lunes, 28 de febrero de 2022

563. La memoria en barbecho

 


Espoleada quizás por el éxito de Dicen los síntomas, la editorial Tusquets recupera ahora La memoria del alambre, que Bárbara Blasco había publicado con Ediciones Contrabando en 2018. Hay una suerte de justicia poética en la resurrección de estas primeras novelas cuya innegable calidad no había contado en su día con una visibilidad proporcional a su excelencia. Y no por el esfuerzo ímprobo de las editoriales independientes y su heroica apuesta por la literatura de calidad, sino por las lógicas limitaciones que lleva aparejadas la gestión de los sellos humildes. Y, no obstante, no me parece osado afirmar que La memoria del alambre es, incluso, mejor novela que Dicen los síntomas, lo que ya es mucho decir.

La narradora de La memoria del alambre recibe un día un correo electrónico cuya remitente es la madre de Carla, una antigua amiga de la protagonista, conminándola a aclarar si la muerte de su hija en las vías del tren hace 25 años había sido accidental o fruto de un suicidio. La novela se convierte entonces en un barrunto de respuesta a ese tú que la interpela en el correo donde se evoca la adolescencia de las dos amigas en la Valencia de los inicios de la Ruta del Bakalao. Esos recuerdos alternan con los saltos al presente, gracias a los cuales conocemos que la protagonista es ahora una mujer algo desnortada, integrante de una orquesta verbenera de carácter itinerante de cuyo casposo repertorio musical se avergüenza la propia cantante. Las reflexiones, por cierto, sobre la música (o más bien sobre su muerte) no tienen desperdicio.

El magistral dominio de las elipsis narrativas permite retener al lector, atento siempre a los vislumbres argumentales que Bárbara Blasco dosifica con inteligencia. Y entretanto, la alternancia de pasado y presente parece erigirse en una suerte de juego de espejos en el que el ahora ofrece su resistencia al reflejo del ayer, como un bastión desde el que defenderse de los embates de unos recuerdos laboriosamente sepultados por el inconsciente para no recibir la bofetada de la verdad. En ese sentido, el nomadismo de la orquesta, esa vida siempre en movimiento, que pasa por los pueblos fugazmente y que nunca se ancla afectivamente en ninguno, parece ser para la protagonista una huida desesperada hacia adelante que no puede permitirse el lujo de detenerse a riesgo de que el estatismo subsiguiente abone la memoria en barbecho. En esa misma línea actúa el sexo, de naturaleza meramente evasiva, no siempre placentero, llevado a cabo en ocasiones con la inercia del autómata, pero un opiáceo a la postre, tan distinto del sexo rebelde y autocrático de la adolescencia evocada.

Pero la memoria siempre vuelve y su reelaboración artera (preciosa la significativa metáfora que da título al libro) nada puede contra el alambre que recuerda certero su forma inicial. Y con ella llega la culpa pero también la redención en la asunción de la misma y la famosa rendición de cuentas con el pasado. El reordenamiento catártico.

Respecto al estilo literario, se ha hablado de la prosa directa de Bárbara casi como un elogio de su espontaneidad. Y aunque, ciertamente, se trata de un estilo muy refrescante, a veces jubilosamente descarado y provocador, yo aprecio un trabajo muy minucioso con el lenguaje, lleno de hallazgos poéticos sorprendentes, originales e inesperados y de guiños autorreferenciales que demuestran mucho pico y pala en la elaboración de la prosa. Por eso un libro a perdurar. Y es que la Literatura es también alambre, y tiene su memoria.

lunes, 21 de febrero de 2022

562. El silencio que no es silencio

 


