lunes, 29 de abril de 2024

647. El día que Olga Martínez me compró un peine

 


Depare lo que me depare esta chaladura de andar por el mundo escribiendo libros, siempre podré decir que, al menos una vez en la vida, tuve la oportunidad de vivir la experiencia de una Ruta Candaya, así en mayúsculas, porque las Rutas Candaya hace ya mucho tiempo que tomaron carta de naturaleza en la mitología literaria y necesitan sus buenas mayúsculas que rubriquen la leyenda. Habíamos trazado un itinerario que nos llevaría por varias ciudades del norte (Tarragona, Barcelona, Bilbao, Santander, Gijón, La Coruña, Santiago y Madrid). Así que mi editora –Olga Martínez– y un servidor nos lanzamos a la carretera con el maletero lleno de libros y de ilusión, y partimos desde Vilafranca del Penedès. Nuestro añorado Paco Robles no nos acompañó esta vez por sentirse algo cansado pero, a cambio, me regaló la ocasión de ser testigo de excepción del trabajo diario de ambos, ese que no se ve y del que nace el milagro de su catálogo. Efectivamente, mientras yo conducía, Olga y Paco aprovechaban para tratar por teléfono los pormenores de un libro en ciernes sobre el que Paco albergaba algunas dudas acerca de la conveniencia de su publicación. Olga, en cambio, había apostado fuerte por él. La discusión tuvo sus momentos de acalorado –y apasionado– debate. Al colgar Olga, sin aparente consenso, le pregunté cómo se resolvían estos casos. «Si el libro nos gusta a los dos, se publica; si le gusta a uno y al otro no, no se publica; si le gusta a uno y al otro no, pero este último halla algún mérito en el libro, se publica». Y yo, por pudor, me mordí la lengua para preguntar cómo había sido la cosa con el mío. Después me leyó varios poemas de un manuscrito que pensaban publicar, pidiéndome mi parecer sobre algunos versos. La lectura, así recitada en voz alta, tenía algo de acontecimiento auroral: las palabras que aún no son libro y que pronto lo serán. El viaje transcurrió después con una Olga infatigable y pertinaz que tiraba de agenda para ponerse en contacto con los medios de comunicación de cada una de las ciudades en las que íbamos a recalar, buscando la cobertura informativa del acto, y avisando individualmente a los leales acólitos de la tribu Candaya esparcidos por toda España para que acudieran a apoyar las presentaciones. Su tesón era colosal. Hubo también momentos para las confidencias, algunas de ellas muy personales a pesar de mi timidez y apocamiento, lo que da buena cuenta del vínculo humano que se establece entre Olga y sus escritores y hasta dónde puede llegar la complicidad que la literatura propicia. En Bilbao nos alojamos en la casa de unos amigos de Olga, un locus amoenus en mitad de Laiñomendi, que significa ‘Monte de la Niebla’, aunque sus anfitriones sean todo luz. Allí se dejó Olga su cargador del móvil y un ejemplar de Tres senderos hacia el lago, de Inceborg Bachmann, que estaba leyendo. Yo había ido despeinado al acto de Bilbao porque no encontraba mi peine por ninguna parte. En Santander, Olga me compró uno. ¿No resulta enternecedor? La ruta tuvo un éxito desigual. Olga sufría más por mi propia autoestima que por otra cosa. Pero hubo momentos maravillosos en Santiago, cuando mi Bea se pegó un viaje odiseico para estar conmigo en la Librería Cronopios, llena a rebosar. Podría escribir líneas y líneas con anécdotas de aquel periplo. Pero lo importante es que Candaya cumple ahora 20 años. Y Olga ha sacado fuerzas de donde no las hay para conmemorar el aniversario sin su compañero de vida. Es lo que Paco habría querido. El legado de Candaya es su impresionante catálogo: libros arriesgados, de incuestionable calidad literaria, que zarandean e interpelan, diferentes, comprometidos con su tiempo y, a la vez, destinados a perdurar, con vocación de universalidad. Candaya cumple 20 años y hay que ponerse guapos para celebrarlo. Ante el espejo, paso por mi cabellera, cada vez más rala, el peine que me compró Olga.

lunes, 22 de abril de 2024

646. Actores de reparto en el teatro de la vida

 


