domingo, 30 de junio de 2013

213. Crucigramas


 
Se cumplen 100 años desde que el británico Arthur Wynne diseñara el primer crucigrama de la historia en las páginas del New York World. El periódico neoyorquino (1860-1931) fue comprado por Joseph Pulitzer en 1883 y desde 1890 tuvo su sede en el New York World Building, el rascacielos más alto del mundo por aquel entonces, también conocido como Edificio Pulitzer y demolido luego en 1955.  Arthur Wynne (1862-1945), editor y constructor de puzles, ideó el crucigrama inspirándose en el juego matemático de “los cuadrados mágicos”.

Desde luego, el crucigrama es mucho mejor que la sopa de letras. Hay dos motivos por los que no soy muy amigo de estas últimas. El primero de ellos es la asociación inmediata e inevitable que se establece entre las sopas de letras y la camilla de un hospital; o entre la sopa de letras y el tedio. En ambos casos, la sopa de letras es la constatación de una ociosidad no deseada, impuesta por puro abandono de la voluntad. Esta sería, digamos, la razón más personal. La otra razón es, si se quiere, más romántica. Semejante montería donde todas aquellas letras silenciosas, agazapadas entre sus congéneres, están destinadas a ser descubiertas y luego apresadas en el morral de tinta de los cazadores de palabras, tiene algo de trágico expolio alfabético. Yo quiero a las palabras libres, retozando a su albedrío entre los sintagmas de nuestro idioma, mezclándose para la idea, combinándose para la sorpresa, componiéndose para la belleza. Nada de reducirlas al escarnio del bolígrafo carcelero.

Los crucigramas y los autodefinidos, en cambio, son muy preferibles. También aquí tengo una razón personal y otra romántica. La primera responde a la reciente afición que han tomado mis padres por este pasatiempo. Hay que verlos, sus cabezas juntas, a la luz de la lamparilla del salón, afanándose en eliminar el horror vacui de esos cuadrados, que son las metáforas de nuestras vidas. A la postre, toda nuestra búsqueda existencial se reduce a eso: a llenar de palabras los vacíos y el mundo, nuestro gran autodefinido, para explicarlo y para explicarnos. “En el principio existía la palabra”, decía el evangelio de San Juan. Qué bien lo entendieron después Blas de Otero o José María Valverde. Por otro lado, el autodefinido tiene la virtud de la solidaridad léxica. Las letras colonizan orgullosas sus parcelas vírgenes pero sirven a otras letras para formar otras palabras. Y así, sucesivamente, la gran meiosis alfabética se multiplica infinitamente por mor de su propia naturaleza. Y entonces, puede darse el caso de que desde la “I” de Ulises, se divise Ítaca; o que de la última letra del apellido de Juan Ramón, aparezca Zenobia; o que la “D” lunar de Federico se derrita al alumbrar a Dalí; o que la inicial del nombre de Menéndez Pidal descubra al Romancero; o que el símbolo químico del fósforo encienda la mecha de la Pardo Bazán y que la “B” lozana de ésta enamore a don Benito; o que la “G” de Garcilaso quede helada por el desdén de la “G” de Galatea.

O puede ocurrir que mis padres se queden dormidos, todavía con las cabezas muy juntas, con el crucigrama en su regazo, aún a medio resolver. Y que al acercarme yo para curiosear el estado del pasatiempo, note que les falta por completar sólo una palabra de 4 letras. Dice la definición: «¿Qué probó Lope de Vega al escribir: “quien lo probó lo sabe”?». Viéndolos así, juntos en su reposo, por esta vez no va a hacer falta escribir la palabra. Porque, a veces, ocurre también que las palabras sobran.

sábado, 22 de junio de 2013

212. Intemperie


 
 
He estado resistiéndome a leer Intemperie durante varios meses y ello se ha debido a un prejuicio insuperable que me lleva a mirar con recelo los libros excesivamente publicitados. Cada vez que acudía a una librería me encontraba con el póster de turno presidiendo alguna de las paredes o esas separatas gratuitas del libro (que yo siempre he llamado sobretiros), en el mostrador de la caja registradora. Algo así como cuando uno se encuentra el paquete de pilas, los chicles o los boletos de lotería en la cola de la compra del Carrefour. Por no hablar de la lamentable nueva moda de los tráileres de libros, que preconfiguran los espacios y hasta los rostros y voces de los personajes, en un ejercicio de injerencia devastadora en la imaginación del lector. Tanto reclamo publicitario huele siempre a chamusquina porque, una de dos: o detrás hay mucho dinero (cuando lo que debiera haber es talento) o el escritor tiene buenos padrinos.

