lunes, 28 de marzo de 2022

566. 'En el descuento' (reseña gamberra)

 


Que la vida es muy puta eso lo sabes tú mejor que nadie, amigo Chúster, que te has chupao cinco años en la trena por no ir con el chivatazo a la guripa y te has comido tú solito todo el marrón de aquel asunto de la prostituta rumana que se cargó el hijo de perra de tu jefe, el tal Cisco. Joder con las lealtades, Chúster. Y luego sales del trullo y el Cisco te mete en otro fregao y tú, que no tienes donde caerte muerto, a ver qué haces si no, pues claro, aceptas el encarguito, que yo lo entiendo, que hay que comer y todo eso, pero no me jodas, Chúster, que parece que no has aprendido nada durante tu lustro en el talego. La verdad es que menuda historia que te han montado el Ledesma y el Mañas ese, qué cabronazos. Que como personaje de ficción deberías rebelarte, igual que hizo aquel Augusto con Unamuno en Niebla, porque, joder, pedazo de embolao en el que te han metido en la novela. Y encima se presentan ambos con la pijada esa de la conjunción, Ledesma & Mañas, hay que joderse, como si fueran un puto bufete de abogados. Que, a ver, algo sí te han defendido, que me da a mí que mientras te creaban, se iban encariñando contigo. Si no, a cuento de qué ese japiending en una novela tan negra negra como ésta. Aunque lo del final dulce se puede debatir, que hay finales dulces que duelen como una puñalada trapera. Pero qué movidas, Chúster. Esta novela es negra como la pez. Aquí la pipa aristocrática del Sherlock es una cajetilla de Marlboro y la peña se fuma sus buenos chinos. Y el bigotito de marica del Poirot aquí es tu mostacho teutón, el único testimonio ya de aquella gloria efímera de cuando jugaste diez minutos en Primera División. Que sí, hombre, que sí, pa ti la perra gorda, fueron once, pero ya me entiendes. Y aquí los funcionarios chupatintas de los bevilacquas son gente del hampa, herederos de Rinconete y Cortadillo, escoria de los fondos más bajos de la sociedad. Y la gente habla como habla la gente de verdad, con sus palabras gruesas y su jerga y su espontaneidad, que para hablar como los poetas ya está la poesía. Aunque también tiene poesía este libro, la poesía de la derrota, de los juguetes rotos, de las vidas como el loto, que pugnan por elevarse por encima de la ciénaga. Y hasta para el Cisco hay frases memorables: «Una carraspera de fumador amplificó sus adentros poniendo al descubierto, más si cabe, toda la lobreguez de su entraña». Chulo, ¿eh? Y, como toda novela negra, también tiene su punto de denuncia social. Que no vamos a desvelarle aquí a la basca que lee el Diari los detalles de tu aventurita frenética por Madrid, Zaragoza y Barcelona, pero en cuanto los lectores se enteren de las malas formas de aquella burguesita catalana, digna heredera de las pijitas de Marsé, y sepan de sus intenciones, comprenderán tu furia, Chúster, comprenderán tu despecho acumulado por años y años de menosprecio, y sabrán que siempre existirá gente que querrá aprovecharse de la necesidad de otra gente, de la gente sin recursos ni horizontes, a quienes usarán a su antojo para satisfacer sus pequeños caprichos de señorones de barrio residencial. Y entenderán tu redención, Chúster, tú que estabas marcado por la tragedia. Así que yo brindo por ti, amigo Chúster, brindo por ti aquí, en esta barra de El Topless o de El Cisne, qué más da, si todas son el mismo locus amoenus de los perdedores –qué putada lo de tu hijo y lo de tu mujer, tío–, brindo por ti y por todos los parias del mundo, y brindo por Ledesma & Mañas, estos árbitros literarios que quisieron que marcaras tu último y mejor gol, aunque fuera en el descuento.

lunes, 21 de marzo de 2022

565. Mártires

 


