lunes, 30 de diciembre de 2024

673. Nora sin portazo

 


La función había terminado y unos aplausos tibios, protocolarios, acompañaban al saludo de los actores. Varios adolescentes, que ocupaban la fila 2 del anfiteatro, se giraron y, haciendo gala de la espontaneidad propia de su edad, preguntaron, sobresaliendo su voz sobre el palmoteo desganado: “¿profe, y el portazo?” Y yo, que soy la “profe”; yo, que había ofrecido a mis alumnos de Literatura Universal la posibilidad de asistir al Teatro Principal para ver la representación de Casa de muñecas, obra que forma parte de nuestro temario; yo, que había leído la obra en clase con ellos; yo, que había disfrutado viendo cómo se repartían los personajes en cada sesión de lectura y cómo iba creciendo el interés en ellos por las peripecias de Nora; yo, que me sentía realizada en cada clase al ver las inteligentes aportaciones y las interpretaciones que iban haciendo a colación de las escenas que leíamos; yo, que compré almendras garrapiñadas para que las comieran en clase, conscientes de que estaban homenajeando a todas las Noras que viven prisioneras, sin poder realizarse plenamente como personas; yo, que les dije que el 21 de diciembre se cumplían 145 años desde que el drama de Ibsen se estrenó e insistí en lo mágico que era que ellos estuvieran viendo esa misma obra ese día;  yo, que aquella tarde acudí al teatro con nervios de felicidad en el estómago al pensar en esos jóvenes que dedicaban la tarde de un sábado de sus vacaciones navideñas a ir al teatro; yo me sentí profundamente frustrada porque esta adaptación de Eduardo Galán en la que Nora es una mujer del siglo XXI dejaba mucho que desear y empequeñecía sin lugar a dudas la original  Casa de muñecas del noruego Henrik Ibsen. Después, en el vestíbulo, mientras escuchaba sus impresiones, en mi cabeza se agolpaban imágenes de mí misma hablándoles en el instituto de lo maravilloso que es el teatro, de la experiencia total que supone leer la obra y verla representada en un teatro “de verdad” y… me sentí una impostora. Me hubiese gustado que su bautismo teatral hubiera sido con un espectáculo que les hubiera removido, que les hubiese dejado una huella indeleble en sus recuerdos y no una adaptación con un texto imperfecto y forzado en ocasiones, pues no todas las vivencias de una mujer del siglo XIX pueden ir en paralelo con las de una mujer del XXI, y con un elenco de actores al que le falta fuerza, con una interpretación floja. ¿Dónde estaba la rabia encolerizada de Helmer cuando descubre el fraude que ha cometido su esposa? ¿Y las palabras de Nora en las que justifica el título de la obra? ¿Y la dulzura y el miedo de Nora durante la mayoría de los actos? María León no tiene ninguno de estos registros, interpreta prácticamente igual todas las escenas (en las antípodas de Silvia Marsó, que en 2010 dio vida a Nora en un montaje que respetaba el original). ¿Y la conversación final del matrimonio en la que Nora se reivindica a sí misma y toma una determinación escandalosa para los espectadores decimonónicos? Encajar un clásico en los mimbres de nuestra época es una tardea arriesgada que no siempre llega a buen puerto. Hubiera sido preferible que el director, Lautaro Perotti, hubiese trabajado con un texto de nueva creación que tratase sobre la reivindicación femenina y no degradar a Ibsen a una amalgama de ideas rápidas, sin el desarrollo necesario, y con actores que empequeñecen todavía más el nuevo texto, sin credibilidad a ojos del espectador. La sinopsis con la que se promociona este espectáculo reza: “El portazo de Nora 150 años más tarde”, mas el portazo brilla por su ausencia. ¿Estamos ante una utilización del nombre de Ibsen para captar al público? Porque su esencia no está presente ni siquiera en ese final, símbolo del nacimiento de la independencia de la mujer. ¿Entonces, para qué emplear el nombre de Ibsen en vano? Autores, atrévanse a escribir sus propias obras si la adaptación no está a la altura del original, pues los clásicos ya tienen autoría conocida y no siempre necesitan ser revestidos de modernidad. Lo que precisan es amor por ellos, adaptaciones fieles a su esencia y a la época en la que fueron concebidos, pues para llegar al público -incluso el más joven- solo hace falta verdad, respeto, admiración y autenticidad en la interpretación. Las obras clásicas nos interpelan, con independencia de las coordenadas espacio-temporales en las que nacieron, por ello precisamente gozan del marbete “clásicas”. No hay nada más moderno que un clásico. Portazo al “todo vale” y larga vida al buen teatro.

