lunes, 7 de marzo de 2022

564. La tiranía del espectáculo

 


Hace unas semanas acudimos a un museo para visitar una interesante exposición sobre el mundo etrusco. Nos acompañaba un guía al que apenas podíamos escuchar, pues en cada una de las salas sonaba de fondo, como parte de la musealización, una especie de música épica a un volumen inconcebible que impedía oír los detalles de la explicación con los que el pobre cicerone se desgañitaba en vano. Luego, cuando el guía nos dejó a solas para disfrutar con más calma de las piezas, la banda sonora etrusca, que era algo así como una mezcla entre Piratas del Caribe y Gladiator, continuaba su clamor de trompetas, tambores y platillos, ante cuyo éxtasis sucumbimos, abandonando antes de tiempo el museo. Al director de la peformance musealística debió de parecerle muy apropiada toda aquella barahúnda musical. En la redacción de su proyecto seguramente diría cosas como «experiencia inmersiva», «hacer vivir al visitante su propia película histórica» o «excitar la emoción del espectador mediante la simbiosis de las piezas y la música». Con nosotros, en cambio, lo único que consiguió fue echarnos del museo. Sometido a ese desprestigio del silencio que nos asola, el director de marras no se paró a pensar que quizás era precisamente el silencio el que podría obrar, con más capacidad inmersiva que cualquiera otra parafernalia, el vínculo entre el visitante y las piezas milenarias; que la belleza de los objetos y el vértigo del tiempo que nos separa de ellos se comunican mejor con nosotros en el parentesco común del silencio que son y del silencio que seremos.

Es la tiranía del espectáculo a la que se está sometiendo toda actividad humana y también el arte. Hoy los libros se promocionan mediante esa cosa infame que llaman booktrailers, como si de películas se tratasen; en los yacimientos arqueológicos te reciben unos señores disfrazados para teatralizar la vida de nuestros ancestros; y en los institutos se enseña la Literatura proponiendo a los estudiantes que ideen Góngoras y Quevedos instagramers. Hasta la muerte es ya un espectáculo y el fiambre de turno decide chamuscarse a su gusto en los crematorios mientras suena el My way de Sinatra. Los minutos de silencio ya no se entienden si no van acompañados de alguna pieza instrumental lacrimógena y efectista; y la guerra de Ucrania se televisa también con banda sonora de película bélica en telediarios y magazines, creando en el espectador una suerte de ficción cinematográfica mientras miles de civiles mueren masacrados aquí al lado, apenas a cuatro horas de avión. Durante los días duros de la pandemia, cuando los campos de fútbol estaban vacíos, los canales de televisión introducían el sonido de público enlatado para que el aficionado pudiera crearse la ilusión de los forofos, con sus ánimos, sus cánticos y sus insultos al árbitro. Y hasta en las reivindicaciones más justas y perentorias, la peña sale a la calle de batucada, que es una cosa que debe de imponer mucho miedo a los políticos.

Como creo haberle leído alguna vez a Varga Llosa, “en la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.”. Y así andamos, perdidos, y pertrechándonos de referentes bufonescos que desvirtúan la esencia de la cultura. Porque, como cantaba Freddie Mercury, aunque sin la grandeza trágica de su canción, el espectáculo debe continuar.

1 comentario:

Javier Angosto dijo...

Lo de la banda sonora de algunas televisiones a la hora de informar de la invasión de Ucrania a mí también me llamó la atención.