lunes, 27 de enero de 2020

472. El coronel sí tiene quien le escriba



Querido coronel:
Lamentamos enormemente la demora de 64 años con que esta carta llega ahora hasta sus manos. Discúlpeme si evito con usted el farragoso lenguaje administrativo pero esta carta no puede ni debe someterse a las formalidades burocráticas de rigor. Bastante ha sufrido usted la lenta maquinaria del Estado como para que no le respete ya ni la gramática. Hacinados sobre el escribanía de este funcionario, tengo todas las solicitudes que ha ido reclamando sin fruto durante años para la obtención de su pensionado. Todo es correcto: el certificado que demuestra su concurso en nuestra Guerra de los Mil Días al servicio del coronel Aureliano Buendía es totalmente legal. Temo, eso sí, que mi respuesta llegue algo tarde. En 1956,  año del último dato del que dispongo, usted afirmaba que llevaba esperando el pensionado durante 15 años y que ya llevaba usted sobre la negra tierra unos 75. Eso significa que la carta le ha llegado al cumplir usted 139 años. ¡Qué longevidad la suya, amigo coronel! Al principio pensé ya desistir pero el acta de defunción que obra en mi poder es algo ambiguo y no deja claro su deceso. El escribano que lo redactó afirma que el coronel no ha muerto porque los clásicos nunca mueren. Me pareció una licencia poética algo manida que debió de escribir el notario en un momento de emoción. Pero lo que sí que es cierto es que hay cientos de testigos que dicen haberle visto a usted en los teatros de toda España contando su historia y utilizando el heterónimo de Imanol Arias. También hay un documento de un tal Gabriel García Márquez del año 1961 donde se narran sus vicisitudes y algunas entrevistas en las que el llamado «Gabo» asegura que su historia está inspirada en la de su abuelo Nicolás Márquez y que todo surgió al contemplar en el puerto de Barranquilla a un hombre esperando el correo que traían las lanchas. También afirma el tal impostor que escribió lo que él llama novela durante su estancia en París, mientras –él también– aguardaba el dinero con su sueldo de corresponsal de El Espectador, el periódico colombiano cerrado por la dictadura de Rojas Pinilla. La gente ya no sabe qué inventarse para hacerse famosa a costa de héroes como usted. El caso es que me he puesto en contacto con un criticucho de un periódico de provincias, amigo mío, para que me diera fe de eso que dicen de que está usted haciendo bolos por España con el falso nombre de Imanol Arias y me cuenta este amigo que sí, que es verdad, y que lo ha visto a usted bien lozano para llevar a sus espaldas casi 140 años. Eso sí, me dice que, está usted algo sobreactuado haciendo de sí mismo. Que él esperaba a un viejecito vulnerable, apocado, con un buen fondo casi skarmetiano y se encuentra un gallito contestón más peleón que el gallo ese de su hijo Agustín. También dice que le vio algo falto de ritmo, demasiado moroso; que sobran las rancheras mexicanas (¿para qué diantres pone usted rancheras mexicanas en una historia colombiana?) y que obvia usted momentos relevantes de su biografía, como aquel día en que decidió no vender el gallo al mezquino Sabas porque, viniendo de la gallera, sintió la aclamación del pueblo y se visitó usted con las galas de la dignidad. Me dicen también que los viejitos de Bilbao han hecho suya su causa y la han extendido por toda España y que usted les hizo un guiño en su espectáculo. ¡Qué nobleza la suya, coronel! En fin, no quiero entretenerlo más. Con esta carta, tan largamente esperada, recibe usted al fin la pensión que se le adeuda. No ha sido fácil reunir los intereses que se le deben con carácter retroactivo. Pero han contribuido con las arcas de la Hacienda pública muchas personas solidarizadas con su situación tras haber leído la historia que sobre usted cuenta el escritor ese de Aracataca. No, si al final tendrá usted que agradecerle algo al tal Gabriel García Márquez.