En la página 93 de la nueva novela de Luis Landero, el autor extremeño escribe: «Hay muchas historias que, cada una a su manera, cuentan siempre la misma historia: el caso singular de un vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la inmisericorde realidad». El pasaje de marras podría sintetizar, aunque parcialmente, el argumento de este último trabajo suyo, La última función (Tusquets), pero atiendan bien a que digo «parcialmente» porque, aunque las aspiraciones más o menos idealistas de los personajes que desfilan por sus páginas se dan, efectivamente, de bruces con el prosaísmo de la vida común, en modo alguno puede hablarse de fracaso, pues el camino trazado por cada uno de ellos nace de la propia iniciativa y la libre voluntad, y el resultado final, aunque no sea de relumbrón, certifica, a su manera, la hazaña de ser y de estar en el mundo porfiando por la coherencia personal y los principios de un estilo de vida elegido por ellos mismos. Así, el principal protagonista, Tito, se rebela contra la disposición de su padre de trabajar en la asesoría jurídica que éste regenta, y renuncia a la vida acomodada –pero también gris y mecánica de ese empleo– para lanzarse a la aventura de ser actor, aprovechando las portentosas cualidades de su voz, que a todos maravilla. Paula, por su parte, que es la otra protagonista del libro, es una muchacha desnortada, apasionada por las Bellas Artes, pero sometida, sin saber muy bien cómo, a la inercia de una existencia sin incentivos; será el azar quien ponga a su disposición el vuelco que su vida necesita y que ella, íntimamente, anhela. Es el azar, precisamente, otro de los asuntos de la novela, el mecanismo inescrutable de sus hilos y la tabula rasa que su inopinado advenimiento regala a los personajes para superar su estancamiento vital.

La novela está narrada por una primera persona del plural que se identifica con los viejos habitantes de San Albín, uno de tantos pueblos perdidos de la España rural. El retorno de Tito a San Albín, tras muchos años de ausencia, y envuelto aquel en un falso halo de prestigio debido a sus discretos éxitos artísticos, espolean el ánimo de sus habitantes que, recordando la memorable interpretación que Tito hizo de una leyenda local cuando era niño, le invitan a rescatar la historia y dirigir su representación con la esperanza de convertir el evento en un atractivo turístico para un pueblo que está próximo a la desaparición. La aparición fortuita de Paula completará los designios. Al hilo de lo expuesto anteriormente, hay que destacar el tema de la despoblación de la llamada España vaciada que, en la novela, se aborda con la desesperanza de lo que está abocado a la extinción.

Pero más allá de los dos personajes principales, la novela es un precioso repertorio de figurantes, cada cual con sus propias peculiaridades, y todos vinculados por su papel secundario en el teatro de la vida, que es, a la postre, el papel que desempeñamos el común de los mortales. Hay en el tratamiento de estos personajes una ternura, una compasión y un respeto, que entronca con el mejor humanismo filantrópico, a la manera machadiana con que el poeta sevillano se autorretrataba en su famoso poema. Este enfoque fraterno, indulgente y conmiserativo me ha parecido, junto a la habitual elegancia de la prosa, el aspecto más meritorio de la novela. Personas anónimas que viven su vida y comen su pan y no hacen daño a nadie, y que un día mueren sin dejar rastro de su paso por el mundo tras interpretar la última función.

lunes, 15 de abril de 2024

645. Bronce y sueño, los gitanos

 


Raúl Quinto ha quedado finalista del Premio Andalucía de la Crítica con su último libro, Martinete del rey sombra (Jekyll & Jill), aunque la excelente calidad literaria de la novela, así como el indudable interés y oportunidad del tema abordado, podrían haberlo aupado con toda justicia hasta la consecución del galardón. Sí obtuvo, en cambio, el prestigioso Premio Cálamo que otorga la famosa librería zaragozana. (Adenda de urgencia: al acabar esta reseña, acabo de enterarme de que Raúl Quinto ha ganado el Premio de la Crítica a nivel nacional. ¡Bravo!)

Nada más ingresar en las páginas de Martinete, uno toma conciencia inmediata de que está atravesando el atrio de la gran literatura. Una preciosa estampa del rey Fernando VI en su lecho de muerte, repleta de imágenes líricas y sugestivas, bordadas con la solemnidad de una prosa elegíaca, adelantan el tono general del libro, insobornable a la palabra precisa, al hallazgo poético y al cuidado, en suma, del lenguaje literario, sintagma este último que en los tiempos que corren ha pasado de resultar una obviedad –la que constata que la literatura debiera preocuparse por elevar las palabras a categoría artística– a convertirse en una rara y pertinaz muestra de supervivencia de una forma de entender el hecho literario.

El principal tema de la novela es la crónica novelada del execrable episodio conocido como La Gran Redada, que tuvo como objetivo el exterminio de la etnia gitana en España durante la segunda mitad del siglo XVIII. El plan, auspiciado por Zenón de Somodevilla,  ministro de Fernando VI, más conocido como marqués de la Ensenada, persiguió y reprimió a familias enteras de gitanos, separando a hombres de mujeres con la voluntad genocida de que no pudieran reproducirse. Es imposible soslayar el parentesco entre el segundo capítulo de la novela y el «Romance la Guardia Civil Española» de Federico García Lorca, cuando las autoridades entran a saco en los poblados gitanos para iniciar la represión. Los guiños intertextuales no son solo evidentes, sino un emocionante homenaje a la poesía lorquiana. El propio título del libro evoca, como evoca el género romancístico, la veta popularizante del martinete, palo flamenco procedente de los forjadores, que se acompañaban del martillo para su cante (el herrero, por cierto, es símbolo gitanesco por antonomasia en la poesía de Federico). Pero más allá del género, entronca con el ideario del propio Raúl Quinto y su compromiso ideológico, siempre del lado de las clases menos favorecidas o marginales.