La noticia es ya muy vieja en este mundo de vorágine informativa donde el titular de ayer queda pronto obsoleto por la novedad de hoy. Tampoco es que sea una noticia especialmente relevante, pero a mí, que tengo la manía de convertir la anécdota más pueril en un tratado de filosofía, sí me pareció significativa. Ahí va: «El presentador Ramón García declara que odia la Navidad». Así, a bocajarro. Y entonces uno repasa mentalmente las imágenes de Ramón García durante las sucesivas emisiones de las campanadas de La 1, con su capa, su jovialidad, sus brindis y sus buenos deseos para el año nuevo, y esa evocación nostálgica se deshace en la retina como se deshacían en las antiguas pantallas de cine las escenas de una película cuando se ponía a arder el celuloide en las cabinas de proyección. «Intento conciliar lo que siento con lo que transmito», añade Ramontxu con su puntito de víctima sacrificial ofrecida en el ara de la Felicidad y su tiranía. En cuanto leí la entrevista, se me vinieron a las mientes los esfuerzos de aquel personaje creado por don Miguel de Unamuno, el párroco Manuel, de San Manuel Bueno, mártir que, extinguida ya su fe, seguía representando su papel ante los feligreses para no arrebatarles la esperanza de la religión, acaso el único consuelo con que las gentes de su parroquia sanaban de la herida de la existencia. Si Manuel hubiera reconocido ante los fieles la pérdida de su fe, quizás habría demolido el asidero al que muchos se agarraban y habría contribuido a su desdicha. Perpetuando el engaño, en cambio, mantenía las almas en alto de sus parroquianos, aunque a él le lacerara por dentro su esforzado y doloroso martirio. Ramón García debiera haber tomado el ejemplo del Manuel de Unamuno: hay cosas que no se deben decir. O hacer. La actriz Meg Ryan destrozó los corazones de los castísimos estadounidenses cuando, rompiendo los moldes de su figura inocente y virginal, decide desnudarse en la película En carne viva, donde desempeñaba el papel de una profesora de escritura creativa obsesionada por un extraño. Ahí se acabó la carrera de Meg. Y aún recuerdo el murmullo desconcertado de la concurrencia cuando, en 1998, coincidiendo con el acto en que se invistió a Noam Chomsky como doctor honoris causa de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, el lingüista declaró ante una sala a rebosar que había dejado de creer en la gramática generativa. Muchos de mis profesores de la facultad habían dedicado una vida entera a enseñar y defender las teorías de Chomsky al respecto. A veces, pues, hace falta hacer un acto de caridad: decir que adoras la Navidad, que crees en Dios Todopoderoso, que sigues siendo la niña inocente de Cuando Harry encontró a Sally o que la gramática generativa continúa siendo el método más eficaz para delimitar el río desbocado de la Sintaxis. Imagínense, si no, qué pasaría si los escritores ramplones y sin estilo declararan algún día que sus obras son pura bazofia destinada a una ralea de analfabetos sin criterio y que solo escriben así de mal porque las editoriales les piden que no se pongan demasiado exquisitos.  ¿Cómo se sentirían entonces todos esos lectores que se creen bendecidos por su ingreso en la alta cultura, legitimados sus gustos indecentes por los grandes críticos literarios y por los prestigiosos suplementos culturales que ensalzan sin pudor la mediocridad? No, por favor. Tamaño agravio no pueden permitírselo estos escritores heroicos que inmolan en la pira de las turbas adocenadas todo su talento para el bien común de la ignorancia. Que son, como el Manuel de Unamuno, mártires de la Literatura.  

lunes, 7 de marzo de 2022

564. La tiranía del espectáculo

 


Hace unas semanas acudimos a un museo para visitar una interesante exposición sobre el mundo etrusco. Nos acompañaba un guía al que apenas podíamos escuchar, pues en cada una de las salas sonaba de fondo, como parte de la musealización, una especie de música épica a un volumen inconcebible que impedía oír los detalles de la explicación con los que el pobre cicerone se desgañitaba en vano. Luego, cuando el guía nos dejó a solas para disfrutar con más calma de las piezas, la banda sonora etrusca, que era algo así como una mezcla entre Piratas del Caribe y Gladiator, continuaba su clamor de trompetas, tambores y platillos, ante cuyo éxtasis sucumbimos, abandonando antes de tiempo el museo. Al director de la peformance musealística debió de parecerle muy apropiada toda aquella barahúnda musical. En la redacción de su proyecto seguramente diría cosas como «experiencia inmersiva», «hacer vivir al visitante su propia película histórica» o «excitar la emoción del espectador mediante la simbiosis de las piezas y la música». Con nosotros, en cambio, lo único que consiguió fue echarnos del museo. Sometido a ese desprestigio del silencio que nos asola, el director de marras no se paró a pensar que quizás era precisamente el silencio el que podría obrar, con más capacidad inmersiva que cualquiera otra parafernalia, el vínculo entre el visitante y las piezas milenarias; que la belleza de los objetos y el vértigo del tiempo que nos separa de ellos se comunican mejor con nosotros en el parentesco común del silencio que son y del silencio que seremos.

Es la tiranía del espectáculo a la que se está sometiendo toda actividad humana y también el arte. Hoy los libros se promocionan mediante esa cosa infame que llaman booktrailers, como si de películas se tratasen; en los yacimientos arqueológicos te reciben unos señores disfrazados para teatralizar la vida de nuestros ancestros; y en los institutos se enseña la Literatura proponiendo a los estudiantes que ideen Góngoras y Quevedos instagramers. Hasta la muerte es ya un espectáculo y el fiambre de turno decide chamuscarse a su gusto en los crematorios mientras suena el My way de Sinatra. Los minutos de silencio ya no se entienden si no van acompañados de alguna pieza instrumental lacrimógena y efectista; y la guerra de Ucrania se televisa también con banda sonora de película bélica en telediarios y magazines, creando en el espectador una suerte de ficción cinematográfica mientras miles de civiles mueren masacrados aquí al lado, apenas a cuatro horas de avión. Durante los días duros de la pandemia, cuando los campos de fútbol estaban vacíos, los canales de televisión introducían el sonido de público enlatado para que el aficionado pudiera crearse la ilusión de los forofos, con sus ánimos, sus cánticos y sus insultos al árbitro. Y hasta en las reivindicaciones más justas y perentorias, la peña sale a la calle de batucada, que es una cosa que debe de imponer mucho miedo a los políticos.

Como creo haberle leído alguna vez a Varga Llosa, “en la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.”. Y así andamos, perdidos, y pertrechándonos de referentes bufonescos que desvirtúan la esencia de la cultura. Porque, como cantaba Freddie Mercury, aunque sin la grandeza trágica de su canción, el espectáculo debe continuar.