares de la ciudad, efervescente aquellos días de visitantes: ajedrecistas, toreros, escritores, etc, de los que se ofrecen interesantes semblanzas. Llama la atención la elusión del nombre de uno de ellos, fácilmente reconocible, como es el dramaturgo y poeta Fernando Arrabal, que llega a dar una charla en el instituto donde ejerce como profesor Bernal, lo que da pie a recuperar casi de forma teórica las características del movimiento postista al que perteneció el escritor melillense.

Por supuesto, la novela se centra también en el campeonato, aunque este parece constituirse en un telón de fondo que permite al narrador estructurar la cronología de su narración, ateniéndose a las diferentes fases del torneo. Ni siquiera existe un capítulo destinado al duelo de los dos grandes ajedrecistas. Sí, en cambio, se engrandece la figura de otro personaje, Anna Kharitonova, asesora del equipo de Kárpov, sobre la que se abre el asunto del espionaje deportivo y sus ramificaciones políticas. Bernal, que llega a tener un romance con Anna, comprobará, de primera mano las acechanzas de los intrigantes en ese peligroso mundo. Anna, caracterizada con todas las cualidades de la belleza y del misterio, se erige en el personaje más magnético de la obra. Quizás le falta a esta parte una mejor articulación de la trama, sobre todo en lo que se refiere a sus transiciones, algo abruptas, como la que sigue al primer intento de atentado, sin apenas continuidad. En su descargo, las elipsis aligeran el argumento y contribuyen a una premeditada fragmentación en pos del sedimento sugestivo.

El libro es también una reflexión sobre la fugacidad del tiempo y la desaparición de los referentes que creíamos sólidos. De cómo la vida, inexorablemente, nos acaba dando jaque mate.

lunes, 1 de julio de 2024

656. Palindromía bayalesca

 


Si la pulcritud en el uso del lenguaje es piedra angular en la narrativa de Hidalgo Bayal, con su última novela, Arde ya la yedra (Tusquets), ese particular alcanza categoría preeminente, no porque apreciemos una sublimación estilística que lo diferencie de otras novelas suyas, sino porque el lenguaje se convierte aquí en el principal protagonista, tanto o más que la propia trama argumental. Efectivamente, este último libro del autor extremeño podría considerarse un jocoso tratado sobre metalingüística y metaliteratura.

El protagonista de la novela es un joven aspirante a escritor que, lacerado por un desengaño sentimental, dedica el verano a escribir su primera novela, espoleado por la convocatoria del Premio Saúl Olúas. Para ello, se detiene a observar la vida cotidiana de su entorno, que pronto se centrará en las aparentemente poco inspiradoras vicisitudes de unos muchachos que pasan su jornada de ocio a la vera del río. Asistimos entonces a la construcción de la novela en ciernes con el escaso material que los chicos proporcionan al autor, y con la ayuda de la imaginación, que va añadiendo a estos personajes reales los matices necesarios para el avance de la escritura. La llegada de un forastero que se enamora de una de las ociosas nativas, será miel sobre hojuelas para enriquecer la trama, pero también trasunto del tedio que sufren algunas pequeñas localidades y que cifran su entretenimiento en estas breves novedades.

En la segunda parte de la novela de Hidalgo Bayal, vemos a nuestro autor ficticio distinguido ya como finalista del Premio Saúl Olúas, lo que le obliga a acudir a la gala donde se fallará el galardón. Esta coyuntura le sirve a Hidalgo Bayal para realizar una acerada parodia de la fauna que se mueve en el mundo literario, especialmente el vinculado a la fatuidad de los certámenes. Así, uno de los finalistas, dado de vueltas de todo, llega a proponer irónicamente un premio literario «sin libros ni escritores»; y más adelante se dice que el presidente del jurado «era un tipo al que la lectura profesional y las inercias académicas habían inmunizado contra la literatura».

Como decíamos más arriba, este libro es el más metalingüístico de su autor. El aspirante a escritor acude al premio con el seudónimo de Bustrófedon (tipo de escritura antigua que imita el movimiento bidireccional del arado de los bueyes). El alias no es baladí, pues nuestro Bustrófedon, en homenaje a Saúl Olúas, remata cada uno de sus capítulos con un palíndromo, entre otras excentricidades (adviértase que «Saúl Olúas» es en sí mismo un palíndromo). Hay también una crítica a los usos manidos del lenguaje («frisar en» o «conciliar el sueño»); divertidos guiños metaliterarios para el lector avezado; y elementos autorreferenciales como la «travesía del Interventor», que remite a su novela La paradoja del interventor, o el mismo Saúl Olúas, que ya apareciera en otras novelas del autor.

