lunes, 3 de febrero de 2025

677. Cerralbo: topografía de la memoria

 


El nuevo libro de Ramón García Mateos empieza con el hallazgo de un cadáver junto al río en las inmediaciones de Cerralbo, un municipio de la provincia de Salamanca. Sin embargo, la promesa del thriller se desvanece conforme vamos descubriendo que el muerto de esta novela es otro, que el muerto es, en realidad, un tiempo periclitado del que el autor desea escribir su emocionado epitafio. Efectivamente, Cuando el mundo se llamaba Cerralbo (Ediciones Valnera) es una novela donde se respira con el anhélito de una forma de vivir y de entender el mundo ya casi extinguidos. Autor y narrador coinciden en esta crónica de tintes autobiográficos que, no obstante, trasciende la mera anécdota personal para situar al lector en el territorio universal de la memoria y en el costumbrismo de un pueblo castellano allá por la segunda mitad de la década de los 60, cuando el escritor salmantino atravesaba su infancia. La aproximación cronológica nos la brindan las alusiones a figuras de la cultura popular, como la mención de los futbolistas Rifé y Gárate en los cromos; o la de El Viti, el famoso torero de Vitigudino, partido judicial al que pertenece el propio Cerralbo; o la evocación de El Lute y del diario El Caso, entre otras referencias de la época. En ocasiones, el autor quiere remontarse algo más lejos en el tiempo para rememorar y homenajear a sus antepasados, y entonces aparecen la guerra de Cuba o el drama de la emigración a las Américas. Pero, sobre todo, la novela es un fresco nostálgico de una forma de vida, idealizada por la memoria, que «deforma los recuerdos y, a veces, también miente», y tamizada por la visión infantil del narrador, que es capaz de ensamblar con un gran inteligencia literaria las remembranzas del autor adulto con la percepción inocente del niño protagonista. Un mundo, el de aquel Cerralbo, que era el mundo de muchos pueblos españoles, aquellos donde aún se paría en casa, donde faltaba el agua corriente, donde se veía el fútbol en la única televisión instalada en el bar, donde se creía en basiliscos y brujas, donde cada vecino tenía su mote o donde los rumores alcanzaban categoría de verdad y alimentaban la novedad de una vida rutinaria, pero apacible y auténtica. Por el libro desfilan los tipos humanos reconocibles en todo pueblo: el vagabundo que, en el calendario eterno y difuso de la niñez, marcaba con su llegada el paso objetivo del tiempo; el mozo viejo, con su soltería a cuestas como un estigma; el hombre solitario y adusto. Pero también las fiestas populares, las coplas, la gastronomía (con especial protagonismo del hornazo); las tardes interminables de fútbol; la admiración hacia el héroe tauromáquico con el que se fantaseaba en los lances de la imaginación; el descubrimiento del sexo; el hermoso milagro de la amistad y la irrupción demasiado prematura de la enfermedad y de la muerte. Y, claro, los cuentos, al calor de la lumbre, y al arrullo de la voz de la señora Balbina evocada en la cubierta del libro, que entronca con el amor de García Mateos por la literatura popular. Y entre capítulo y capítulo (y habríamos querido que el autor se prodigara más en esa alternancia estructural), una evocación, a modo de estampa y con la belleza lírica a que nos tiene acostumbrados la veta poética de García Mateos, de un retazo de aquel ayer. Los lectores asiduos del autor se toparán, además, con alguna sorpresa, como la aparición de Puñales, el aspirante a torero que ya apareciera en la imprescindible Verdades y fingimientos como traficante en la raya de Portugal. Con esta novela, García Mateos, además, completa la estela de su topografía sentimental en la que en su día incluyera también a Barco de Valdeorras. Pueblos de lindes pequeñas, pero donde cabe el universo entero.

lunes, 27 de enero de 2025

676. ¿Y todo esto?


 

Siento por la poesía de José Luis Vidal una devoción que auspician la pureza de su sensibilidad honesta y una inteligencia al servicio de un corpus filosófico a cuyo molde se ajustan los poemas con admirable ensamblaje. Así, a la belleza del poema exento, se le une siempre el armazón teórico de un conjunto perfecto.

En su nuevo libro, El buen suelo, son reconocibles algunos de los temas recurrentes del poeta vitoriano, especialmente la atención al aquí y al ahora y a la conciencia asombrada del propio yo en comunión con el cosmos desde un concepción extática. En ese estado de subyugación comparecen la gratitud, la piedad y la propia fragilidad, que nunca se aterra ante la inevitable disolución: su asunción es más bien una punzada de nostalgia de trascendencia. En esa mirada atenta donde la belleza duele, el poeta descubre, no obstante, la indiferencia del absoluto, cuya belleza, «la que rebosa, la que se pierde, / ni la conmuevo ni se preocupa / de mis palabras». Ese filtro perceptivo que traspasa la materia y el suceder hacia su más entrañable esencia hace desmerecer el accidente que somos y su falacia, el rostro fortuito y el nombre arbitrario: «entro en la muchedumbre / incapaz de juzgar la novedad / de sus disfraces». Y más adelante: «ojos, manos, oídos / son sastres viles / que me cosen al borde / de otros afanes». Es el mismo argumento para definir el amor, donde el tú y el yo son una farsa, el alma, una licencia y una obviedad, el cuerpo: «mi corazón, tu corazón / crecen con él, / pero no es nuestro».

