lunes, 27 de mayo de 2024

651. Buscas a Roma en Roma

 


Es fácil quedarse a vivir en esta nueva novela de Ricardo Lladosa, sobre todo si asumimos la muelle rutina de su protagonista en Roma, sus gustos refinados, su hedonismo sofisticado y sin estridencias, y, en definitiva, el placer del dolce far niente de quien tiene la Ciudad Eterna a su alcance y todo el tiempo del mundo para disfrutarla. Efectivamente, Piero, que ha heredado la fortuna de su tía, decide instalarse en la casa de ésta, abandonando su trabajo como cirujano cardíaco en Milán. Ya en Roma, retoma su amistad con Lionetta, antigua compañera de instituto, reencuentro sobre el que se cimentará una ambigua relación amorosa, no del todo sólida, que ilusionará al recién llegado. Hasta aquí, todo parecería apuntar a una historia de amor más o menos convencional, si no fuera porque Lladosa es capaz de construir unos personajes cuyo desnorte vital acaba erigiéndose en el verdadero leit motiv de la novela. Así, sabemos que Piero huye de algunos fantasmas de su pasado, tanto del reciente como del más antiguo, y Lionetta, que es profesora en La Sapienza, vive sujeta a los cuidados de su padre enfermo. Del dolce far niente al spleen baudeleriano hay solo un paso. Tanto es así que Piero acaba cifrando su precario equilibro metafísico a los caprichos del azar: su casa linda con el Cementerio protestante donde están las famosas tumbas de Keats y Shelley, pero Piero se fija en la lápida de un poeta olvidado de nombre Jimmy White. Espoleado por la curiosidad, decide buscar información en Internet, pero la red arroja poca luz sobre este escritor proscrito por el tiempo y, en cambio, encuentra a un Jimmy White, profesor de surf en España. Solamente la insatisfacción vital de Piero podría justificar la decisión del todo impulsiva y peregrina, por no decir desesperada, de marcharse a España a aprender surf con este White, atendiendo a una suerte de confianza ciega en la casualidad de su misterioso descubrimiento en el cementerio. Arrastrará, además, a Lionetta en su capricho, lo que dará lugar, ya en España, a un triángulo amoroso, también equívoco y apenas insinuado, con el profesor de surf que es, además, un escritor medio fracasado, que irradia el magnetismo del estigma malditista.

Son, pues, dos partes de la novela bien diferenciadas (más una coda), estructuradas a través de las notas que Piero toma en sus libretas de bolsillo, motivo del cual se extrae el título del libro. La primera parte tiene el encanto del flâneur, ligero y curioso, dispuesto a perderse en la belleza de la ciudad, lo que nos regala algunas estampas muy sugestivas de la Roma más oculta (imposible no acordarse de Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en la Fontana di Trevi, cuando Piero y Lionetta visitan a escondidas la Pirámide de Cayo Cestio que ilustra la cubierta). Aparecen también numerosas referencias culturales, que trufan el texto de interesantes notas intelectuales. Tiene, además, la presencia de los familiares desheredados de la tía Fabrizia, que conforman un elenco de lo más pintoresco e histriónico, y que recuerdan a algunos personajes del cine neorrealista italiano. La segunda parte, sin embargo, cambia el tono; la tensión latente del triángulo amoroso (a la manera de Bowles en El cielo protector)  y un desencanto paulatino que parecer propiciar el calor, el finis terrae del mar y la ausencia del elemento artístico, ofrece un inflexión más amarga.

Con un estilo sobrio, pero elegante, y una notable capacidad sugestiva, Ricardo Lladosa ha escrito un libro amable, cuya lectura se desliza apacible, aunque, a la vez, vaya dejando en el lector su pequeño poso de melancolía al reconocer en todos sus personajes la fragilidad que los constituye. Porque, parafraseando al poeta, a veces buscamos en Roma a Roma y en Roma misma a Roma no la hallamos.

lunes, 20 de mayo de 2024

650. Adéu, Diari

 


