lunes, 26 de septiembre de 2022

583. Sin rastro de las rosas de Pieria



Seguramente la poeta Safo no se merecía un espectáculo tan decepcionante como este que han pergeñado Christina Ronsenvinge, Marta Pazos y María Folguera en su revisión de la figura de la «muchacha de Lesbos». Si de verdad alguien cree que la provocación y el rupturismo en el arte se consiguen dejando desnudas a casi todas las actrices del elenco y haciéndoles hacer todo tipo de obscenidades sobre el escenario, es que se ha equivocado de siglo. En el XXI, ya estamos dados de vueltas de todo eso. Hemos visto, por ejemplo, procesiones del «Santo Chumino Rebelde» convocadas por la «Hermandad del Coño Insumiso», entre otras performances del activismo más ruidoso. Es decir, nada nuevo bajo el sol. La proliferación de estos actos es tal, que hasta el más reaccionario habrá creado ya una costra que le impedirá escandalizarse por estas cosas. Así que no cuelan ya propuestas así; más bien provocan indiferencia.

Miren, quien escribe estas líneas no es, desde luego, un mojigato y tampoco alguien que se cierre en banda a las innovaciones que pretenden reformular a los clásicos, pero he visto ya demasiado teatro como para reconocer enseguida cuándo alguien hace las cosas de forma gratuita y sin rigor artístico. Este montaje sobre Safo no es más que una acumulación caótica de excentricidades con el único objeto de la excentricidad misma. Por todas partes rezuma tanto el prurito ideológico, que, como suele ocurrir siempre cuando se prioriza lo doctrinario sobre lo artístico, acaba reduciéndose el montaje al mero panfleto facilón. ¿O es que no hay ideología en Una noche sin luna de Juan Diego Botto? ¡Claro que la hay! Pero mientras Botto la sustenta sobre una armazón artística medida al detalle, lo de Ronsenvinge y compañía es solo puro exhibicionismo. Y si tanta era la aspiración ideologizante del montaje, qué oportunidad se ha perdido, por ejemplo, para la redefinición del espacio de Lesbos, que sí, es la patria de Safo, pero también el lugar a donde llegan, tras su terrible travesía en el mar, los inmigrantes que buscan una vida mejor; o las playas que recogen los cadáveres de los ahogados que no lo consiguieron. ¿O es que la sororidad del montaje, blandida con tanta vehemencia en cada escena, no vale para las mujeres desnutridas, algunas de ellas embarazadas, que llegan a las costas griegas? Y hasta a la propia Safo le hurtan capítulos de su vida, como la entrañable relación con su hija Cleis, a quien no puede comprar una diadema, y maldice al gobierno de las Cleanáctidas que la tienen en aquel estado de pobreza. ¿No hay sororidad en esa madre abnegada? O su relación con su hermano Caraxo, arruinado por una hetera. Pero para, eso, claro, hay que leerse un poquito a Safo. Nada de la delicadeza de sus poemas y del aroma griego aparece en el montaje. En lugar de eso, una escenografía y vestuarios vulgares, de carnaval canario pero en versión cutre, y una música estridente que daba dolor de cabeza.

No me quiero alargar sobre las interpretaciones de las actrices. Todas cumplen bien con el papel que se les ha asignado. A la postre, ¿qué culpa tienen ellas? Pero es sonrojante la actuación de Ronsenvinge. Sí, a mí también me gusta esa languidez y fragilidad casi decadentista y el abandono erotizante de su voz, pero para cumplir en el teatro hace falta algo más que pasearse como un espectro, con la expresividad de un cartón, por el escenario.

Algunos aciertos: las recitaciones fragmentarias, trasunto de los «pedacitos de Safo» con que los poemas de la poeta de Mitilene han llegado hasta nosotros; cierto aire etnicista en los coros; y algunas tiernas baladas. Insuficiente, desde luego, para tener parte de las rosas de Pieria.

lunes, 19 de septiembre de 2022

582. Espronceda y la LOMLOE

 


