lunes, 31 de julio de 2023

618. 'Al hilo de la noche'. De ratas y cisnes.

 


Hay escritores y libros que esconden una intrahistoria que bien podría ser material narrativo para escribir otra novela. Imaginen una obra prohibida por el régimen nazi, que tuvo la suerte de circular de forma clandestina por manos de inteligentes lectores como Hermann Hesse, quien auguró que esa novela tendría vocación de perdurabilidad. Imaginen a un joven enamorado de la literatura, perteneciente a una familia de editores, un escritor vocacional que tuvo que ver cómo una bomba aniquilaba su tesoro más preciado, su biblioteca, un hombre valiente que escribía en un país en el que “no se permite respirar”, un autor al que muchos libreros vetaron por miedo a las represalias del régimen, obligado a trabajar en una oficina del Ministerio de Interiores para informar de las noticias de la prensa aliada, un intelectual que no contempló el exilio como una opción y que, al ser confundido con un nazi, fue asesinado por una patrulla del Ejército Rojo cuando paseaba por los bosques de Kleinmachnow.

Todo esto rodea a Friedo Lampe y a su primera novela: Al hilo de la noche. Esta breve joya de la literatura alemana, publicada por primera vez en España gracias a la editorial Funambulista, trascurre en una noche de verano en el puerto de Bremen. Sin una trama argumental definida, el autor nos presenta escenas de las vidas de una treintena de personajes, muchos de ellos seres grises, solitarios, con miedos, con secretos que esconder, con aspiraciones frustradas… De la mano de Lampe, el lector conoce retazos de vidas sin que ningún personaje destaque por encima de los demás. No es una novela de individualidades sino de una colectividad, la de la sociedad alemana de entreguerras, y en la que la ciudad y el puerto constituyen un espacio casi mítico.

Los diálogos sostienen muchas de las escenas descritas por Lampe, pero alternan con delicados pasajes descriptivos que consiguen que el lector empatice con los personajes y que sea capaz de sentir la brisa nocturna, con olor a salitre del puerto; la ilusión de unos jóvenes que embarcarán rumbo a una nueva vida; la frustración de los que sufren un choque entre la realidad y sus anhelos; la muerte de un anciano mientras escucha la música que toca su vecino; la amistad de dos ancianas unidas por la soledad; el desamparo de una madre viuda que debe cuidar a sus hijas; las expediciones nocturnas de unos niños para ver las ratas que se adueñan del puerto durante la noche y que atacan a los cisnes; el desgarro vital de quien no quiere volver a casa porque nadie lo espera ni lo visitará; la vida dentro del Astoria -un local del puerto en el que hay actuaciones variadas, desde musicales hasta lucha libre o números de hipnotismo-; el amor adúltero entre una mujer casada y un hombre negro; la inclinación homosexual de un luchador… (estos dos últimos temas pudieron ser la causa de que la novela fuera incluida en la “lista de libros perniciosos e indeseables”).

Al hilo de la noche es una novela de sensaciones, para dejarse llevar por las emociones que transmite y por los mensajes que subyacen, como ríos subterráneos, por las escenas que Lampe recrea como, por ejemplo, el miedo que la niña Luise tiene a las ratas, las cuales son capaces de matar a los cisnes en una horrible pesadilla que la atormenta. Su madre, para tranquilizarla, le dirá que ya hay quienes las “combaten con acierto, y un día, ya lo verás, no quedará ni una”. Friedo Lampe era uno de esos combatientes que hizo de la escritura su arma, un cisne que fue confundido con una rata. Ironías del destino.

(Beatriz Pastor)

lunes, 24 de julio de 2023

617. 'Kudryavka': dibujar gusanos, escribir la costra

 


Una de las características que más valoro en una novela es que sea capaz de zarandear las conciencias de los lectores y que los invite a hacer un ejercicio de reflexión y de asunción de dolorosas realidades que emponzoñan nuestra sociedad. Esto precisamente es lo que ha conseguido Xenia García con su primera novela: Kudryavka (Perra de pelo rizado), la cual viene avalada por el Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones.

