lunes, 31 de enero de 2022

559. 'Mira que eres'

 


Leer a Luis Rodríguez es, ante todo, una experiencia literaria inmersiva en la que el lector paciente y desprejuiciado debe aceptar el envite de dejarse extraviar por entre las galerías laberínticas de su prosa, liberarse del prurito academicista que le exige querer entenderlo absolutamente todo, y transitar por las páginas del libro asumiendo el desconcierto gozoso de quien habita el no-tiempo de una literatura miscelánea que se explica per se, una propuesta autorreferencial que se retroalimenta y que trasciende cualquier intento de clasificación genérica porque ella es en sí misma un género literario.

Mira que eres (Editorial Candaya), el último trabajo del escritor cántabro, confirma la arriesgada audacia de nuestra consideración de marras. Pero si, pese a todo, el lector necesitase asideros, quizás conviniera primero leer el libro de Luis Rodríguez como el tratado poético que también es y tal vez entonces quedarían desveladas algunas de sus motivaciones. Si adoptamos esta modalidad de lectura, hallaremos repartidos aquí y allá retazos metaliterarios que, una vez unidos, conformarán el compendio del credo artístico del autor e iluminarán algo el camino. Así, para Rodríguez, «escribir es desatar el nudo», desenquistar aquel conflicto emocional, explicarlo y darle salida y carta de naturaleza. También leer a Luis Rodríguez es, en cierta medida, desatar un nudo. Hay en el libro una defensa de la ficción y hasta de la exageración que prima por encima de la verdad empírica o de los fundamentos supuestamente lógicos: el pacto de ficción y el disfrute de la belleza valen más que la impertinencia extemporánea del positivismo. Lo que no es negociable es la autenticidad, nacida del mismo tuétano de la experiencia creadora. Hay también una fe en la oscuridad como paso previo al conocimiento, al estilo de la mística sanjuanista, lo que explicaría el relativo hermetismo del libro: solo de noche se ven las estrellas. También se reflexiona sobre la tiranía de la mercadotecnia adocenadora o sobre el lector, al que el proceso creador no tiene en cuenta pero al que se le invita a formar parte activa del reto intelectual. El libro, que es un gran palimpsesto, trufado de referencias literarias explícitas o implícitas, es también una celebración del milagro de la intertextualidad.

El débil hilo argumental (la búsqueda del personaje biografiado en el libro) parece solo erigirse como el pretexto para el encuentro fortuito con otros personajes que conformarán un muestrario muy singular de caracteres e historias peregrinas: pasados turbios o misteriosos, vacío existencial, carencias afectivas y empáticas, desnortados y abúlicos, los personajes de Mira quién eres visitan velatorios de desconocidos para «reflexionar sobre lo efímero», sueñan con sus propios entierros, guardan en una cajita los pelos del aborto del padre violador, tallan en madera escenas de la Última Cena con los rostros de los compradores en las caras de los apóstoles y un largo etcétera. A veces se difuminan las fronteras entre los personajes, que parecen cederse el testigo de sus roles identitarios y aspiran siempre a ser otros (no es baladí la alusión a Pessoa o a Sá Carneiro), como Manuel, que asume los papeles de los personajes que como actor le toca representar en el teatro, o como aquel preso de los campos de exterminio, que para librarse de la culpa de su supervivencia, asume ser un oficial nazi. Junto a sus historias, abundan las reflexiones metafísicas que jalonan toda la lectura: la mirada ajena como ontología; habitar el error como ideal de vida; la culpa; el suicidio; el pasado como ficción. Y todo ello dispuesto a través de una estructura sorprendente y original que, no obstante, no desdeña la tradición (toda vanguardia que se precie debiera cumplir con esa premisa) como cuando se utiliza el tópico del manuscrito encontrado (tampoco es casual la alusión a Cide Hamete Benengeli) para fabricar los mimbres del relato. Una fiesta de la Literatura de la que, una vez ha amanecido, salimos ebrios –las guirnaldas ondeando todavía con el relente de la mañana– y un poco melancólicos y nostálgicos por el destierro sobrevenido tras la última página.

lunes, 24 de enero de 2022

558. Sonaba la Séptima de Bruckner

 