Para mis alumnos Paulina, Anri, Lara, Martín, Elisa, Paula, Erika, Rubén, Sofía, Natalie y Julia, que me colman de felicidad en cada clase de Literatura.  

lunes, 23 de diciembre de 2024

672. Una Regenta sin sapo

 


Helena Pimenta, reconocida directora por, entre otros méritos, haber dirigido la CNTC de 2011 a 2019, ha asumido el reto de llevar  a las tablas el clásico inmortal de Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, de la mano de la versión de Eduardo Galán. Transformar una novela de la envergadura de La Regenta a un texto teatral no debe de ser tarea fácil, pues la labor de selección y de condensación de escenas exige un minucioso estudio del original que permita plasmar en el escenario el complejo mundo que Clarín retrató en sus páginas. Y he aquí el primer punto débil de esta adaptación. La trama avanza demasiado deprisa, es mucha la información que las figuras de los narradores van contando a los espectadores de modo que, casi sin evolución, el público se halla ante la lucha de egos entre don Fermín de Pas y el donjuán don Álvaro Mesía que tiene a Ana Ozores como objetivo. Es evidente que la duración temporal de una obra de teatro dista mucho de la extensión de las novelas de corte realista y quizás, por ello, sea inevitable este ejercicio de condensación argumental extrema.

Dicho aspecto va unido a la falta de profundidad psicológica de los personajes. La obra de Clarín permite al lector bucear por los intersticios más ocultos de la mente de los protagonistas y entender así el conflicto que los aflige: la insatisfacción vital de Ana, el deseo de control de don Fermín hacia su “hija espiritual” predilecta, etc. Si bien se vislumbran retazos de estas tribulaciones internas en la versión teatral, estos no son suficientes para despertar del todo la catarsis en el espectador, sobre todo para quienes no hayan leído la novela. Se hace difícil empatizar con unos personajes que sufren un conflicto representado de manera somera y sin la introspección adecuada.

Con todo, la adaptación es un espectáculo correcto en el que se percibe el respeto al original. Se respira el ambiente decimonónico también en el vestuario de los actores, lo que contrasta con el uso de proyecciones audiovisuales que podrían ser prescindibles. Una pared blanca que simula una casa, con puertas y ventanas que se abren y se cierran y unas cuantas sillas y mesas constituyen todo el decorado. La puesta en escena nos regala algunos hallazgos interesantes como cuando Ana va repartiendo rosas a un lado y a otro del escenario como símbolo de la oscilación de su tendencia entre don Álvaro y don Fermín. Sin embargo, se ha omitido el “beso de sapo” con el que concluye la novela, un momento icónico, que ha pasado a los anales de la memoria literaria y que muchos espectadores esperaban.

En general, el trabajo interpretativo de los actores es adecuado. Destaca la actriz Pepa Pedroche en su papel de madre de don Fermín, quien encarna con solvencia la preocupación por el futuro de su hijo, por las habladurías que circulan por Vetusta en torno a la relación entre el canónigo de la catedral y Ana. Asimismo, Joaquín Notario da vida a un don Víctor Quintanar despreocupado, incapaz de satisfacer las necesidades de su esposa, de un modo bastante fiel al original. Álex Gadea interpreta a un don Fermín correcto, pero no brillante, pues la sombra de Carmelo Gómez es alargada. Ana Ruiz destaca por la dulzura de su voz, mas adolece de verosimilitud en algunas ocasiones, como en la escena final en la que Ana Ozores vive presa de la culpabilidad por la muerte de don Víctor y por el rechazo y el desprecio al que es sometida cuando toda Vetusta le da la espalda. Es una mujer destrozada que en la representación teatral no lo parece.