La autora, mediante capítulos breves de sugestivos y originales títulos, va desgranando la historia de Pepa, una mujer de 40 años que convive con la niña de doce años que fue, la cual vivió una infancia marcada por la ausencia de cariño materno, por el deseo de tener una muñeca y por oscuros acontecimientos que se irán desvelando progresivamente y que marcarán para siempre a la Pepa adulta. La protagonista, divorciada y madre de un hijo, ha aprendido a sobrevivir a las vicisitudes de la vida e intenta cubrir las heridas con una costra que la proteja de la soledad, del dolor y del fracaso existencial. Pero esta costra empezará a resquebrajarse cuando reciba la terrible noticia de que, el Hombre, su exmarido, ha fallecido supuestamente tras sufrir un paro cardíaco. El Hijo le pedirá a Pepa que se encargue de vaciar el piso del padre y ella accederá. Durante una temporada, Pepa vivirá en ese piso vacío recordando, buscando respuestas y conocerá a la Niña, personaje fundamental en la trama. Obsérvese que, excepto Pepa, el resto de personajes no tienen nombre propio sino que son aludidos mediante sustantivos genéricos, pues son símbolos de todos los hombres, hijos y niñas que viven las experiencias descritas por la escritora.

Tres son las voces narrativas que articulan la obra. La primera persona es empleada por Pepa, quien escribe la novela como ejercicio sanador (“elijo escribir y dejar de llorar, porque solo dejando de llorar se puede escribir”), la tercera persona aparece en los capítulos dedicados a la Niña y la segunda persona se emplea cuando se habla del Hombre. Xenia García emplea un “tú” con el que bucea por los intersticios más recónditos del Hombre con un ritmo y una cadencia que recuerdan a los coros de las tragedias griegas. Y es que esta novela es la tragedia del doloroso descubrimiento. Unos archivos ocultos en el ordenador del difunto desvelan su inclinación por los “cuerpos incompletos”, por los “cuerpos no acabados” de niñas en las que también Pepa se ve reflejada. Ella también es todas esas niñas. Alrededor de este horror (“mi costra ya no es suficiente para esto”), Xenia García articula temas como el suicidio, la presión psicológica que puede ejercer el Opus Dei, la culpa como elemento devastador, la connivencia de una parte de la iglesia ante los abusos a menores y el amor maternal que obliga a Pepa a ocultar la verdad al Hijo (“obligada al silencio por mi costra de madre… Por cada herida que le lamo, se me abre una nueva”) a la vez que cumple con su deber (“Voy a llegar hasta el final, a ese lugar donde todo encaje y la culpa deje de inflamar mi cuerpo”).

El delicadísimo tema que articula la novela es presentado con crudeza, con una prosa directa, en ocasiones con frases muy breves, de ritmo sentencioso, y con un lirismo potente, con imágenes impactantes que van formando en el lector un ditirambo del dolor. Imposible no sentirse indignado ante los deleznables actos que comete el Hombre. Asimismo, Xenia García hace uso de los símbolos, como los gusanos que dibuja la Niña (estremecedor es su significado) o como el apodo de Pepa: Kudryavka, nombre de la perra Laika antes de ser lanzada al espacio. Pepa y las otras muchas niñas, como la perra de pelo rizado, obligadas a vivir un enorme peligro.

Es destacable el capítulo en el que la autora hace un retrato, sin empatía pero con imparcialidad, del Hombre, de cómo ha acabado convirtiéndose en un monstruo, de su lucha interna (“hace años que negocias a solas con tu propio deseo”), de cómo ha perdido su esencia humana de antes (“te echas de menos”) y de cómo ese lado oscuro se ha enseñoreado de su ser. Xenia García expone esta lucha del Hombre y su devastadora evolución y es el lector quien juzga.

En definitiva, Kudryavka es un grito valiente de denuncia, “un pellizco en la costilla” para que no haya más niñas que dibujen gusanos “para evitar un mal menor”, para acabar con los “pulgones del guisante” que pudren la infancia de niñas inocentes e indefensas a las que Xenia García aquí da voz.