lunes, 13 de enero de 2020

471. Este no es otro artículo sobre Galdós.



Mantengo una relación de amor-odio con las efemérides, sobre todo cuando homenajean a alguno de los escritores a los que amo. Por un lado, lo rescatan del olvido, reivindican su figura, actualizan los estudios críticos y, aún más importante, predisponen a los lectores a releer sus libros o a leerlos por primera vez. Sin embargo, y esto responde casi más a un fetichismo maniático y patológico que a otra cosa, me desagrada ver a «mis» escritores manoseados por todo el mundo, casi prostituidos por los órganos gubernamentales, exhibidos en cartelerías publicitarias, aprovechados por el oportunismo de articulistas de medio pelo a quienes les salva la plana de hoy el escritor que apenas conocen, citados en los atriles parlamentarios por algún político semianalfabeto, utilizados por la productora equis de turno para sacar rédito económico a través de una serie televisiva, explotado por los editores y biógrafos que aguardan estratégicamente, alevosamente, sibilinamente, la fecha conmemorativa… En fin, para qué seguir.
Pero, repito, esta inquina mía por los aniversarios se debe a una sensación ficticia de expropiación de mis escritores, como si mis escritores fueran solamente míos y no pudiera soportar verlos andar de mano en mano y de boca en boca. Es lo mismo que ocurre con las muertes de los cantantes: al instante, las redes sociales se llenan de comentarios luctuosos, de vídeos y fotografías, de manera que el artista del que nadie ha hablado en años resulta que ahora es ídolo de todo el mundo. Es signo de los tiempos: hay que fingir que uno encaja en la rabiosa actualidad para no morir de proscrito. Por eso, cuando se me murió France Gall y la cosa apenas tuvo resonancia mediática, pude vivir mi luto y mi llanto en la privada intimidad de mi tristeza sin tener que compartirla con los que se apuntan de forma espuria a la quincalla de sus hipócritas elegías.
Este año se celebra el centenario de la muerte de mi queridísimo Galdós. Así que, tras lo hasta aquí dicho, ya se imaginarán ustedes el debate interno que me generan todos los actos programáticos que alrededor de su recuerdo se están llevando a cabo. A los que acostumbramos a leer a Galdós varias veces al año desde hace mucho tiempo, leales más allá de homenajes y efemérides, nos ofende la irrupción de determinados advenedizos que llegan ahora para descubrirnos quién fue don Benito. Alejados de los fastos, tratamos de seleccionar muy bien a quién debemos escuchar y a quién no cuando alguien habla del escritor canario (los galdosianos auténticos nos reconocemos enseguida) y asistimos con tierna complicidad al discurso de algún amigo incauto a quien han liado para participar del banquete literario. Pero ese es también su cometido: el amor a Galdós impone determinados sacrificios y siempre viene bien alguna voz autorizada que eleve de la ramplonería general y de los tópicos repetidos una y otra vez la remembranza de uno de nuestros autores más señeros. Tiempo habrá luego de conversar tranquilamente en el hogar de don Benito, que son sus libros, a salvo ya del ruido de ahí fuera, y de salvaguardarlo de los nuevos próceres. Algo así como esos creyentes que consideran accesoria toda la mediación ritualística y eclesial de las instituciones religiosas y hablan con su dios personal en la privacidad de su fe, de forma directa, franca y sin escenografías. Por eso este no es otro artículo que habla sobre Galdós. Es solo un acto de amor. Y si se quiere hablar de Galdós, dejémosle, sobre todo, hablar a él.

lunes, 6 de enero de 2020

470. Los escritores escriben




Los escritores escriben. Menuda perogrullada con la que nos sale hoy el columnista de provincias. Y sin embargo, de vez en cuando conviene recordarlo. Sí, los escritores escriben.
Y es que desde que la literatura se ha convertido en un negocio más (negocio, sobre todo, para distribuidoras, algunas editoriales y librerías; casi nunca para el escritor), los escritores han dejado de escribir para participar de todo el proceso mercantilista que exige la explotación del libro. Algunos deben hacerlo, incluso, por imperativo de los propios contratos editoriales, que incluyen en sus cláusulas el compromiso de participar, por diferentes vías, en la promoción de la obra. No es nada nuevo. Y tampoco resulta descabellado: la industria debe sobrevivir y también a muchos autores les interesa darse visibilidad. Pero con la incorporación a las estrategias de mercadotecnia de las redes sociales, el escritor ya no hace otra cosa. Como la competencia es, además, feroz (ferocidad en la cantidad, que no en la calidad), el escritor debe invertir su precioso tiempo en reivindicar su pequeña parcela de existencia. Como esos carteles de empresas publicitarias que encontramos a veces en los arcenes de las carreteras y que rezan: «¿Lo has visto? Entonces funciona» o «Si no te ven, no existes». Así las cosas, no importa si el libro es bueno o no. Lo importante es que se vea. Y así, el sufrido escritor no sabe que, después de dedicar unos años a su novela, tendrá que alargar en una coda espuria, el tiempo que debería estar invirtiendo en escribir otra novela. Hay que cuidar el blog, el Facebook, el Instagram, el Twitter, mantenerlos al día, dar cuenta de cualquier anécdota relacionada con el libro, renovar su contenido casi a diario –dos días sin aparecer y ya no existes– y tantas otras esclavitudes. Si, además, no se dispone del amparo de una editorial comprometida, el escritor no solamente ejercerá de publicista sino también de relaciones públicas: contactará con la prensa para conseguir un rinconcito en la página del periódico; enviará notas de prensa redactadas por él mismo; cuadrará calendarios con librerías o instituciones culturales para las presentaciones; se trabajará el cartel con que anunciará el evento; distribuirá su libro entre los críticos con la esperanza de que alguno le dedique una reseña; se recorrerá España y buscará hoteles a buen precio que compensen algo sus seguras pérdidas económicas, etcétera. Representante, secretario, diseñador gráfico, distribuidor, economista, chófer… De todo menos escritor. Añadámosle ahora las obligaciones del oficio habitual que le da el sustento y los deberes domésticos, y ya no tenemos escritor. Hablo claro, del escritor medio. Los gigantes tienen todo eso solucionado. Y, sin embargo, muchos de ellos se quejan también de ese ínterin nefasto que existe entre libro y libro donde no se halla momento propicio para recuperar el resuello que da la escritura, a la postre, lo único que los escritores saben y quieren hacer. Claro que, siempre existirá el escritor romántico que huirá de tales servidumbres y reclamará el ejercicio de la escritura per se, sin publicidad ni lectores. ¿Sin editorial? Si ese es el caso de algún prócer, piense que su quimera tiene menos mérito que el que se trabaja las promociones: pierde mucho menos dinero. Porque quien se dedica a esto no lo hace para volverse rico, sino para cumplir un sueño. También hay, claro, quien lo cumple a costa del sufrimiento de los lectores pero esa es otra cuestión.
Concluyamos, pues: el espacio del escritor es su escritorio. Mal asunto si algún escritor se siente más cómodo ante los focos que ante su mesa de trabajo. El escritor es siempre un tímido. Por ahí, es un pulpo en una cacharrería. Ante el papel, un audaz, valiente y aguerrido. Démosle entonces solamente papel y pluma. Porque el escritor escribe.