Existe también en el libro un buen número de poemas que hablan de la noche o del momento crepuscular, que redundan en la idea del desdibujamiento del mundo o de pausa abisal de la existencia, donde «el tiempo huye / como la liebre / libre del hombre». En la penumbra, el poeta «carec[e] de sentido / y apenas se lo [da] a nada / salvo a este súbito / apagarse la luz». A veces, ese desleírse es una adorada «divina apatía / olvidada de espigas, flores, hojas… / antes urgentes». En otro poema, una escena costumbrista termina con el atardecer, cuyo eclipse desaliñado, «–su negligencia– / nos puso en duda». La «tarde solemne» tiene, entonces la gloria «de lo que queda».

Muy emparentado con estos versos aparece el tema de la vida como sueño, como en aquel poema en el que el poeta, al contar un cuento a su hija, deviene, él con ella, en un cuento también.

 El recuerdo de la muerte aparece también matizado en el ejercicio contemplativo. Así, los ojos se abren «a los barrancos» y «en la espesura de la tiniebla / oigo una sorda crepitación / que me concierne»; el cigarro «es una breve brasa / como la mía», y se hermana con el poeta en la ceniza. El tiempo marca su ley inexorable y su evidencia palmaria se aprecia mejor en el contraste entre la vejez del poeta y la jubilosa juventud de la niña del hermosísimo poema que abre (y cierra) la cuarta sección del poemario.

Finalmente, pese al aislamiento espiritual que la contemplación impone, el poeta se siente también copartícipe de los otros en su desvalimiento y, entre la multitud enloquecida que lo desplaza, «quier[e] considerarlo: / que no esté solo, / y no estén solos». Este sentimiento gregario le empuja también a sentir piedad por la desolación de los demás, como el poema que cierra el libro, que tiene trazas a mitad de camino entre la poesía social y la metafísica.

El buen suelo recoge, entre otras muchas cosas, el asombro de estar vivo entre la majestad de las cosas y de la creación. El poeta recupera para el título de su segunda sección una frase de su abuelo, José Carreras, que se pregunta, perplejo y mirando a todos lados: «¿Y todo esto»? Y José Luis Vidal, ante las cosas que «suceden. Son. Se quedan», y a pesar de ser consciente la inaprehensibilidad de lo sustantivo, simplemente aspira a «decirlo».  Y sus versos son simiente para el buen suelo.


lunes, 20 de enero de 2025

675. La mujer que ama las palabras

 


«Inmortalizar a alguien es siempre un infinito acto de amor», dice Marta Sanz en uno de los capítulos de su nuevo libro. Y efectivamente, quizás Los íntimos sea, ante todo, un precioso homenaje a quienes han nutrido de afectos, complicidades y camaradería la memoria literaria de nuestra autora. También hay cabida para algún ajuste de cuentas, aunque esgrimido con moderada acritud, pues nobleza obliga. Editores, agentes literarios, compañeros de profesión, críticos, dinamizadores culturales, libreros y, en definitiva, toda esa constelación que motea el universo de la literatura desfilan por unas páginas aderezadas de un sabroso anecdotario que revela las tripas del mundillo. Al concluir el libro, creí necesaria la incorporación de un índice onomástico que facilitara la localización de las decenas de nombres que en él aparecen, pero luego pensé que los índices onomásticos parecen estáticos nichos de cementerio y que no le haría justicia a los allí mencionados. Porque los nombres de estas memorias «del pan y las rosas» hablan y ríen y lloran y gastan bromas y aconsejan y ayudan y viajan y aman y viven y no merecen una lista onomástica.

Junto a ese luminoso registro de experiencias compartidas, Marta Sanz reflexiona también, en un valiente y ejemplar ejercicio de honestidad, sobre la relación con su propia escritura. Es la Marta más combativa y, a la vez, las más vulnerable y desencantada. Aquella que defiende su derecho a las metáforas, a la alusión culturalista y al estilo elaborado sin que eso deba entrar en conflicto con cierto clasismo procedente de los paladines de la conciencia de clase, que podrían llamarla «”traidora” por escribir palabras que no todo el mundo entiende» mientras «la población semialfabetizada […] cada vez cuenta con menos herramientas, por cierto, para hacer la revolución». Una escritora que se revuelve contra la sobriedad, porque «menos es menos», y que observa, angustiada, cómo poco a poco va desapareciendo «esa comunidad lectora con la que aún nos podemos entender»: «este libro se escribe para los lectores que aún leen como yo he leído». El libro es, pues, un alegato que llama a la resistencia, a la manera en que Fernando Royuela preserva la literatura de cualquier relación mercantilista. Pero junto a ese ideal, Marta Sanz reivindica también su derecho a poder ganarse la vida con su oficio sin renunciar a la coherencia personal, aunque sea consciente de que ese riesgo puede llevarla a la autodestrucción o a la renuncia de sus «aspiraciones aristocráticas» literarias. La vicisitud comercial, sin embargo, se incrusta a veces en el lenguaje. La autora cuenta, por ejemplo, cómo en La lección de anatomía escamoteó la parte artística de su libro por temor a que la acusaran de elitista. Luego se resarció en Black, black, black, escribiendo una novela negra que trataba, entre otras cosas, de dignificar el género, superando los leit motiv de su adocenamiento.