Arde ya la yedra es quizás el libro más divertido de Hidalgo Bayal y una cariñosa, inteligente y paródica celebración del idioma, de su flexibilidad, de su belleza y de su carácter lúdico, así como una alerta contra su perversión, que es, también, y por desgracia, una peligrosa yedra que trepa sin control el muro de nuestra lengua. Que arda, pues.

lunes, 24 de junio de 2024

655. Ni diente ni león: un canto a la fragilidad

 


Imaginen un tranquilo pueblo, con una suave colina por la que serpentea un río, un paisaje cubierto por dientes de león, esas delicadas flores capaces de crecer entre la maleza. Imaginen a dos personas caminando por este paraje, conversando y escuchando el lejano sonido de una campana. Esta estampa, a priori idílica, es la que sirve de marco para la novela póstuma de Yasunari Kawabata, Dientes de león, publicada recientemente en España, en la que el autor nipón indaga sobre los límites de la cordura y la locura y sobre otros muchos misterios de la vida. El lector pronto descubre que el paseo de esos dos personajes no obedece a un acto recreativo sino que supone la dolorosa separación de ambos de Ineko, una joven afectada por la “ceguera del cuerpo”, una extraña enfermedad que le impide ver en determinados momentos a personas y objetos queridos. Su madre y Kuno, su novio, han acompañado a Ineko al centro psiquiátrico donde se someterá a una terapia. La madre y Kuno dialogan a su salida del hospital mientras sus pasos los encaminan a una encrucijada de dudas, de ideas enfrentadas, de remordimientos y de reproches, pero también de comprensión.

 En la trama, que se desarrolla en un solo día, sin capítulos, destaca el tema de la culpa. Kuno no perdona a la madre haber internado a Ineko (“¿qué sabrán los médicos de los dolores del alma?”) y no permitir, por tanto, su matrimonio, pues él confía en el poder salvífico del amor. La madre, por su parte, culpa a Kuno de ser el desencadenante de la enfermedad de su hija. La conversación va fluyendo entre reproches, justificaciones y reflexiones que ahondan aun más en esa culpa que atenaza a ambos personajes, pues se acaban autoinoculando una responsabilidad que justifique la dolencia de Ineko, en un ejercicio de peligrosa introspección ya que “rebuscar en el pasado el origen de su culpa es algo que no tiene fin”. Esta búsqueda va ligada a la remembranza de hechos traumáticos en la vida de Ineko, como lo fue presenciar la muerte de su padre, y de su vida en pareja con Kuno, la cual permite a ambos personajes conocer mejor a quien es el centro de sus desvelos. Esta rememoración plantea, además, interesantes reflexiones sobre la actitud ante la muerte de un ser querido, el fatalismo, el destino, el amor, la crianza de los hijos y, por supuesto, la locura (“todos vivimos conteniendo al loco que llevamos dentro”) y el peso de nuestras decisiones sobre los demás. La conversación adquiere también un efecto catártico en la madre y Kuno, pues realizan un ejercicio de sinceridad y de desnudez sentimental mientras caminan “con el destino de su hija sobre sus hombros”.

Kawabata invita al lector a leer entre líneas y a trasladar los interrogantes que plantean los personajes a su propia realidad. La novela, publicada originariamente por entregas e inacabada, escrita con la característica delicadeza del autor, deja un regusto amargo ante la incertidumbre de qué sucederá con Ineko, que es, a la postre, la gran protagonista, a pesar de que no aparece en la obra directamente. Recreada y perfilada por las palabras de Kuno y de su madre, se hace presente mediante el tañido de la campana que hay en el sanatorio, pues la toca mientras ellos se marchan. Su sonido se convierte en símbolo de la visibilidad que los internos merecen, pues estos también forman parte del pueblo y, por extensión, de la sociedad. Cada toque de campana es un grito metálico para reivindicar que ellos están ahí, que no deben ser recluidos y olvidados, “transmiten así su existencia” mediante “un eco que viene de las profundidades de su corazón” para recordarnos que la frontera entre la locura y la cordura es muy frágil, como un campo lleno de dientes de león que, con un leve soplo de viento, se desintegran. No lo olvidemos.