Siento por la poesía
de José Luis Vidal una devoción que auspician la pureza de su sensibilidad
honesta y una inteligencia al servicio de un corpus filosófico a cuyo molde se
ajustan los poemas con admirable ensamblaje. Así, a la belleza del poema
exento, se le une siempre el armazón teórico de un conjunto perfecto.
En su nuevo libro, El buen suelo, son reconocibles algunos
de los temas recurrentes del poeta vitoriano, especialmente la atención al aquí
y al ahora y a la conciencia asombrada del propio yo en comunión con el cosmos
desde un concepción extática. En ese estado de subyugación comparecen la
gratitud, la piedad y la propia fragilidad, que nunca se aterra ante la
inevitable disolución: su asunción es más bien una punzada de nostalgia de
trascendencia. En esa mirada atenta donde la belleza duele, el poeta descubre,
no obstante, la indiferencia del absoluto, cuya belleza, «la que rebosa, la que
se pierde, / ni la conmuevo ni se preocupa / de mis palabras». Ese filtro perceptivo
que traspasa la materia y el suceder hacia su más entrañable esencia hace
desmerecer el accidente que somos y su falacia, el rostro fortuito y el nombre
arbitrario: «entro en la muchedumbre / incapaz de juzgar la novedad / de sus
disfraces». Y más adelante: «ojos, manos, oídos / son sastres viles / que me
cosen al borde / de otros afanes». Es el mismo argumento para definir el amor,
donde el tú y el yo son una farsa, el alma, una licencia y una obviedad, el
cuerpo: «mi corazón, tu corazón / crecen con él, / pero no es nuestro».
Existe también en
el libro un buen número de poemas que hablan de la noche o del momento
crepuscular, que redundan en la idea del desdibujamiento del mundo o de pausa
abisal de la existencia, donde «el tiempo huye / como la liebre / libre del
hombre». En la penumbra, el poeta «carec[e] de sentido / y apenas se lo [da] a
nada / salvo a este súbito / apagarse la luz». A veces, ese desleírse es una
adorada «divina apatía / olvidada de espigas, flores, hojas… / antes urgentes».
En otro poema, una escena costumbrista termina con el atardecer, cuyo eclipse
desaliñado, «–su negligencia– / nos puso en duda». La «tarde solemne» tiene,
entonces la gloria «de lo que queda».
Muy emparentado con
estos versos aparece el tema de la vida como sueño, como en aquel poema en el
que el poeta, al contar un cuento a su hija, deviene, él con ella, en un cuento
también.
El recuerdo de la muerte aparece también
matizado en el ejercicio contemplativo. Así, los ojos se abren «a los
barrancos» y «en la espesura de la tiniebla / oigo una sorda crepitación / que
me concierne»; el cigarro «es una breve brasa / como la mía», y se hermana con
el poeta en la ceniza. El tiempo marca su ley inexorable y su evidencia
palmaria se aprecia mejor en el contraste entre la vejez del poeta y la
jubilosa juventud de la niña del hermosísimo poema que abre (y cierra) la
cuarta sección del poemario.
Finalmente, pese al
aislamiento espiritual que la contemplación impone, el poeta se siente también
copartícipe de los otros en su desvalimiento y, entre la multitud enloquecida
que lo desplaza, «quier[e] considerarlo: / que no esté solo, / y no estén
solos». Este sentimiento gregario le empuja también a sentir piedad por la
desolación de los demás, como el poema que cierra el libro, que tiene trazas a
mitad de camino entre la poesía social y la metafísica.
El buen suelo
recoge, entre otras muchas cosas, el asombro de estar vivo entre la majestad de
las cosas y de la creación. El poeta recupera para el título de su segunda
sección una frase de su abuelo, José Carreras, que se pregunta, perplejo y
mirando a todos lados: «¿Y todo esto»? Y José Luis Vidal, ante las cosas que
«suceden. Son. Se quedan», y a pesar de ser consciente la inaprehensibilidad de
lo sustantivo, simplemente aspira a «decirlo».
Y sus versos son simiente para el buen suelo.