He aquí otro aspecto a reseñar de Los íntimos: el análisis de la intrahistoria de muchas de las obras de Marta Sanz, que permitirá a los lectores leales de la autora ampliar el prisma de aquellas lecturas.

Los íntimos, además, nos ofrece el retrato de una escritora humana, lejos de las torres de marfil, angustiada por los rechazos editoriales, por el miedo a las reseñas negativas o condescendientes, sensible a la culpabilidad autobiográfica inoculada por el gurú de turno, exultante ante cualquier buena noticia sobre sus libros, como si fuera todavía una escritora novel, resignada a recorrerse media España para agotar sus ediciones de escritora desterrada del bestsellerismo por las mesnadas de lectores cobardes. Y, sin embargo, hasta los autores comerciales consagrados «andan buscando otro tipo de legitimación». Esa de la que Marta sí goza desde hace ya muchos años y que timbra el blasón de la literatura que nunca muere. Como no mueren el pan y las rosas.

domingo, 12 de enero de 2025

674. Literatura que hiere y sana



 

El nuevo trabajo que nos regala Irene Reyes-Noguerol está compuesto por doce relatos. Doce es el número atómico del magnesio; doce es el número de nervios craneales; doce, los signos del zodíaco y doce, las notas musicales. Doce, son los apóstoles; doce, los frutos del Árbol de la Vida; y doce, los doce trabajos de Hércules. Y he aquí que, merced a la providencial cábala numérica, casi hemos resumido el hermoso libro de nuestra escritora sevillana.

Porque Alcaravea es un libro sustentado en los principios de la resistencia, palabras de hueso fuerte y tuétano; palabras que se reparten, erizándolas, las fibras sensibles de nuestra piel y de nuestra conciencia; que están marcadas por el capricho insidioso del sino; palabras que nacen aupadas por la poesía para la buena nueva de una literatura atenta –¡por fin!– a la forma. Palabras arraigadas en la tierra de la existencia misma, esa que cultivan, con el trabajo de vivir, los héroes cotidianos que no aparecen en los libros de mitología.

De los doce relatos, cinco toman como protagonistas a personalidades históricas: Van Gogh escribe desde la celda de su sanatorio en Saint-Paul-de-Mausole a su hermano Theo, y en sus cartas bucea por los abismos de la locura pero también por la gracia que aquella le concede en su paroxismo; Marie Geneviève van Goethem, la pequeña bailarina que inspirase la célebre escultura de Degas, denuncia con la bella sordina de un lirismo cruel, los abusos de sus pedófilos; la madre de Antonio Machado le pregunta a su hijo –ay– cuándo llegarán a Sevilla de camino a su exilio de Colliure; Lope de Vega, ya casi anciano, rompe su voto de castidad para cuidar de su último gran amor, Marta de Nevares, ciega, loca y catatónica; Abenámar y Almutamid narran sus amores ilícitos en aquel otro tiempo en el que era posible que los reyes se enamorasen y escribieran poemas.

En el resto de los relatos asumen el protagonismo personas anónimas, algunas de ellas emparentadas con la propia autora: el profesor expulsado que deja su huella indeleble en la alumna, que tomó conciencia de ser y de estar en el mundo cuando fue nombrada por el lenguaje que él le enseñó a amar; la madre esquizofrénica, víctima de sí misma y de quién sabe qué otros taludes, que descuida a su hija; la madre coraje que lucha contra la drogadicción de su hijo; los hermanos mellizos y su vínculo indisoluble más allá de la muerte; o el vacío identitario del hermano bastardo; la orfandad infligida por el nuevo matrimonio del padre y el ingreso en la inclusa. Y, al fin, tras toda esa herida, la alcaravea del último relato, que sana, resarce y acuna, al calor de la nana tradicional.

Además de la verdad desgarradora de las estampas de vida que Irene Reyes-Noguerol construye en sus páginas, Alcaravea destaca por la intensidad de su prosa, envolvente, vehemente en sus crecendos, repleta de trallazos líricos que noquean al lector por su dolorosa belleza, nunca impostada, y que convierte cada pasaje en una celebración de la literatura donde forma y fondo comulgan como pocas veces se ve en la literatura de nuestros días. De ese modo, esta alcaravea de propiedades salutíferas, cauteriza también la herida de la literatura adocenada y nos restituye, como lectores, para la esperanza de nuestras letras (Irene tiene unos insultantes y dolorosísimos 27 años). Semilla, pues, de comino y clavo y acaravea. ¡Ea!