lunes, 30 de enero de 2023

595. 'Elektra.25'

 


Aguardaba con altas expectativas el regreso a las tablas de Elektra, a cargo de la siempre sorprendente compañía Atalaya. Casi tan veterana como la propia compañía es esta adaptación del clásico griego, que ya asombrara al público de hace unas décadas por su vanguardista puesta en escena, y que ahora vuelve con la misma vocación innovadora de antaño pero con las revisiones que su dilatada experiencia sugiere a la nueva dirección de la obra. El resultado es –como no podía ser de otro modo– memorable, aunque con cierto margen de mejora.

Afirmar, como reza la ficha técnica, que Elektra.25 está basada en los textos de Sófocles y Eurípides es una mera formalidad que solo pretende recordar los referentes clásicos, pues el texto de la pieza recuerda poco al de los dos dramaturgos griegos. Los originales sirven, si acaso, para trazar una débil armazón argumental que pronto se supedita a la potente coreografía. Y he aquí el punto más llamativo del montaje: su bellísima, sugestiva y poderosa escenografía, que alcanza altísimas cotas de plasticidad. Los juegos de luces, agua y fuego; las espléndidas danzas arcanas; la atmósfera étnica; y, sobre todo, la utilización de las ya míticas bañeras que, en palabras del crítico Javier Paisano «supusieron uno de los mejores logros escenográficos de la historia del teatro andaluz», conforman un banquete para los sentidos del que resulta difícil sustraerse una vez que se abandona el patio de butacas. Las bañeras, tan simbólicas por acaecer allí, según la tradición clásica, el asesinato de Agamenón, lo mismo sirven para recrear las cóncavas naves que vuelven de la guerra de Troya, como para constituirse en nichos o placentas donde se mezclan vida y muerte, o sirven de instrumentos de percusión en algunos clímax de la obra. Mención aparte merece la coreografía. Los bailes de los componentes del coro y los de Electra misma parecen conectar con una suerte de raíz telúrica que convierte a los personajes, más que en seres de carne y hueso, en alegorías del odio, de la ira, del sufrimiento o de la venganza. Muy significativo es el papel del coro, muchas veces desplazado en las versiones modernas quizás por su morosidad, pero que aquí cobra un protagonismo esencial, como lo era ciertamente en la tragedia griega, y cuyos parlamentos de solemnidad oracular, bien ensamblados, acrecientan aún más el ambiente casi esotérico del conjunto.

En el debe del montaje hallo ciertos problemas con el timbre de voz de las actrices. Efectivamente, concentrados los esfuerzos en la parte plástica de la obra, no parece haberse cuidado ese aspecto. Los parlamentos del coro, al tener que alcanzar la solemnidad que requieren, obligan a las actrices a impostar la voz hasta imitar cierto timbre viril, que le va muy mal al aparato ceremonial. En ocasiones, creía estar escuchando a una actriz de zarzuela actuando en una tragedia griega. También encuentro cierto déficit interpretativo en el personaje de Clitemnestra que, un tanto apocada, adolece de falta de presencia y de magnetismo en el escenario. Y me parece un desacierto imperdonable el final de la obra, con esa escena de una Electra triunfante. Si algo nos transmite el ciclo temático de la Orestíada, es que nadie gana en una historia de filicidios, marticidios y parricidios, y la veta temática del remordimiento y la culpa, representada en las Erinias, se antoja insuficiente. Quizás en el deseo de darle al montaje un cierre completo, se ignora la coda de Eurípides con los designios de Cástor y Pólux. Es razonable esa poda, pero el triunfo de Electra nunca es –no puede serlo,– feliz.

lunes, 23 de enero de 2023

594. Las borrascas de Emily

 


Cada vez estoy más convencido de que solamente desde la herida puede escribirse algo grande en literatura. Y esa parece ser también la tesis que defiende Emily, la última película de Frances O’Connor, el falso biopic sobre la figura de Emily Brontë. No de otro modo puede entenderse la libérrima fabulación biográfica con que la directora británica pretende explorar desde la ficción los motivos que llevaron a la hermana mediana de las Brontë a escribir una novela tan oscura como Cumbres borrascosas.

Nace el filme con el viejo prejuicio de vincular la vida de los escritores con las obras que aquellos produjeron. Ya conocemos los desmanes que las teorías biografistas han obrado en la lectura e interpretación de algunos textos literarios. Sin embargo, a Frances O’Connor no cabe situarla entre las ingenuidades de ese movimiento, pues desde el primer instante la directora no oculta su propósito de fantasear con la vida de Emily Brontë, descartando por lo tanto asideros biográficos, tan tentadores como forzados, que explicasen algunos pasajes de su famosa novela.