A partir de ahí, el libro narra con descarnado lirismo y pasajes naturalistas, las terribles vicisitudes de los represaliados, alternando estos capítulos con aquellos en los que se retrata con acerada ironía las semblanzas de los personajes de alto copete que habitan la corte, las connivencias e intereses, y sus intrigas palaciegas, con especial atención a la subida y caída del marqués de la Ensenada. Singular interés suscitan los análisis psicológicos de Fernando VI y de su esposa consorte, la reina Bárbara de Braganza, títeres del poder de terceros y humanizados en su vulnerabilidad.

Raúl Quinto, que sabe que no está escribiendo un tratado histórico sino una novela, reduce la parte documental a su mínima expresión, lo que le obliga a veces a comprimir sobremanera los marcos contextuales de carácter historicista con una acumulación algo atropellada de los datos (no siempre necesarios) que lastran un tanto la lectura, pero que tampoco estorban del todo al conjunto.

Martinete del rey sombra es una novela necesaria, en lo literario y en lo colectivo, porque dispone la conciencia estética al servicio de la conciencia ética y social, y pocas veces como en estos tiempos oscuros y mediocres que vivimos, ambas premisas habían sido tan necesarias. Que suene, pues, alto y grande,  el quejío de Raúl Quinto.

lunes, 8 de abril de 2024

644. Un jumento hace ciento



 

La compañía Ay Teatro rinde en su quinta producción un hermoso y merecido homenaje a la figura del burro, animal que ha estado íntimamente unido al ser humano desde la antigüedad pero que no ha sido considerado como compañero sino como mero instrumento de trabajo. De hecho, en torno al burro hay en nuestra lengua infinidad de refranes, frases hechas y canciones populares que conviven con los significados peyorativos que se han ido adhiriendo, como una segunda piel, a la palabra burro. Y es que si el asno puede reflejar los puntos débiles del ser humano –la simpleza, lo instintivo, la estupidez…– también es símbolo de altos valores –la ternura, la capacidad de sacrificio, la inocencia, la inteligencia…–. La reivindicación de su figura, por tanto, está más que justificada.

Con este objetivo, Yayo Cáceres dirige una original pieza magistralmente ensamblada por el buen hacer del dramaturgo Álvaro Tato, quien despliega sus profundos conocimientos filológicos para realizar un excelente trabajo de selección y de reelaboración de textos de diferentes épocas que van completando el armazón argumental: un burro, ante la inminencia de un incendio que está arrasando el bosque y que pronto llegará al lugar en el que él permanece atado y olvidado, le relata a su sombra la historia de su especie. Las escenas del presente, en las que el protagonista hace referencia al fuego y a su complicada situación, se alternan con absoluta naturalidad con el relato de fragmentos que conforman un apasionante viaje por la literatura de todos los tiempos, desde los cuentos indios del Pachatantra, las fábulas de Esopo y Fedro, El asno de oro de Apuleyo, la Disputa del asno de fray Anselmo de Turmeda, la Misa del asno, Don Quijote de la Mancha –inolvidable la conversación entre el rucio de Sancho y Rocinante–, La Burromaquia, hasta las fábulas de Iriarte y Samaniego y un largo etcétera. Y con la huella inconfundible de un bello lenguaje poético y de un amoroso respeto por la literatura que son ya señas propias de Tato. Ante el miedo, nuestro burro opta por el recuerdo y así rememora desde el momento en que se conocieron sus padres, burros salvajes, pasando por las antiguas Roma y Grecia, la Edad Media, el Siglo de Oro, la Ilustración hasta la época moderna en la que destaca un precioso tributo a Platero y yo y a su autor, J. R. Jiménez. En esta narración, se alternan momentos de humor con otros tiernos o dramáticos, sin soslayar la crítica política, que configuran una tragicomedia poética capaz de pellizcar hasta al espectador más frío.

Carlos Hipólito deslumbra con su impecable interpretación del pollino. Su voz delicada, con una prosodia perfecta, se mece en la más absoluta veracidad tanto en los momentos cómicos como en los más dramáticos. Hipólito rebuzna y sus manos se convierten en pezuñas con una total naturalidad (alejado del histrionismo o de la artificiosidad que podría entrañar dar vida a un burro) e, incluso, canta. Y es que la música en directo no podía faltar en un espectáculo de Ay Teatro. Hipólito está acompañado en el escenario por el guitarrista M. Lavandera y por los actores y músicos Fran García e Iballa Rodríguez, quienes interactúan con él en numerosos momentos. La escenografía es casi minimalista: un arnés con correa, una plataforma con rampas y unos fardos de heno que los actores van cambiando de posición para sugerir diferentes lugares. Sencillez para ponderar la palabra, para jugar con el poder sugestivo del teatro, para que el espectador no se pierda con artificios decorativos y ponga todos sus sentidos en esta historia que no es sino una reflexión de la propia condición humana. Al terminar, con el último rebuzno del protagonista, es inevitable preguntarse quién es más burro, si el ser humano o el animal. Juzguen ustedes mismos.