Finalmente me sacudí las dudas tras leer las críticas de algunas personas en cuyo criterio confío, no de esas que se limitan a copiar las contraportadas de los libros y que creen que con ello ya han escrito una reseña.

La primera lección que nos ofrece Jesús Carrasco es que para hacer buena literatura no se requieren grandes argumentos. Efectivamente, la trama de Intemperie es tan simple que se puede resumir en pocas palabras: las vicisitudes de un niño que huye de su casa por razones que el lector irá descubriendo conforme avance la acción, y las penalidades derivadas de esa decisión. Y es que, más que en la historia en sí misma, el valor del libro reside en la literaturización del espacio mítico del llano, que se convertirá en el verdadero protagonista de la narración. Entronca así Jesús Carrasco con esa larga tradición literaria donde los marcos espaciales adquieren tal entidad que convierte a los personajes en meras criaturas suyas. Con todos los matices que se quieran aducir, a mí el terrible llano de Intemperie me ha recordado a la hostilidad de la pampa de Don Segundo Sombra o a la fagocitadora selva amazónica de La vorágine, por poner dos ejemplos clásicos. El libro de Carrasco está escrito con ese lirismo descarnado que demuestra que las palabras pueden albergar su carga poética lejos del bucolismo paisajístico. La novela está cargada de silencios sofocantes acentuados por el lento ritmo narrativo que no es, como en otras novelas, una enojosa ralentización de la trama, sino una necesidad consustancial a la misma. Huye Carrasco del ruralismo idealizado y no se anda con cortapisas cuando la crudeza de esa otra cara de lo rural se manifiesta incluso hasta lo escatológico. La prosa de Carrasco no tiene nada de ornamental pero en esa desnudez retórica se halla gran parte de la exquisitez de su lenguaje, del mismo modo que hay más poesía en los desnudos muros de piedra de un viejo templo románico que en todos los retablos dorados que adornan las paredes de una catedral barroca. La anonimia de los personajes, que son más bien tipos, y la ausencia de coordenadas espacio-temporales concretas, otorgan a la historia un carácter universal que redunda en la mitificación de la atmósfera creada por el autor, que nos atrapa como a los protagonistas. No renuncia Carrasco a la explicitación, (que no exploración) de las bajas pasiones humanas de los antagonistas, que contrastan con el enaltecimiento de la dignidad de los dos protagonistas principales, paradójicamente conforme va progresando su degradación física. En esa dignidad está su epopeya. Una epopeya, en fin, que no cabalga asida a las riendas del solemne hexámetro porque en el paso lento del mulo que carga con las miserias de los personajes hay más épica que en las resplandecientes armaduras de los héroes griegos.

sábado, 15 de junio de 2013

211. Vargas Llosa en la Selectividad catalana

 
Confieso haber reaccionado con sorpresa al conocer que uno de los textos que aparecieron en las pruebas de Lengua Española de la Selectividad catalana de este año pertenecía a Mario Vargas Llosa. Sorpresa, digo, porque el escritor peruano no es precisamente plato de buen gusto para el nacionalismo catalán tras significarse claramente en contra de esa “religión provinciana de corto vuelo, excluyente” que es para él cualquier forma de nacionalismo, idea que se recoge en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura. Luego llegaron los diferentes manifiestos de intelectuales donde se hacía frente a la oleada independentista de los últimos tiempos en Cataluña y de los que Vargas Llosa ha sido uno de sus más insignes firmantes. Como a estas alturas de la película a mí nadie me va a convencer ya del carácter aséptico del sistema educativo catalán, no puedo más que pensar que esta vez el censor de turno no ha estado muy atento a la jugada. En cualquier caso, ha sido una buena noticia, sobre todo si pensamos en la situación marginal en que se halla la Literatura Hispanoamericana en nuestros planes de estudio, reducida a una especie de apéndice del currículum oficial, postergada a las últimas páginas de los manuales y casi nunca abordada con la suficiente profundidad, si es que se aborda, debido al apremiante  calendario del final de curso.
Llama también la atención el texto de Vargas Llosa elegido, un fragmento perteneciente a Los jefes, relato menor cuyo único interés reside en ser el primero publicado por su autor (que luego daría título también a su primer libro), y en la anécdota autobiográfica a él vinculada. El cuento narra la frustrada huelga de unos estudiantes de Secundaria motivada por la decisión del director del centro de no establecer fechas concretas para la celebración de los exámenes, sino de hacerlo improvisadamente. El relato está basado en una experiencia real vivida por el autor en el colegio San Miguel de Piura, donde Vargas Llosa estudió entre abril y diciembre de 1952. De Piura guarda el escritor sus mejores recuerdos. Alojado en casa de su tío Lucho, un brillante personaje que no supo canalizar su indiscutible talento y cuya vida da para una novela, Vargas Llosa alternó sus estudios en el colegio San Miguel con su trabajo a media jornada en el periódico La Industria. Contaba entonces 16 años. Avanzado el semestre, Marroquín, el director del centro que en el relato aparece con el nombre de Ferrufino, decide tomar la decisión de marras para evaluar con mayor exactitud los conocimientos de los alumnos y evitar los aprendizajes memorísticos de la noche previa, que daban una idea imprecisa de la asimilación de los contenidos. Vargas Llosa fue uno de los cabecillas de la huelga que no funcionó por el amedrentamiento de sus compañeros y que acabó con la expulsión durante una semana del futuro escritor.
El relato, que es perfectamente olvidable pese al aire épico “en el que se traslucían las lecturas de Hemingway y Malraux” a decir del escritor, fue publicado en 1957. En él se prefiguran algunos rasgos de la narrativa de Vargas Llosa que él mismo enumera en sus memorias, El pez en el agua: la realidad que asiste a la fantasía; la verosimilitud alentada por la precisión geográfica y urbana; la objetividad lograda a través de los diálogos, con distanciamiento del narrador; y una actitud crítica ante una problemática. En Los jefes están también, de forma embrionaria y metafórica, las preocupaciones políticas y sociales de Vargas Llosa. Para terminar, me parece que la decisión de Marroquín tenía una buena justificación pedagógica.  Pero no lo diré muy alto, no vaya a ser que me hagan huelga los alumnos.
 