(Beatriz Pastor)

lunes, 17 de julio de 2023

616. José María Fernández (1942-2023)

 


Desde 2015, año en que falleció el maestro Ramón Oteo, estoy en un grupo de WhatsApp formado por nueve integrantes de aquella promoción de filólogos que se licenciara allá por 2004 en la ya extinta Facultad de Letras de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona. Una foto de Oteo preside el grupo recordándonos por qué, a pesar de la escasa interacción de sus miembros, seguimos sin abandonarlo. Es conmovedor comprobar cómo la figura de Oteo continúa ejerciendo, tras ocho años desde su muerte, como garante de la cohesión y camaradería de su fiel grupo de acólitos.

Fue a través de este medio como conocí la noticia de la muerte del profesor José María Fernández. Uno sabe que se va haciendo mayor conforme asiste a la desaparición de sus profesores. Recuerdo a Fernández (nunca un apellido tan común tuvo tanto valor antonomástico) como un profesor trabajador e infatigable. Buena muestra de ello fue su denodado tesón para elaborar su tesis doctoral, centrada en el escritor Enrique Díez-Canedo, en una época –la España de Franco– donde era difícil hallar libros y documentación sobre un republicano exiliado y amigo de Azaña. Los ocho años que tardó en acabar la tesis le permitieron entrar en contacto con grandes personalidades literarias como Joaquín Moritz o Francisco Giner de los Ríos. En la universidad impartía la asignatura de «Introducción al Romanticismo» y recuerdo estar casi todo el cuatrimestre hablando de Blanco White y de Cecilia Böhl de Faber. Sus clases eran algo anárquicas porque priorizaba sobre el temario su obsesión por inocular en el alumno el espíritu crítico y cualquier pretexto era aprovechado para ese fin, aunque eso significara dejar a medias el plan de estudios. Ha adquirido categoría mítica entre su alumnado la obligación de leer y comentar una novela cada quince días, lo que nos permitió bucear por algunas obras que, de otro modo, quizás habríamos soslayado y que, a día de hoy, forman parte del constructo espiritual de muchos de nosotros. Sirva esto para los que reniegan de las lecturas obligatorias (tremendo oxímoron) y para los pedagogos de nuevo cuño que quieren desterrar a nuestros clásicos del sistema educativo en virtud de no sé qué protección de los centros de interés de los alumnos. También recuerdo sus excelentes trabajos sobre la novela galante y, en concreto, sobre Felipe Trigo, y su ascendiente en el terreno de las publicaciones periódicas de principios del siglo XX, especialmente en La Novela Semanal, de la que quise hablar en su día en esta columna coincidiendo con su efemérides con la intención velada de reconocer la labor de Fernández, pero he llegado tarde. Cuánto lo siento.

Natural de Mora de Luna, siempre llevó a gala su origen leonés. En su casa, luce un mural de grandes dimensiones, hecho con cerámica y fundido con ribetes de oro, que incorpora asuntos de la historia leonesa y el himno de León. Y, sin embargo, fue a Tarragona a la que puso en el mapa literario dirigiendo los extraordinarios «Encuentros de Escritores», que trajeron a la ciudad lo más granado de la literatura española del momento. Recuerdo que incluso Sánchez Dragó grabó su veterano programa Negro sobre blanco en el marco de esos encuentros. Tuvo que luchar, con enorme desgaste, contra algunos sectarios, que vieron con malos ojos la presencia de escritores en lengua castellana en la universidad. Junto a la profesora Josefina Albert, se significó en la defensa del español en la vida cultural de la facultad, lo que le granjeó no pocos enemigos, pese a lo cual, se mantuvo firme en sus principios. Ejemplo de coherencia y humildad, Fernández se ha ido como ejerció en vida: en silencio, sin hacer ruido, alejado como ya estaba de un mundo que no entendía y desengañado de casi todo, como demuestra el tono de los últimos correos electrónicos que nos enviaba a un grupo selecto de amigos. Descanse en paz.

lunes, 10 de julio de 2023

615. El libro de Azorín que los críticos evitan

 