Aunque Sergi Bellver ha dejado escrito en alguna ocasión que preferiría que la crítica literaria focalizase más la atención en su obra que en su condición de nómada, mucho me temo que el romanticismo que inspira la vida itinerante del escritor barcelonés todavía dará alimento para alguna página más dedicada a esa faceta. Nada de malo hay en ello si no se pierde de vista que, como él mismo declara, el nomadismo no es un fin en sí mismo sino un medio para seguir escribiendo desde la soberana libertad que su misma naturaleza trashumante lleva abanderada. A la postre, la literatura es también una forma de nomadismo, aunque esa imbricación trascienda en el caso de Sergi el hallazgo metafórico. Y, por otro lado, tras leer su estreno como novelista, me resulta insoslayable solapar ambas dimensiones, la literaria y la viajera. Y no solamente porque Del silencio (Ediciones del Viento) constituya una topografía sentimental descrita con la minuciosidad de la experiencia y la delicadeza de los afectos, sino porque su personaje principal, János, el refugiado húngaro que busca asilo en París tras la «liberación» rusa, comparte con Sergi una forma ética y estética de estar en el mundo y también el desarraigo de quienes entendieron la mezquindad de las banderas y lo absurdo de «todas esas fronteras decididas en algún despacho por personajes que jamás pisan la tierra ni saben lo permeables que llegan ser las cosas fuera de los mapas. Que no conocen la vida real, la que nos mancha y nos mezcla, y a nuestros nombres y acentos con ella, igual que la misma lluvia empapa los campos de todos los vecinos, ya vinieran sus ancestros de una esquina de Europa u otra». Del silencio es un cinerama de los acontecimientos más relevantes de la historia de Europa desde la II Guerra Mundial hasta los años 60 del pasado siglo. Y uso expresamente el sustantivo «cinerama» porque los lances históricos se van sucediendo unos tras otros como un pase de diapositivas, casi impresionista, que van jalonando las vicisitudes del protagonista y determinando su destino sin renunciar nunca a aquel concepto unamuniano de la intrahistoria, que no permite que los grandes hechos eclipsen en la narración la verdad de las vidas individuales y su palmaria cotidianidad. En ese friso se esculpen también muchas de las manifestaciones culturales de esas décadas, sobre todo cinematográficas, literarias y musicales, de las que el autor lleva a cabo inteligentísimas écfrasis, y que conforman refugio y patria para el apátrida político, algo así como lo que suponía la arquitectura para Austerlitz, el personaje de Sebald, con el que János, por cierto, comparte aquella tragedia de olvidar por momentos su lengua materna, que es otra forma de destierro. Hay en la novela una suerte de descreimiento del género humano y de su capacidad redentora, que alterna, sin embargo, con una tímida filantropía retratada en un desfile de personajes frágiles, vulnerables y bondadosos en los que el autor parece cifrar cierta esperanza. Estructural y estilísticamente, me interesan más los remansos reflexivos que los lances meramente argumentales, y el propio autor parece tender a un paulatino sosiego que deja de lado la acción para explorar las emociones y los pensamientos o para recrearse en estampas humanas, a veces costumbristas, y urbanas, que dejan trallazos líricos, como aquella Praga nocturna que parece un cubertería de plata en su cajón. También se notan las tablas y el oficio del escritor en estrategias estructurales que dan unidad y circularidad al libro, como el parentesco entre la diosa manca del museo del Louvre y la pérdida del brazo que János sufrirá tras su retorno a Budapest, casi una metáfora del dios silente e incapaz que ha abandonado a los hombres. Y junto a ese silencio divino, el otro silencio «que no es silencio» porque su elocuencia zarandea las conciencias y quiere hacer tabula rasa de todo el ruido para volver al momento auroral desde donde construir un mundo nuevo.

lunes, 14 de febrero de 2022

561. Las colecciones literarias de Vicens Vives

 

En mitad de la deriva educativa a la que estamos asistiendo, con su sangrante desprestigio del conocimiento y del espíritu de sacrificio, se agradece que resistan todavía propuestas didácticas como las que ofrece el grupo Vicens Vives, casi el único sello entre los grandes que se abastece de capital exclusivamente español, y que constituye uno de los proyectos editoriales más rigurosos y encomiables que se están llevando a cabo en la actualidad en nuestro país. Me refiero, concretamente, a las colecciones literarias que con tanto mimo y vocación de excelencia, mantiene desde hace ya varios años la editorial, y que representan, por su indiscutible calidad y por su afán pedagógico, un exponente de primer orden para la difusión de la cultura literaria española y también de la literatura universal.

Como profesor de Literatura en Secundaria, he manejado varias de esas colecciones, especialmente los libros que se acogen a los marbetes Clásicos Hispánicos y Clásicos Universales, y he hallado en ellos una magnífica herramienta de trabajo, pues entre sus páginas se aúnan el rigor filológico y una inteligente y pulcra selección formativa con la refrescante aspiración de ser, sobre todo, útil, lejos de ese prurito meramente exhibicionista con que otros sellos parecen querer servir solamente al lucimiento personal del encargado de la edición. Las colecciones literarias de Vicens Vives, al contrario, iluminan con sus aparatos de notas y sus sobresalientes introducciones contextuales incluso al entendido en la materia y, a la vez, apuntan al tuétano mismo del producto literario para ofrecer al alumno la información nuclear –pero nunca superficial– que el estudiante necesita dominar. Conozco de primera mano a algunos de los encargados de elaborar las distintas ediciones. Hay entre ellos profesores, escritores, críticos literarios, especialistas monográficos y otros tantos intelectuales, y sé de su enorme preparación académica, de su exquisito criterio y de su inmensa pasión. Y todo eso se nota en el resultado final. No le van a la zaga las otras colecciones de la editorial, como Clásicos adaptados o Cucaña que, manteniendo el espíritu de las obras originales, son capaces de introducir y familiarizar a los alumnos con los grandes títulos de la literatura española y universal, en una franja de edad clave para inocular en ellos el hábito de la lectura. Estas adaptaciones constituyen un primer barrunto para habituar a los pequeños a la experiencia de la calidad artística, estética e imaginativa que de dichas adaptaciones se desprende y cuyos cimientos acabarán sosteniendo, con el tiempo, parte de su educación humanística e integral. Y todo ello con la amenidad y la profesionalidad que exige tan delicada empresa. En ese sentido, no puedo dejar de destacar las preciosas láminas que acompañan a las ediciones, nacidas de la creatividad de los más destacados ilustradores.