El recuerdo más vivo que atesoro de aquel 2009, tras rubricar en el despacho de Josep Ramon Correal, a la sazón director del Diari de Tarragona,  mi participación como nuevo colaborador del periódico, es el de emprender ufano, casi exultante, Rambla Nova arriba, el camino que conducía hasta el Balcón del Mediterráneo. Me sentía reconciliado al fin con la ciudad y, en cierta medida, ya parte de ella. Mi condición de charnego, habitante de un barrio de emigrantes de la periferia, había obrado en mi relación con la capital un desarraigo que no solo venía motivado por cierto prurito de pedigrí del catalanismo más excluyente, sino también por el constructo identitario que aquel barrio, por compensación, había cimentado en mi conciencia de injerto extraño. Hasta la distancia que mediaba entre el barrio y el centro de la ciudad –cinco kilómetros por carretera nacional– parecía corroborar la existencia de dos mundos casi antagónicos. Colaborar con el periódico de mi ciudad y de la provincia entera y hacerlo con una columna propia constituían la forma de alcanzar la deseada integración cultural y me permitía, además, dar testimonio desde el altavoz de sus páginas de la pluralidad de la que yo y tantos otros formábamos parte.

El artífice de todo fue el ya mítico Antoni Coll, que por aquel entonces ostentaba un puesto casi honorífico, el de director de publicaciones. A Antoni le habían llamado la atención algunos de los artículos que Bea y yo escribíamos por pura diversión en nuestro blog, y nos sugirió trasplantarlos a las páginas del Diari, manteniendo al final de cada escrito la referencia a nuestra bitácora. «Ya te ha liado Antoni», recuerdo que dijo Correal al verme aparecer por la puerta de su despacho.

El nombre de la columna nos trajo de cabeza. Las primeras ideas fueron aberrantes como aquella de «Florilegio literario» o «El espía del Parnaso». Qué horror. Felizmente se impuso la cervantina «El cura y el barbero», tan a propósito para la crítica literaria y el «donoso escrutinio» que iba a llevar a cabo como comentador de libros.

El primer artículo apareció el domingo 21 de febrero de 2010, en una pequeña esquinita de la sección cultural. Aprovechando el retorno de los tranvías a las grandes ciudades españolas, metí con calzador un pequeño comentario sobre Tranvía a la Malvarrosa, de Manuel Vicent. Pronto, Isaac Albesa, jefe de cultura, me propuso una colaboración semanal (hasta entonces había sido quincenal) y la ampliación de los artículos hasta llegar a los 3500 caracteres con espacios (una media plana). La periodicidad semanal me obligaba a leer con demasiada premura los libros que reseñaba, de modo que se me ocurrió intercalar entre reseña y reseña unos artículos que yo llamaba «de transición» y que acabaron por convertirse en el verdadero sello de identidad de la columna. Cabía allí todo lo que tuviera que ver con la reflexión literaria, con la premisa de imbricar siempre literatura y vida y apostando por un estilo casi lírico que permitía leer la columna, no como un texto meramente periodístico sino como un artefacto con vocación artística. Enseguida conseguí ganarme la confianza de los redactores jefes y no tuve problemas en ampliar a mi antojo los temas y la extensión de mis artículos. Nunca nadie me impuso reseñas ni coartó mi libertad ni se vetaron artículos polémicos.

La obligación de mandar una artículo semanal me reportó una disciplina que luego se antojó decisiva para mi labor como escritor. Muchas veces apuraba hasta el último día para mandar el artículo porque trabajaba mejor bajo presión temporal. Del mismo modo, creo que la extensión relativamente breve de los capítulos de mis novelas se debe a la influencia del formato periodístico.

La columna y su difusión me granjearon una gran cantidad de amistades, algunas de las cuales yo creía inalcanzables. También algunos enemigos. Es lo que tiene la exposición pública. Hay alguna anécdota entrañable como la de aquel lector que recortaba todos mis artículos y los coleccionaba en un álbum de fundas. Y, claro, hay otras experiencias igualmente preciosas que el pudor me obliga a callar.

"El cura y el barbero" quedó hasta 3 veces finalista del Premio de Periodismo Literario Francisco Valdés. Fue un orgullo colar una columna de provincias entre los finalistas de periódicos de tirada nacional. También estuvo entre las candidatas a hacerse con el Premio del Fomento de la Lectura del Ministerio. Ha habido tentativas de publicar en libro una antología de los artículos, pero no han acabado nunca de cuajar. Todo se andará. O no. Qué más da. 