A los que nos dedicamos a hablar de Literatura no nos resulta sencillo reseñar libros como el que hoy nos ocupa. Con los pies por delante, de Carles Canals, recoge veintidós breves reflexiones que son, a la vez, veintidós hermosísimas despedidas de alguien –el propio Carles– que en el fondo se sabe desahuciado de la vida tras recibir el diagnóstico de un cáncer de páncreas. El diario, alojado previamente en un blog y ahora rescatado del limbo digital para la venerabilidad del libro por la editorial Sloper, es un testimonio lúcido e inteligente,  a veces cruel, otras divertido, y nunca victimista de los últimos tres meses de vida del polifacético periodista mallorquín.

Decía al principio que no resulta fácil abordar desde la crítica literaria libros como este; uno se siente algo imbécil y pretencioso aplicando el escalpelo cuando el contenido del texto que analiza trasciende toda consideración academicista, y los juicios literarios se antojan extemporáneos y hasta impertinentes ante la terrible y palmaria realidad vital que se impone durante su acongojada lectura. Y no obstante, el libro de Carles Canals es una joyita literaria, lamentablemente inconclusa, cuya calidad artística no pasa desapercibida ni siquiera cuando uno, respetuosamente, decide que se va a quitar las gafas del crítico. Porque si es abrumadora su verdad experiencial, también lo es su verdad literaria, nunca menoscabada por el presumible y disculpable patetismo de quien está contando su muerte. Y es que en el libro de Canals, si algo no hay, es justamente patetismo ni autocompasión. Canals sujeta con admirable prestanza la brida de su desolación y sus textos nunca caen en el morbo fácil ni en el sensacionalismo. Hay en todo momento una conciencia clara del ejercicio de la escritura, de los resortes narrativos, y aunque –como decíamos– nadie le hubiera reprochado al autor algún acceso dramático, Canals siempre antepone su oficio como escritor o, al menos, lo tiene muy presente. Incluso en el pasaje más emotivo del libro, que para mí es aquel en el que la medicación le hace perder a Carles el sentido del tacto y no puede, por tanto, sentir la piel de Pepi, su mujer, al abrazarla (lo que no deja de ser otra forma de muerte), incluso ahí -–digo– con todo su riesgo sentimental, se me antoja el pasaje una de las más bellas y tristes declaraciones de amor a las que yo haya asistido en la literatura últimamente.

Por el libro desfilan el humor negro, la crítica social, la generosidad en medio del dolor propio, la esperanza en la vida exprimida con pundonor hasta el último momento, el amor al arte y tantos otros detalles emocionantes escritos con titánico esfuerzo sobre un teclado de madrugada cuando los dedos ya no atinan sobre las teclas.

Dice la nota final del libro que en el momento de la muerte de Canals sonaba en la habitación la Séptima Sinfonía de Bruckner. Se dice que el músico austríaco compuso el tema principal del Adagio al conocer que su maestro Wagner agonizaba en Venecia, introduciendo como homenaje las tubas wagnerianas usadas durante el lamento fúnebre. Cuando Bruckner murió se inscribió en el pedestal de su tumba la frase final de su Tedeum «Nunca estaré perdido». Este libro que edita ahora Román Piña es esa tuba wagneriana y es también ese hermoso epitafio de amistad del túmulo de Bruckner.

lunes, 17 de enero de 2022

557. 'Klara y el Sol'

 


Tras ser galardonado en 2017 con el premio Nobel, Kazuo Ishiguro regresa al panorama literario con una novela de ciencia ficción en la que se aborda el tema de la inteligencia artificial. Si bien pudiera pensarse que es un tópico algo manido ya, trabajado con frecuencia en la literatura y en el cine, el escritor de origen japonés ha sabido crear una obra fresca, narrada desde la perspectiva de Klara, una AA (Amiga Artificial) que se encargará del cuidado de Josie, una chica de catorce años que se encapricha del androide cuando lo ve en el escaparate de la tienda. He aquí uno de los aciertos de Ishiguro, pues elegir a Klara como narradora de la historia le permite hacer un análisis de la realidad cargado de ingenuidad, de curiosidad y de inteligencia. Klara es como una niña que observa el mundo con ojos entusiastas, que está ávida de conocimiento, de aprender los sentimientos, de explorar territorios ignotos que van más allá de lo que puede ver desde la tienda en la que se encuentra al inicio de la obra. Klara y su compañera Rosa, dialogarán sobre el futuro que les inquieta y darán pinceladas de cómo es el mundo de los humanos del que ansían formar parte: dominado por las prisas, por la polución, en el que hay mendicidad, desempleo, atascos, individualidad, egoísmo y en el que los trabajadores de élite han sido sustituidos por la inteligencia artificial, lo que ha provocado una fractura social que no augura nada bueno.