Azorín en 1942, saliendo de la casa de Zuloaga

Coincidiendo con la celebración del 150.º aniversario del nacimiento de Azorín, se están escribiendo estos días numerosas semblanzas sobre la vida y la obra del maestro de la generación del 98. Sin embargo, cuesta hallar entre todos esos homenajes a un solo estudioso o crítico que se detenga o que cite siquiera uno de los libros más valiosos del autor de Monóvar. Me estoy refiriendo a El escritor, publicado en la Colección Austral en 1942. Hay en esa omisión un loable deseo de proteger la figura de Azorín, que alguien puede sentir enlodada por lo que quedó escrito en algunos pasajes de ese libro. Por eso, ese mismo alguien pudiera reprocharme que, al dedicar yo este artículo monográficamente a la obra de marras, y al hacerlo, además, en el año de los fastos conmemorativos, esté obrando de mala fe. Nada más lejos de la realidad. Mi deseo de reivindicar este libro incómodo es justamente por el motivo contrario: demostrar su enorme mérito literario y, sobre todo, su estremecedor valor testimonial.

El escritor se publica tres años después de terminada la Guerra Civil. Durante la contienda, Azorín ha permanecido retirado en Francia y su regreso es bendecido por Serrano Suñer, a la sazón ministro del Interior de Franco. Azorín tiene entonces 66 años y es poco menos que una pieza de museo perteneciente a una España que ya no existe. Pero la principal fuente de ingresos de Azorín siguen siendo sus libros y estos no parecen encajar ya entre la nueva literatura que cultivan, sobre todo, los jóvenes escritores falangistas. Azorín, además, se ha mostrado muy tibio y cauteloso respecto a su adscripción al Régimen, por lo que se le observa con cierto recelo. Es significativo que Azorín le dedique, precisamente, El escritor a Dionisio Ridruejo, en ese intento de hallar un espacio entre la nueva intelectualidad. Ese es el contexto del libro que nos ocupa. En la novela aparecen dos personajes principales, ambos escritores: Antonio Quiroga, trasunto inequívoco del propio Azorín, y Luis Dávila, representante de la nueva generación de escritores. Quiroga siente por Dávila una inicial antipatía (divertida e irónica), cuya aspereza va limándose conforme va conociendo las aptitudes de este y la admiración va ejerciendo su diplomacia. Lo mismo ocurre al revés: Dávila, incluso, escribe un libelo contra Quiroga antes de la definitiva reconciliación. El libro está dividido en dos partes. En la primera toma la voz Quiroga y en la segunda lo hace Dávila, en un interesante juego de perspectivismo. Es en esa segunda parte cuando aparece el pasaje más comprometedor para Azorín. Se titula «A los jóvenes» y en él Dávila propone a Quiroga que dé un discurso a un grupo de amigos reunidos en su casa. La disertación termina con un «Jóvenes: ¡En pie y arriba España!» y el consabido gesto de estos con el brazo en alto.

Causa tristeza encontrar al viejo maestro, hasta no hace mucho modelo indiscutible de tantos, casi mendigando complicidades con los representantes de la nueva era. Pero hay un capítulo donde se ve a Quiroga discutiendo vehementemente con alguien que le pide pagar las facturas: Azorín-Quiroga tiene que comer. Y antes de emitir juicios de valor (ya conocemos cómo el Régimen instrumentalizó la figura de Azorín –pero ¿cómo hablar de connivencia?) debiéramos comprender la tesitura en la que se halla un español en plena posguerra. El escritor, en ese sentido, es un ejercicio desesperado, conmovedor y terrible de autojustificación  que más que condenar absuelve a Azorín a poco que el juez atesore una pizca de comprensión y discernimiento sobre los límites entre principios y supervivencia. También es un libro reivindicativo. El propio Dávila, imbuido del lenguaje patriótico del momento, reconoce en Quiroga a alguien que también ha ofrecido su servicio a España desde los postulados del 98.