Pero tras casi 15 años y más de 600 artículos, ha llegado el momento de poner punto y final. Nadie tiene la culpa. Es solo que el nuevo enfoque de la sección cultural ya no me seduce. Sirvan estas últimas palabras para despedirme de los lectores tarraconenses, cuya fidelidad, semana tras semana, ha sido tan reconfortante, sobre todo porque uno no sabe, cuando manda sus palabras, si habrá alguien al otro lado. Pero me consta que sí. Mi gratitud. Solo deseo que estos años les hayan reportado entretenimiento, placer estético y el poco rédito cultural que soy capaz de ofrecer. Si es así, me doy por bien pagado. Hasta siempre.

miércoles, 15 de mayo de 2024

649. Estercolero literario

 


En su Comedia, Dante coloca a los envidiosos en la llamada segunda grada del Purgatorio. Allí, los penitentes tienen los ojos cosidos con alambre, pues en vida han sentido placer al ver caer en desgracia a aquellos cuyas vidas habían codiciado. Por lo general, el envidioso es también un hipócrita, porque, por amor propio, suele ocultar su inquina, pero también porque acostumbra a proferir falsos halagos al envidiado solamente para ganarse su favor pensando que con ello podrá aspirar también al estatus que ambiciona. A los hipócritas, Dante los castiga en la bolsa sexta del círculo octavo del Infierno, ataviados con capas que parecen de oro pero que son de plomo, y que arrastran con dificultad; a su vez, a los aduladores, los ubica en la bosa segunda del mismo círculo, hundidos en estiércol. Y, en fin, ya he llegado a donde quería llegar: al estiércol. Porque si algo he aprendido en los pocos años que llevo metido en el mundo de la literatura, es que, como en todos los ámbitos de la vida, junto a unas pocas personas que descuellan por su bonhomía y dignidad, hay también muchas otras que nutren el hedor de un inmenso estercolero. Esta misma semana, quien ahora escribe estas líneas, ha sido salpicado con la porción de mierda con que todos, alguna vez, nos manchamos. Al hilo de una publicación en Facebook, entré al trapo para secundar una de esas afirmaciones irónicas y ofensivas con que el personal se refocila por estos lares. Pensando que la persona aludida (que no nombrada) en la publicación era otra, apoyé el escarnio, utilizando, además, la brocha gorda de las palabras, registro en el que, por cierto, no me desenvuelvo demasiado bien, y en la que se corre el riesgo de que la impericia en el lenguaje tabernario sobrepase la fina frontera que existe entre el exabrupto ingenioso y la vulgaridad. Inclúyaseme en la segunda de esas variables. El caso es que la persona aludida no era el escritor que yo barruntaba, alguien de quien se ha solido hablar más de una vez en ese foro y, para más señas, alguien por quien fui ofendido vilmente y con quien tuve un rifirrafe muy desagradable en una conversación privada. El comentario original, además, encajaba perfectamente con una de sus más deleznables cualidades, la del narcisismo y la del prurito de superioridad.  Sin embargo, el aludido era, sin yo saberlo, otra persona por la que profeso, en cambio, gran respeto, admiración y el afecto propios de la camaradería literaria, esa que no es necesario alimentar cada día, pero que se da por sentada entre quienes nos reconocemos en una forma de ser y de estar en el mundo. Este escritor, al que aprecio, al leer mi comentario, se entristeció al comprobar el supuesto concepto denigratorio que yo le atribuía, y me escribió en privado para mostrarme su decepción. No hubo reproche, ni recriminación, ni bajó nunca al barro. Al contrario, fue una lección de caballerosidad, de saber estar, de altura de miras y de humanidad, a pesar de saberse herido. Un ditirambo a la elegancia. Y todo ello creyendo él que yo había participado conscientemente de su afrenta. Tuve que aclarar al momento el malentendido y confiar en que esta persona le tuviera fe a mi palabra. Si no se la tuviere, tampoco yo podría reprocharle nada. Pasé una tarde entera angustiado y dormí mal. Y, tras la angustia, llegó el enojo. Pero el enojo conmigo mismo, que es el que menos consuelo tiene. Porque todo ese embrollo hubiera sido perfectamente evitable si uno hubiera tenido la lucidez y el equilibrio emocional de no participar en linchamientos (aunque estos vayan dirigidos a las personas más odiosas) ni acompañar trifulcas patibularias que a nada conducen, salvo a embarrarlo todo y a mostrar la dimensión más aborrecible de la condición humana. Pero participé y el equívoco no es exculpatorio porque, en esencia, nada cambiaba salvo la persona afectada. La hermosa contestación privada que ese escritor me ofreció, aun sabiéndose erróneamente la diana de mi comentario ofensivo, es una de las lecciones más contundentes que he recibido jamás y que redundará, estoy seguro, en mi forma de relacionarme con las redes sociales y en la vida, en general. Entretanto, ando buscando asilo en alguno de los círculos del Infierno de Dante donde mi estupidez encuentre su acomodo y su penitencia.