El cometido de Klara será acompañar a Josie en los años previos a ir a la universidad y paliar de alguna forma su soledad. Los jóvenes estudian desde casa y hay una tajante división entre los que han sido mejorados genéticamente y los que no, lo que acentúa la soledad y la desigualdad, dos de los temas principales de la novela. Josie se refugiará en Klara y en su amigo no mejorado Rick, personaje marginado socialmente que está condenado a tener más dificultades para progresar en un mundo que parece estar hecho solo para quienes han confiado en la manipulación genética. Este es el caso de Josie, si bien para asegurarle el éxito en la vida su madre ha puesto en juego la salud de la niña, pues esta padece una enfermedad imprecisa que hace tambalearse la vida de la familia. Resulta muy interesante el contraste entre las madres de Rick y Josie, cómo han adoptado posturas opuestas para cuidar a sus hijos y cómo las defienden a lo largo de la obra.

Otro tema fundamental de la novela es la búsqueda de la inmortalidad, la negación de la muerte como parte natural de la vida. La madre de Josie trama un plan moralmente cuestionable por si su hija acaba falleciendo en el que Klara desempeñará un papel clave. Las reminiscencias al mito de Prometeo son evidentes, al igual que a otros referentes como Pinocho o Frankenstein. Los seres humanos juegan a ser dioses que insuflan vida a la materia inerte, en este caso a las máquinas, pero algunos van más allá al considerar que la inteligencia artificial podrá suplir la desaparición física de las personas. El debate ético queda planteado al lector desde la objetividad del escritor, que no muestra en ningún momento su postura.

Dice Ishiguro que esta obra nació como un cuento infantil. Efectivamente, el autor ha creado una historia aparentemente sencilla en la que la protagonista es una “niña” androide que está descubriendo el mundo. A través de su empatía, de su capacidad para detectar el sufrimiento y de su sensibilidad, Ishiguro nos muestra el futuro oscuro que le espera a la especie humana. Al igual que las máquinas -la misma Klara es un modelo de androide antiguo y teme no encontrar un humano al que hacer compañía porque ya existen otros robots más modernos que ella-,  muchos seres humanos sufren la obsolescencia, sienten que no sirven para nada en un mundo dominado por los avances tecnológicos que los desplazan, que les hacen sentirse fuera de lugar, unos inadaptados en una realidad que va más deprisa que su capacidad de aceptación de ese nuevo modo de vivir que parece imponérseles como un gigante que les acabará engullendo. Esta obsolescencia produce que no solo la tecnología se quede desfasada sino que también el humano se sienta inútil en un mundo que ya no reconoce como propio.

Hay, por tanto, en la novela un mensaje pesimista con un fuerte trasfondo filosófico lleno de interrogantes. ¿Es Klara más humana que los verdaderos seres humanos? ¿Se está deshumanizando la sociedad? En muchas ocasiones son las personas quienes  parecen autómatas mientras que los robots aparecen como los depositarios de los sentimientos y de los rasgos más humanizadores. En este sentido, destaca la esperanza y el afán de lucha de Klara por salvar a Josie. Nuestra protagonista, que precisa de la energía solar para recargarse, considera que el Sol también podrá curar a su amiga. El astro rey aparece como una deidad a la que Klara ofrecerá un peculiar sacrificio que resulta tremendamente interesante: en una sociedad cada vez más incrédula, una máquina demuestra un profundo fervor religioso al Sol, el cual aparece aquí como el único dios verdadero capaz de generar vida. Este rito, de raigambre ancestral, acentúa de nuevo el juego de contrastes sobre el que se asienta la novela.