 

sábado, 8 de junio de 2013

210. Las lágrimas de San Lorenzo


Uno de los temores que albergaba antes de leer Las lágrimas de San Lorenzo era que Julio Llamazares tratara de imitarse a sí mismo. Los que admiramos al autor leonés recibimos su nueva novela con el recuerdo puesto en La lluvia amarilla. El tono intimista y lírico que anunciaba la contraportada, unido a la necesaria brevedad de la novela, nos remitía inevitablemente a aquella joya inolvidable publicada 25 años atrás. Hasta el propio aparato promocional del libro recordaba ese brillante antecedente.

Esta referencia se puede convertir, sin embargo, en un arma de doble filo. Es un excelente reclamo editorial pero corre el riesgo de predisponer al lector y, lo que es aún peor, al propio autor, a quien seguramente habrá lastrado aquel primoroso ejercicio de novela poética, a cuyo rebufo habrá tratado de no perderle comba. Sin embargo, Las lágrimas de San Lorenzo no es, ni debe ser La lluvia amarilla ni una segunda parte de ésta. Y esto es algo que deberían entender los lectores, pero sobre, todo el propio escritor. La deuda estilística con La lluvia amarilla, no debería ser tal deuda, sino la constatación natural de ese estilo, que no pertenece a una obra concreta sino al quehacer habitual de su autor. Sin embargo, en algunos pasajes de Las lágrimas de San Lorenzo, Llamazares parece olvidar esta premisa fundamental y cae en un lirismo impostado, poco creíble, de quita y pon, que yo creo que es sólo una inseguridad del autor ante su propio listón, por paradójico e incomprensible que esto parezca. Sólo cuando Llamazares se olvida de su propio oficio como escritor y se derrama sobre las páginas de su libro con la autenticidad de quien tiene algo que decir, de quien necesita el alivio de una confesión, de quien le reclama a la literatura un asilo seguro ante los miedos y las grandes preguntas, sólo entonces, el libro alcanza sus mayores cotas y el estilo, ese estilo que encallaba por el mero hecho de ser buscado, fluye como esas estrellas ibicencas que describe: natural, elegante, hondo, precisamente cuando menos se le busca.

La novela, unida de principio a fin al género confidencial, describe las reflexiones de un profesor universitario, auspiciadas por la contemplación de la lluvia de estrellas la mágica noche ibicenca de San Lorenzo. En compañía de su hijo, de quien vive separado hace tiempo, la atmósfera casi irreal de esa noche despertará los recuerdos, abrirá los intersticios del alma y los teñirá de melancolía. El libro, que recoge las grandes preguntas y dudas del ser humano, es una tierna estampa de nuestro desamparo y finitud. El eje temático es, sobre todo, la conciencia de la fugacidad del tiempo, sobre todo en esa edad en la que uno se da cuenta de “que la vida iba en serio”, y el débil anclaje en la memoria y los recuerdos. Salpicada de referencias literarias (Catulo, Homero, Machado, Celan), la novela es, ante todo, una compañía, una voz que te susurra, que te mece lentamente en la cadencia de las palabras y, a cuyo abrigo solidario uno se siente menos solo ante el vértigo de la existencia. El libro requiere una lectura lenta, paladeada, con esa pausa de las cosas que Llamazares reivindicara en La lentitud de los bueyes y es altamente recomendable una lectura en soledad y sin ruidos para mejor escucharnos. El libro pellizca el alma pero su complicidad le otorga un tono positivo dentro de la desazón. Cuando se cierra la última página y perdemos su acostumbrada compañía, perdemos también el asidero que nos esperanzaba. Sólo entonces, en medio de la noche de un verano que nunca llega, volvemos a oír el viento golpeando las chapas metálicas de las persianas en la calle y el aullido nostálgico de algún perro solitario en la lejanía.