Es verdad que la película incluye, en aras de la verosimilitud, algunos pormenores ciertos relacionados con los pocos datos que conocemos sobre la vida de la escritora y que dejan su huella en Cumbres borrascosas, tales como el carácter retraído de Emily, el vacío de la orfandad o la adicción al opio y al alcohol de su hermano Branwell, al que estaba tan unida, así como los profundos desamores de éste y los abismos a los que lo abocaron. Pero la traición de Branwell –de la que no daré más detalles para no destripar la película– ni los amores de Emily con Weightman son reales. Quizás, O’Connor, que sabe como nosotros la idolatría que sentía Emily por su hermano y los cuidados que le dispensó hasta su muerte, hallara en esta licencia de la traición un buen pretexto para el descreimiento sobre el ser humano que se atisba en Cumbres borrascosas. Tampoco es cierta la quema de los poemas de Emily que halló casualmente su hermana Charlotte. Afortunadamente, esos poemas fueron publicados junto a otros del resto de las hermanas, y han sido muy celebrados por la crítica británica.

Por lo demás, no podía faltar el consabido choque entre la moral victoriana, representada en el padre de familia, que ejerce de predicador, y la personalidad desprejuiciada y abierta de la protagonista, interpretada por una bellísima, agreste y magnética Emma Mackey, cuya alma libre y expansiva se opone a las convenciones sociales de la época y a sus corsés. «Libertad de pensamiento», lleva escrito en el antebrazo Emily en la película.

Mención aparte merecen la preciosa fotografía de la cinta y el mimo con el que el cine británico –qué envidia– trata siempre a las figuras de su tradición literaria.

No sabemos qué tanto le debe Cumbres borrascosas a la imaginación de su autora y qué tanto a sus vicisitudes vitales. Quizás la verdad objetiva no importe tanto como la verdad literaria, que solo está en deuda con el talento. Pero es cierto que hay heridas que solo pueden suturarse con la escritura. Emily Brontë murió prematuramente a los treinta años. Solo dejó esta única novela. Acaso le bastase para su expiación.

lunes, 16 de enero de 2023

593. Engañar a los alumnos





Los que nos dedicamos a la enseñanza de forma vocacional ejercemos de profesores durante todo el tiempo. También en vacaciones. Los últimos días del año los pasé en Soria, y no hubo día en que mi mente no anduviera maquinando las posibles actividades didácticas que ofrecía cada rincón de la ciudad. Qué bonito sería –decía para mis adentros– conseguir el Pasaporte de las Ciudades Machadianas que expide la oficina de turismo y recorrer con los estudiantes las huellas de don Antonio: la casa de huéspedes donde se alojó cuando visitó en verano la ciudad antes de incorporarse a su puesto de profesor; la pensión donde conoció a Leonor; la iglesia de Nuestra Señora de la Mayor donde se casó con ella; el aula del instituto donde enseñaba Francés; la campana del reloj de la Audiencia… Y qué hermoso sería –continuaba efervescente mi cabeza– recitar sus poemas a la ribera del río, «por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria», grabar en los álamos nuestros nombres de enamorados de la Literatura, subir hasta la Laguna Negra… O recitar los versos de Gerardo Diego inspirados en Soria, en Calatañazor, en San Baudelio; leer, tendidos en el césped del claustro de San Juan de Duero, una leyenda de Bécquer con el monte de las Ánimas a nuestras espaldas; visitar la Casa de los Poetas del antiguo casino; pasear por la Numancia en ruinas; estudiar el románico ante la preciosa fachada de la iglesia de Santo Domingo… Total, que en un santiamén tenía yo ya proyectado un viaje de estudios de lo más atractivo. Hasta que llegamos al cementerio de El Espino donde descansa la malograda Leonor y donde, casi a cuyas puertas, se halla también el famoso olmo seco del poema de Machado. Solo que ese olmo no es el olmo que vio don Antonio, que moriría, como todos los demás olmos, por la grafiosis. El olmo que contemplamos en la actualidad es un sucedáneo de aquel otro, al que el ayuntamiento ha colocado, junto al tronco, el poema de marras. Y allí, ante aquel olmo que no es nuestro olmo literario, llegaron mis dudas. ¿Qué les diría yo a mis alumnos si estuvieran ahora mismo aquí conmigo? Después de haber leído el poema en clase; después de narrar toda la trágica historia que lo inspiró; después de haber depositado, tal vez, unas flores sobre la lápida de nuestra Leonor, ¿les diré que ese olmo que tienen ante sí, no es el mismo olmo del poema con el que siempre se me quiebra la voz? ¿Les diré que es un árbol apócrifo? ¿Tengo derecho, como aquel San Manuel Bueno Mártir, a contarles la verdad a estos jóvenes feligreses de la Literatura? ¿De romper el hechizo? Pues miren, no. Los huesos del Cid están bajo la lápida de la catedral de Burgos y no esparcidos por media Europa; el tintero que exponen en Villanueva de los Infantes es el de Quevedo y no una réplica; el piano de Chopin de la celda de la Cartuja de Valldemossa es el piano de Chopin y no uno falso; Lorca está enterrado en el barranco de Víznar; Cervantes y Shakespeare murieron ambos, como en un sortilegio, el 23 de abril; a la muerte de Bécquer, se produjo un eclipse de sol; en el Toboso está la casa de Dulcinea y en la acrópolis de Micenas se descubrió la máscara de Agamenón. Cuando James McPherson se inventó, dándolo por cierto, el mito de Ossian, el crédulo de Goethe llegó a decir en boca de su Werther que Ossian había sustituido a Homero en su corazón. ¡Qué felices Goethe y Werther en su ingenuidad! Así que, ahora mismo, en mi imaginación, estoy junto a mis alumnos frente a este olmo centenario y hendido por el rayo, y les miento y les digo que este es el olmo de Machado, y se me antoja que se hará un silencio, unos pocos segundos tal vez, durante los cuales la literatura se habrá hecho cierta en ese olmo de la rama verdecida.