Por todo lo antedicho, conviene reconocer, proteger y promocionar iniciativas como esta de Vicens Vives, sobre todo porque las sucesivas leyes educativas, con su defensa de la mediocridad, hacen más necesaria que nunca esta noble obstinación de combatir los embates del adocenamiento y ofrecer a nuestros estudiantes (que, no lo olvidemos, deben ser los futuros garantes de la continuidad de nuestro patrimonio cultural), un material de calidad que respete todas sus capacidades aún por explotar antes de que el gobierno de turno decida por ellos que su horizonte intelectual debe necesariamente limitarse en virtud de no sé qué suerte de sobreprotección contra los traumas de aprender.


lunes, 7 de febrero de 2022

560. Un Tartufo dentro del 'Tartufo'

 


Entre algunas de las actividades culturales que se están llevando a cabo para la conmemoración de los 400 años del nacimiento de Molière, destaca el montaje teatral del Tartufo en la versión de su director, Ernesto Caballero, con Pepe Viyuela como actor principal. Lantia Escénica, que nació el año pasado como productora teatral integrada en el veterano grupo catalán Focus, se estrena con esta adaptación del clásico del padre de la Comédie Française que lleva desde septiembre de gira por las tablas españolas.

Hay en la versión de este Tartufo de Ernesto Caballero una peligrosa ambigüedad en lo concerniente a su puesta en escena en tanto que esta puede suscitar la mayor de las irritaciones o, por el contrario, contribuir al reconocimiento de una apuesta inteligente que legitimaría los numerosas desmanes y licencias que se toma el dramaturgo. En cualquier caso, esta ambigüedad ya debe colocarse en el debe del director, que no llega a ser taxativo en la defensa de su propuesta. Pero como el crítico, tomando las palabras de Cansinos-Assens, debe entrar en la obra ajena «lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y escondidas gracias», prefiero tomar, de entre las dos posibilidades, la interpretación que mejor favorezca el montaje.

El equívoco de la obra reside en la incorporación de escenas arbitrarias que se justificarían solamente por el tan traído prurito de acercar el clásico a nuestro tiempo. Así, aparecen alusiones a las redes sociales como paradigma de la hipocresía, se adapta el lenguaje de la criada Dorina a la ordinariez de una joven arrabalera, se exhiben desnudos gratuitos al amparo oportunista del discurso feminista, se incorporan escenas sexuales más o menos explícitas, se dota a la obra de un tufo pedagogista que parecer pretender explicarnos a los pobres ignorantes del público cuáles son las claves del texto de Molière, se interrumpe el desarrollo de la acción mediante el esqueje del metateatro y otras tantas novedades. Sin embargo, es justamente durante estas interrupciones donde el director parece querer explicar su propósito. Cuando Pepe Viyuela se queja, por ejemplo, de las escenas de sexo o del lenguaje de Dorina, son los propios actores quienes le recuerdan que ha sido él mismo quien ha dado esas instrucciones, y se deja entrever que esas concesiones modernizadoras tienen que ver, sobre todo, con la necesidad de que la obra funcione en los teatros y pueda tener éxito. Pepe Viyuela defiende con impostada solemnidad la versión clásica (quizás hipócritamente, como un Tartufo dentro del Tartufo) pero en el fondo está claudicando a la adaptación moderna porque desea que la obra les reporte el beneficio económico que la compañía necesita. La propia Dorina dice, en algún momento del final, que «todos somos Tartufos», corroborando quizás el guiño de marras. Solo así se podrían aceptar muchas de esas licencias que, justamente por lo exagerado de su profusión, me hicieron sospechar de la verdadera intención del director. Por lo demás, la idea es inteligente, en tanto que la hipocresía se erige victoriosa justamente en una obra como la de Molière, que desea denunciar la falsedad de todos los tartufos de la corte, y constituiría asimismo una crítica velada a la moda de las adaptaciones que, bajo el pretexto didáctico, solo desean, en realidad, el rédito económico. Y si quisiéramos ir más lejos aún, esta versión estaría denunciando el progresivo deterioro del conocimiento, al no hallar las compañías, en medio de un público cada vez menos formado, otro medio de representar sus obras que haciéndolas claras, fáciles y modernas. Haciéndolas tartufas.