sábado, 1 de junio de 2013

209. LAPAO. Daños colaterales


 
La semana pasada Aurora Egido fue nombrada nueva académica de la RAE. Es una buena noticia para la institución, primero por su condición de filóloga, que es la titulación que mejor se acomoda a un académico de la lengua. Y después por su defensa apasionada de las Humanidades. Entre algunas de las distinciones que jalonan su trayectoria como investigadora, se encuentra la Medalla de las Cortes de Aragón. Las mismas que el pasado 9 de mayo parieron el invento de la LAPAO. Claro que, cuando Aurora Egido recibió el galardón, en el año 2005, el Palacio de la Aljafería todavía no se había transformado en el castillo del malo malísimo, nubarrones negros coronando las almenas y tétrica melodía de órgano incluidos. Es lo que tiene cuando se alían  dos partidos como el PP aragonés, con su españolismo rancio y trasnochado, y el PAR, con su regionalismo de alcanfor. Lo mismo que ocurre en Cataluña con CiU y ERC y, en definitiva, con cualquier partido nacionalista sea del signo que fuere: la cortedad de miras y el cerrilismo exclusivista, restrictivo y endogámico. Las siglas LAPAO no son más que la compresa que se aplica el nacionalismo allende el Ebro para curar la urticaria que le supondría incluir en la ley la palabra “catalán” en referencia a la lengua hablada al este de Aragón. O lo que es lo mismo, para evitar llamar por su nombre a las cosas. Un eufemismo en toda regla. Para tal guiso (o desaguisado), se ha sazonado el plato con una pizca de ignorancia y una generosa ración de estupidez. La ignorancia, que no lo es tanta (el nacionalista siempre sabe más de lo que aparenta) se puede curar si hay voluntad; pero la estupidez es para toda la vida. Por esa regla de tres, el español de Andalucía tiene derecho, a partir de ahora,  a convertirse en un nuevo idioma porque aspira las eses y elide la “d” del participio y, porque, encima, se habla fuera de Salamanca o de “Valladoliz”. Es la misma terquedad del valencianista a quien no le entra en la mollera que lo que habla es un dialecto del catalán.

Esta politización de la lengua, respondida con merecida sorna tanto por aragoneses como por catalanes, tiene, además, una nefasta incidencia en los esfuerzos de muchos de los castellanohablantes que vivimos en Cataluña y que, desde hace tiempo venimos defendiendo, mediante posturas serenas y equilibradas, basadas en conceptos tan justos como los de la equidad lingüística, una convivencia pacífica de las dos lenguas cooficiales. Iniciativas como la de las Cortes de Aragón, desmoronan en un momento toda esa delicada construcción de consenso y favorece al nacionalismo radical catalán, que desarmado y sin argumentos ante tesis inteligentes y bienintencionadas, se agarra ahora a la malquerencia española para conseguir lo que desde el principio ha deseado: la ruptura  sin ambages. Es parecido a lo que debe de sentir un aficionado del Real Madrid cada vez que habla Tomás Roncero. Pero ni todos los madridistas son Tomás Roncero ni todos los aragoneses y, mucho menos, el resto de españoles con sesera secundan las sandeces de las Cortes de Aragón. En esto de las generalizaciones, el nacionalismo también halla su filón pero no nos encontrarán ahí. Nos hallarán donde siempre hemos estado: en los argumentos sin estridencias; en las enseñanzas de la Filología y la ciencia de los grandes maestros dialectólogos, Zamora Vicente o Menéndez Pidal; en la coherencia y honestidad intelectuales, a través de las cuales se puede denunciar el trato desfavorable del castellano en las aulas catalanas y, a la vez, oponerse a las majaderías de las Cortes de Aragón; en el amor y respeto a todas las lenguas del mundo, cuyos dueños son los hablantes y no los territorios; y ahora también en Aurora Egido, aragonesa de adopción que,  desde su sillón B de la Academia,  debe devolverle el lustre a la medalla que recibió.