lunes, 9 de enero de 2023

592. ¿Cuándo nos robaron las palabras?

 


Cada noche, antes de cenar, me pego una buena ducha que se lleva por el sumidero las fatigas y lacerias de la jornada. Lo hago acompañado de la lista de canciones que he ido registrando poco a poco en Spotify. Como no pago la versión premium, cada cierto número de canciones irrumpen algunos anuncios publicitarios. Entre ellos, hay uno que vende las bondades de un programa informático con el que poder crear tu propia música. El anuncio dice algo así: «Soundtrap es la forma más fácil de hacer música; agrega unos jaijats sugestivos; crea un ambiente extraño con este bloquespirin quebrado y finalmente bajemos el tono y reverberemos este ladrido de perro». En serio, ¿qué coño significa todo ese galimatías? Y lo más perturbador: ¿por qué un ladrido de perro?

Desde que nos robaron las palabras, yo ya no me entero de nada. Todo el mundo llama Rosalía a una cantante que no podría nunca escribir A las orillas del Sar, y Quevedo a un tipo que canta cosas como «Ese culito me pide que lo estrelle / no me olvido del perreíto en el muelle». Dante es un jugador que hasta hace poco jugaba en el Bayern de Munich, y Carvajal no es don Antonio, sino otro que juega en el Madrid. Las licenciaturas se llaman ahora grados (¿qué mierda es un grado?) y la Filología Hispánica es, claro, un grado de Estudios Hispánicos o algo así. Yo creía que la épica estaba en los cantares de gesta y en las epopeyas homéricas y ahora es una remontada en la Champions, eso que fue la Copa de Europa de toda la puta vida. La gente perrea ahora de forma distinta a como yo perreo. Cuando yo perreo me estoy echando una siesta del copón. Los clásicos no son ya nuestros autores de los Siglos de Oro, sino un Madrid-Barça. Existen tráileres para los libros, hay runners vestidos de Robocop que yo pensaba que se llamaban corredores. Las personas tienen género, en lugar de sexo (en lo de las nuevas desinencias morfológicas de las palabras ya no entro por miedo a la lapidación). El éxito se mide por likes y existen youtubers, tittokers e instagramers. En un foro de profesores se pedía el otro día información sobre algún vídeo en Tik-Tok para enseñar Literatura en clase. Para mí tik-tok es la onomatopeya que descuenta en el segundero de nuestro mundo cuándo nos iremos a la mierda como especie. Un jeta dice que está exiliado en Bruselas. Que le pregunten a Machado lo que significa la palabra «exillio», a un judío del Holocausto lo que significa ser un «nazi» y a una víctima del gulag, lo que significa el estalinismo. Las rebajas son ahora el Black Friday o el Cyber Monday. A Michael Douglas hay que llamarlo «Daglas» y no «Duglas», no seamos palurdos. No importa que luego ese mismo cretino pronuncie «habían muchas personas en el concierto de Quevedo» o diga «motu propio» o «a grosso modo». Y sí, la ciclogénesis explosiva se llamará así, pero de toda la vida la hemos llamado «tormentazo de la hostia» y todo el mundo sabía de qué hablábamos.

Quizás sea todo esto un arrebato reaccionario de quien nota que su mundo, tal y como lo conocía, se va acabando. También nuestros padres se quejaban de la terminología ridícula que adoptaban sus hijos en los 80. (Aunque reconozcan que tiene más encanto, el «qué pasa tronco», que el «qué pasa bro».¿Bro? ¿En serio?). Habrá que ir asumiendo las cosas. Por lo pronto, voy a terminar este artículo de esta semana y me voy a ir a la ducha a seguir desentrañando cómo narices se hace un bloquespirin quebrado con ladrido de perro.