En definitiva, Ishiguro ha sabido construir con Klara y el Sol una metáfora de la vida en la que, como en los buenos cuentos tradicionales, se nos invita casi sin darnos cuenta a reflexionar sobre qué es la condición humana y hacia dónde estamos avanzando como sociedad. La ciencia ficción sirve como pretexto o como marco para plantear al lector un debate filosófico profundo y tremendamente necesario.

lunes, 10 de enero de 2022

556. 'Sacramento'


Afirmar que Sacramento es para mí la mejor novela de 2021 sería absurdo, pues no he leído todas y cada una de las novelas publicadas durante el pasado año. Tomen nota de ese pequeño detalle quienes confeccionan esas listas anuales en términos absolutos. Pero apuesto a que, de ser posible tal proeza lectora, el libro de Antonio Soler ocuparía la misma consideración de marras. No sé si en Málaga son conscientes de que tienen en su tierra a uno de los mejores escritores españoles de nuestro tiempo. El elogio no es gratuito: basta con leer este último trabajo del autor de Sur para darse cuenta del prodigio literario que constituye su magisterio narrativo.

Sacramento ha sido editado por Galaxia Gutenberg, sello que está liderando, junto a Libros del Asteroide o Candaya, lo que otrora representase Anagrama para los lectores exigentes y ávidos de novedades estimulantes. Una gran noticia este modelo editorial que aquí celebramos con alborozo e ilusión. El hilo argumental del libro se basa en la historia real de Hipólito Lucena, quien fuera párroco de la Iglesia de Santiago, en Málaga, y que protagonizó una oscura y ambigua relación de abusos a determinadas feligresas (las llamadas hipolitinas) a través del pergeño de una suerte de misticismo sexual, cuyo marco teórico de aspiraciones legitimistas va inculcando el cura durante las sesiones de confesionario. El libro comienza con una primera parte de tono cronístico, donde Soler recuerda la anécdota que tantos años más tarde daría lugar a la presente novela. El autor explica cómo, todavía joven y poco reconocido, se le ofrece la posibilidad de participar en una revista cultural auspiciada por algunos popes de la vida literaria malacitana y cómo, al principio, se siente algo decepcionado al recibir para la misma el encargo de escribir sobre la vaga y poco motivadora historia del tal Hipólito. Le sirve a Soler esta primera parte para reflexionar sobre hermosos aspectos de metaliteratura y para recordar la precariedad de sus primeros tiempos de escritor, simbolizada en ese Callejón de las Puercas donde vive. Tras ese preámbulo llega, al fin, la novela y aquí halla el lector todo el portentoso despliegue literario de Soler. En esos primeros apuntes de la biografía documentada de Hipólito, dirigida por un narrador omnisciente o por el estilo indirecto libre, destacan algunos primeros rasgos de su personalidad, que ya adelantan las atrocidades del futuro: Hipólito pugna denodadamente contra el dominio de la carne que le lacera y que entra en conflicto con su vocación religiosa. Esa lucha, con la culpa como eje conductor, deja algunos de los pasajes más brillantes y estremecedores del libro. Luego, cuando el Hipólito ya cura asume su claudicación, trata de conciliar ambas facetas de su naturaleza e inventa una teología del sexo que él mismo acaba creyéndose para tratar de justificar sus aberraciones. Entretanto, el narrador traza un friso de la España de la inmediata posguerra y de las décadas siguientes, cuya ironía recuerdan al mejor Marsé. La mezcla de sexo y marco religioso resulta fascinantemente turbadora y su atmósfera evocan a la literatura decadentista de principios del siglo XX. La prosa es deslumbrante: desde el preciosismo levítico (e irónico) de un Gabriel Miró o la prosa alucinada de un José Donoso, pasando por un dominio extraordinario del lenguaje conversacional. Magistral es también la distancia del narrador respecto de las abominaciones de Hipólito. Efectivamente, el narrador nunca juzga las acciones del cura, con la dificultad que eso debe de entrañar, y hasta a veces se atisba algo parecido a la compasión para con su personaje, a la postre otra víctima de sí mismo. El lirismo displicente de los pasajes más escabrosos son tan extáticos como las pasión mística de las hipolitinas. Si la literatura es también un sacramento, la oblea con la que comulgar debe de ser muy parecida a esta novela admirable.