lunes, 6 de mayo de 2024

648. Literatura recién inventada

 


Nunca conocí en persona a José Óscar López. Todo lo que sé de él me ha ido llegando a través de los comentarios, entusiastas y cariñosos, de quienes tuvieron la suerte de compartir su amistad, algunos de ellos, también amigos míos. Esto convierte a José Óscar para mí en una especie de compañero a no sé cuántos grados de distancia de consanguinidad, pero compañero, a la postre. Lo sé bien porque, tras su reciente pérdida, sentí cercano el dolor de todos aquellos que se volcaron en las redes para dejar el testimonio de su desconsuelo. Fue entonces cuando me urgió la necesidad de escoltar en mi pequeño bote el navío de José Óscar hasta su llegada a las islas, estén éstas en donde quiera que estén, siguiendo la cartografía del misterio que somos.

A propósito de su libro de relatos, Los monos insomnes, el escritor Pedro Pujante decía que era «literatura como recién inventada, proveniente de un país indefinido y fascinante». No creo que exista mejor definición para la obra de José Óscar López. Así me ha parecido también su Llegada a las islas, una suerte de reformulación del movimiento creacionista de Huidobro donde el lector se adentra como en una tabula rasa y sin coordenadas en un mundo acabado de estrenar. Ya los poemas que abren el libro constituyen una especie de poética: si existe la imposibilidad de decir algo porque todo está ya dicho tal vez «esta nada apacible, hospitalaria, constituyese una nueva y paranoide Eneida, formulación nueva y a la vez antigua». Prácticamente todo el poemario es una búsqueda de caminos nuevos para saber decir: la desmitificación de la inspiración decimonónica; la relación del escritor con su soledad creativa; ensayos de estampas poéticas; el atisbo de la idea («No conocí jamás la torre, pero oí / el canto de la torre y / ya no pude olvidarla»); imágenes en ciernes «como peces temblando fuera del agua»; la verdad literaria, lejos de la impostura del éxito («no pedí el laurel, sino aleteos, la verdad»); la inevitable vanidad, que es también autoexigencia («¿para qué ser cristiano si se pude ser cristo?» o «sé justo porque sé que no serás benévolo»); la peregrinación de un Judas Iscariote que vaga por Tracia, Siria y Jonia en busca de nuevos sortilegios pero que resulta partícipe de la «enésima generación de héroes mandados de vuelta a casa», como el hoplita renegado que vuelve a Elea o el regreso sin la espada de quien ha perdido Britania; aferrarse al trozo de ébano y «conservar los pedazos de aquello que nos salva»; las ideas desechadas como «chatarra galáctica»; la libertad creativa entendida como un ejercicio para nadie («como un arquitecto que comete / su trabajo sin la carga de que nadie tenga que vivir allí»); la importancia de la mirada («quien observa […] es quien lo aporta casi todo»), pues solo el poeta puede presagiar esencias trascendentes en la cotidianidad. Todo ello jalonado por diferentes y sugestivos guiños culturales procedentes de la cultura pop, de la música y del cine.

Pero ese mundo «a años luz, arriba lejos / muy lejos de cualquier planeta habitado», sucumbe a veces al prosaísmo de la realidad pura y dura: «los ángeles de la mañana bostezan en las paradas de autobuses»; salir de la ensoñación de un cine; la soledad rodeado de gente; la expectativa de los demás; un acoso escolar; las tardes de verano ociosas e improductivas; y algunas vicisitudes de orden personal que se integran dosificadamente en el libro.

Llegada a las islas es la epopeya de una búsqueda y José Óscar su intrépido (y vulnerable) argonauta. Los que hemos leído a José Óscar ahora sabemos con certeza que finalmente su nave arribó con éxito a la Cólquida. Y que se hizo con el vellocino de oro.