El escritor es, además, un artefacto literario de originalísima estructura; aún hoy, acostumbrados al hibridismo de la novela, llama la atención su apuesta vanguardista, en la que asistimos al concepto de «novela en marcha» con muy interesantes reflexiones metaliterarias. Genial es el cuestionario que hace Quiroga a Dávila, que deja a la famosa entrevista capotiana en un ejercicio de escolar. Quizás fue en esas digresiones sobre Literatura (la única y verdadera identidad) donde Azorín halló algo de certidumbre en mitad del desconcierto que debió de ser para él aquella España en la que no podía reconocerse.

lunes, 3 de julio de 2023

614. Veinticinco años sin Lucio Battisti

 


El día que murió Lucio Battisti lo supe porque él mismo me lo dijo. Era 9 de septiembre de 1998 y yo tenía 20 años. Paseaba por el dial de la vieja radio que mis padres habían comprado en Andorra y en todas las emisoras sonaba «Il mio canto libero» sin que nadie aclarase por qué. Como entonces no había manera de conocer con la presteza de hoy los sucesos que acontecían en el mundo, tuve que esperar a escuchar el programa Flor de pasión, de Juan de Pablos, que por aquella época se emitía de madrugada en Radio 3. Y allí estaba la voz quebrada de Juan, traspasada por el dolor, anunciando la muerte de Battisti y dedicándole todo un programa monográfico que grabé en una cinta de casete. No había escuchado a Juan de Pablos tan afectado desde sus míticos sollozos en antena cuando murió Dusty Springfield. Aún conservo aquel casete al que añadí una carátula con el rostro de Battisti imprimido de forma tosca en una impresora que se caía a pedazos.

La mayor parte de las letras de las canciones de Lucio Battisti fueron compuestas por Giulio Rapetti, más conocido como «Mogol». Los textos son pura poesía y la voz aterciopelada de Battisti, unida a sus arreglos musicales, el cauce perfecto. Aunque la crítica coincide en destacar la veta experimental de Battisti, a mí lo que me enamoró de su producción fueron las baladas clásicas. Hay canciones celebratorias del amor que son auténticos himnos, como «Il mio canto libero», que fue el tema que lo hizo popular, pero también «29 de settembre» con ese final exultante de felicidad o «Un’avventura», donde el cantante se rebela contra la provisionalidad de un amor que nace y que «è fatto solo di poesia». En otras ocasiones, los temas abordan el carácter redentor del amor, como en «Io vorrei, non vorrei», una de las canciones más bellas que he escuchado nunca y en la que el protagonista, roto durante mucho tiempo por un desamor, no sabe si debe o no abrir su corazón a la persona de la que se está enamorando; pero, finalmente, el «grande salto» hace liana. «Mi ritorni in mente» evoca la emoción de aquel primer encuentro fundacional y en «Vento nel vento», el miedo no existe cuando él recibe el cobijo cálido del abrazo de ella. Hay también canciones de desamor muy potentes, sobre todo porque Battisti teatraliza vocalmente sus temas. Así, en «Fiori rosa, fiori di pesco», el protagonista, tras un año sin ver a la persona amada, vuelve ilusionado a la casa de ésta, pero pronto descubre que ella ya no está sola; el momento en que se percata de ello es verdaderamente conmovedor. En «Non è Francesca», el protagonista se niega a creer que ella lo engaña con otro: «Come quell'altra è bionda, però / non è Francesca. / Era vestita di rosso, lo so/ ma non è Francesca / se era abbracciata, poi / no, non puo' essere lei». Y en «Io vivró senza te», el cantante dibuja la perspectiva desoladora de una vida sin ella, en la que, cual autómata, se someterá a la inercia de los días sin objeto; la instrumentación es casi un réquiem del desamor. También es bellísima «Umanamente uomo: il sogno», donde Lucio Battisti se limita a tararear o a silbar una melodía sin letra, que otorga a la composición un intimismo lírico precioso. La letra de esta canción permaneció inédita hasta 1999 (27 años después de ser compuesta): al parecer Mogol no quiso incluirla en el tema. Se trata de un breve poema de carácter existencialista. Y para acabar con esa lista de algunas de mis canciones favoritas de Battisti, no puedo dejar de citar «La collina dei ciliegi», un ejercicio casi místico de comunión compartida con el cosmos: una auténtica belleza.

Battisti murió prematuramente a los 55 años, probablemente de cáncer, aunque nunca trascendieran los verdaderos motivos de su muerte. A mí me queda aquel casete de mi juventud y aquella frase suya de «Il mio canto libero», que ha sido desde entonces una promesa cumplida: «Al fianco tuo mi avrai /se tu lo vuoi».

                                                                                                                                                A Sandro Luna