Por todo ello, se puede afirmar que esta nueva Regenta es un espectáculo aceptable, un buen acercamiento a la obra para quienes no la hayan leído, pero resulta insatisfactoria para quienes busquen a los auténticos Ana y don Fermín. Quizás no todas las novelas sean adaptables al teatro, tal vez para conocer el universo de Vetusta haya que releer a Clarín, perderse por sus páginas, dejarse mecer por sus descripciones, sumergirse en los monólogos interiores que nos permiten conocer la mente de sus personajes como si fuera la nuestra. Volver a La Regenta en el género en el que nació: la novela. Leerla. No hay mejor homenaje.

lunes, 16 de diciembre de 2024

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Angus White, uno de los personajes más inolvidables de Minimosca (Candaya), debe seguir las coordenadas que figuran en un papel en el interior de su bolsillo para cerrar el círculo de unas de las innumerables historias que convergen en esta suerte de supranovela con la que Gustavo Faverón Patriau lleva al límite las posibilidades del género con descomunal magisterio. En realidad, toda la novela es una gigantesca coordenada literaria donde el lector –su caminante– debe estar atento a las voces narrativas, a los géneros discursivos y al perspectivismo de reminiscencias cubistas con las que el autor peruano va armando su universo. Pero Faverón deja sus migas de pan y las últimas doscientas páginas del libro resultan apasionantes cuando se van ensamblando los frentes abiertos, algunos de ellos con sorpresas absolutamente sobrecogedoras. La estructura es, pues, un personaje más de la novela que trasciende el juego literario para representar la extrañeza y desorientación de sus protagonistas ante un mundo hostil donde la violencia se ha enseñoreado de su cotidianidad. Es aquel «laberinto de errores» del que hablaba Pleberio en su famoso planto en La Celestina. Del mismo modo, la asunción natural de los personajes ante hechos insólitos o paranormales que van motejando la narración redundan en esa visión extrañada de la vida que entronca, siempre a su manera, con el surrealismo y el realismo mágico. Así, las moscas con rostros de músicos barrocos; el personaje al que se le aparece el urinario de Duchamp cuando desea orinar; o los combates de boxeo que gana Arturo Valladares recitándoles al oído a sus contrincantes versos de Vallejo.

Con todo, el tema principal de la novela es la violencia, especialmente la violencia de los padres hacia sus hijos, aunque Faverón traza también una panorámica del mundo contemporáneo donde se destacan, solo como telón de fondo, algunos de los conflictos con que ha tenido que lidiar la humanidad durante la última centuria. Sus personajes principales, provistos de una fragilidad conmovedora, son seres frágiles y desnortados y, en la búsqueda de sí mismos para la redención de su angustia o de su dolor heredado adoptan a veces duplicidades identitarias, otro de los grandes instrumentos recurrentes del libro. En esa misma línea operan los abundantes apócrifos, de influencia borgiana, que juegan con las vidas de celebridades como Duchamp, Stephen King o el Che Guevara. Entre estos apócrifos destaca antonomásicamente Matilde Urbach, personaje creado por Borges a quien Juan Bonilla dio en su día carta de naturaleza, lo que demuestra que todo lo que reside en literatura, sea ficción o no, existe porque existe en la literatura. Son también importantes los personajes secundarios, muchos de ellos ciegos, que parecen asumir alguna suerte de función oracular.

Minimosca es, también, un compendio gozoso de arte, literatura y metaliteratura. Especial relevancia tienen la presencia de la poesía de Vallejo o el cine de Andonov, no como meras referencias culturalistas sino como elementos nucleares en la construcción de la trama.

Finalmente, el humor ejerce su contrapeso entre las vidas desgraciadas de los personajes y crean necesarios anticlímax mediante el uso de juegos de palabras, divertidas situaciones absurdas o críticas aceradas e irónicas.

Es imposible compendiar el valor de Minimosca en la escueta columna de un periódico. Su inagotabilidad daría para un estudio profundo que –estoy seguro– verterá sobre el mundo académico todo un entusiasta reguero ensayístico. Baste ahora decir que Faverón es ya un clásico de la literatura en español y que la portentosa Minimosca constituye una experiencia lectora difícil de olvidar.