La función había terminado y unos aplausos tibios, protocolarios, acompañaban al saludo de los actores. Varios adolescentes, que ocupaban la fila 2 del anfiteatro, se giraron y, haciendo gala de la espontaneidad propia de su edad, preguntaron, sobresaliendo su voz sobre el palmoteo desganado: “¿profe, y el portazo?” Y yo, que soy la “profe”; yo, que había ofrecido a mis alumnos de Literatura Universal la posibilidad de asistir al Teatro Principal para ver la representación de Casa de muñecas, obra que forma parte de nuestro temario; yo, que había leído la obra en clase con ellos; yo, que había disfrutado viendo cómo se repartían los personajes en cada sesión de lectura y cómo iba creciendo el interés en ellos por las peripecias de Nora; yo, que me sentía realizada en cada clase al ver las inteligentes aportaciones y las interpretaciones que iban haciendo a colación de las escenas que leíamos; yo, que compré almendras garrapiñadas para que las comieran en clase, conscientes de que estaban homenajeando a todas las Noras que viven prisioneras, sin poder realizarse plenamente como personas; yo, que les dije que el 21 de diciembre se cumplían 145 años desde que el drama de Ibsen se estrenó e insistí en lo mágico que era que ellos estuvieran viendo esa misma obra ese día; yo, que aquella tarde acudí al teatro con nervios de felicidad en el estómago al pensar en esos jóvenes que dedicaban la tarde de un sábado de sus vacaciones navideñas a ir al teatro; yo me sentí profundamente frustrada porque esta adaptación de Eduardo Galán en la que Nora es una mujer del siglo XXI dejaba mucho que desear y empequeñecía sin lugar a dudas la original Casa de muñecas del noruego Henrik Ibsen. Después, en el vestíbulo, mientras escuchaba sus impresiones, en mi cabeza se agolpaban imágenes de mí misma hablándoles en el instituto de lo maravilloso que es el teatro, de la experiencia total que supone leer la obra y verla representada en un teatro “de verdad” y… me sentí una impostora. Me hubiese gustado que su bautismo teatral hubiera sido con un espectáculo que les hubiera removido, que les hubiese dejado una huella indeleble en sus recuerdos y no una adaptación con un texto imperfecto y forzado en ocasiones, pues no todas las vivencias de una mujer del siglo XIX pueden ir en paralelo con las de una mujer del XXI, y con un elenco de actores al que le falta fuerza, con una interpretación floja. ¿Dónde estaba la rabia encolerizada de Helmer cuando descubre el fraude que ha cometido su esposa? ¿Y las palabras de Nora en las que justifica el título de la obra? ¿Y la dulzura y el miedo de Nora durante la mayoría de los actos? María León no tiene ninguno de estos registros, interpreta prácticamente igual todas las escenas (en las antípodas de Silvia Marsó, que en 2010 dio vida a Nora en un montaje que respetaba el original). ¿Y la conversación final del matrimonio en la que Nora se reivindica a sí misma y toma una determinación escandalosa para los espectadores decimonónicos? Encajar un clásico en los mimbres de nuestra época es una tardea arriesgada que no siempre llega a buen puerto. Hubiera sido preferible que el director, Lautaro Perotti, hubiese trabajado con un texto de nueva creación que tratase sobre la reivindicación femenina y no degradar a Ibsen a una amalgama de ideas rápidas, sin el desarrollo necesario, y con actores que empequeñecen todavía más el nuevo texto, sin credibilidad a ojos del espectador. La sinopsis con la que se promociona este espectáculo reza: “El portazo de Nora 150 años más tarde”, mas el portazo brilla por su ausencia. ¿Estamos ante una utilización del nombre de Ibsen para captar al público? Porque su esencia no está presente ni siquiera en ese final, símbolo del nacimiento de la independencia de la mujer. ¿Entonces, para qué emplear el nombre de Ibsen en vano? Autores, atrévanse a escribir sus propias obras si la adaptación no está a la altura del original, pues los clásicos ya tienen autoría conocida y no siempre necesitan ser revestidos de modernidad. Lo que precisan es amor por ellos, adaptaciones fieles a su esencia y a la época en la que fueron concebidos, pues para llegar al público -incluso el más joven- solo hace falta verdad, respeto, admiración y autenticidad en la interpretación. Las obras clásicas nos interpelan, con independencia de las coordenadas espacio-temporales en las que nacieron, por ello precisamente gozan del marbete “clásicas”. No hay nada más moderno que un clásico. Portazo al “todo vale” y larga vida al buen teatro.
Para mis alumnos Paulina, Anri,
Lara, Martín, Elisa, Paula, Erika, Rubén, Sofía, Natalie y Julia, que me colman
de felicidad en cada clase de Literatura.
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