La semana pasada les hablé a mis alumnos de Espronceda. Situamos sobre un mapa Almendralejo, su ciudad natal. Les expliqué que Espronceda, con tan solo quince años, asistió a la ejecución de Riego tras la restauración del absolutismo. Hablamos del Himno de Riego y de cómo este fue adoptado durante la monarquía constitucional y luego por los republicanos españoles. Y de cómo la visión de la horca en la plaza de la Cebada debió de causar una honda impresión en aquel joven Espronceda, ya predispuesto para la rebeldía y la conciencia social. Y que Espronceda entonces fundó una sociedad secreta a la que llamó «Los Numantinos». Y entonces hablamos de Numancia y de la heroica resistencia de aquel pueblo ante los romanos. Y del yacimiento arqueológico que aún se conserva en Soria donde se levantaba aquella población celtíbera. Y del Club Deportivo Numancia y de su hazaña en la Copa del Rey de 1996. Y de La Numancia de Miguel de Cervantes. Y luego les expliqué cómo Espronceda tuvo que huir a Lisboa, reuniéndose allí con los exiliados liberales. Y aprendimos el significado de la palabra «exilio» y el matiz que la diferencia de la palabra «destierro». Y recordamos a algunos exiliados y desterrados célebres. Y que Espronceda participó en la Revolución de 1830 en París y que hay un cuadro titulado La libertad guiando al pueblo que recuerda aquel acontecimiento, y que este cuadro lo pintó Delacroix, y que seguramente ahora entenderían a qué se refería Rigoberta Bandini cuando decía aquello de Delacroix en su famosa canción. Y les conté después que Espronceda se enamoró de Teresa Mancha, a quien dedicó un hermoso poema en El Diablo Mundo. Y que Teresa Mancha se casó con un rico comerciante obligada por su familia, que estaba pasando por algunos apuros económicos. Y de cómo Espronceda y Teresa decidieron fugarse juntos. Y eso nos ha permitido analizar la situación de las mujeres en el siglo XIX, utilizadas como moneda de cambio por sus padres, meras piezas de acuerdos contractuales. Y de cómo el amor se supeditaba, pues, a los intereses familiares, y de que nada había servido aquella obra de teatro de Moratín, El sí de las niñas, porque las cosas seguían igual de jodidas para las mujeres, para los jóvenes y para el corazón. Y de cómo luego Teresa Mancha abandonó a Espronceda y que cuando este volvió a enamorarse la mala fortuna quiso que su nueva esperanza no prosperase porque enfermó de difteria y falleció. Y entonces hemos hablado de la difteria y de la etiología de otras enfermedades comunes del siglo XIX y de los índices de mortalidad y de esperanza de vida, y de cómo habrían agradecido aquellos enfermos de tuberculosis que se hubiera inventado una vacuna para su mal, y de cómo ahora que tenemos vacunas, hay personas que las desdeñan, pero que hasta para eso hay una Constitución que vela por los derechos de los ciudadanos, también de los que no quieren vacunarse. Y luego leímos la Canción del pirata y tuvimos que dejarla a medias porque sonó el timbre, y los alumnos y yo mismo nos quedamos con ganas de más, ellos más que yo, porque a ellos les entraba luego en clase la profesora esa de las rúbricas y de las competencias y de las TIC y del proyector y de las cuotas de género y de la gamificación y del destierro de la memorización y de los proyectitos y de los trabajos cooperativos, y del ruido en el aula y es muy jodido lo del ruido en el aula cuando la hora antes has estado embebido en la paz de la palabra.

Geografía, Historia, Arqueología, Literatura, Arte, Sociología, Biología, Derecho, Estadística, Música, fútbol, nuevo vocabulario. Y solo tres cosas: la voz del profesor, el papel y el bolígrafo. Voz, papel, bolígrafo. Artesanía. Tanto con tan poco. Sin zarandajas. A Espronceda lo mataron dos veces: una la difteria, la otra la LOMLOE.

lunes, 12 de septiembre de 2022

581. 'El libro de nuestras ausencias'


 

Creo honestamente que la última novela del escritor mexicano Eduardo Ruiz Sosa ha llegado para constituirse en uno de los grandes hitos de la literatura hispanoamericana y, en general, de la literatura escrita en lengua española. Y esto es así porque en El libro de nuestras ausencias (Candaya) se aúnan los dos requisitos que convierten a una obra en un clásico moderno. En primer lugar, porque aborda un tema importante, de interés general, duradero en el tiempo y universal, como es el drama de las desapariciones en el norte de México, que en aquel país se ha convertido ya en un mal sistémico. Alguien podría argumentar que justamente el localismo del asunto podría vulnerar el concepto de universalidad que antes mencionábamos, pero, por desgracia, esa tragedia es una lacra que sufren también otros países y, en cualquier caso, el inmenso dolor, el terrible desgarramiento que sienten las familias no entienden de nacionalidades. Pero donde no hay discusión alguna es respecto al segundo requisito, esto es, la potentísima, magistral y deslumbrante propuesta estrictamente literaria, tanto desde el punto de vista estructural como por el uso del lenguaje, que plantea el autor. Se trata de un discurso roto, quebrado, desmembrado, una prosa que podríamos llamar «desquiciada», tomando el vocablo desde sus dos matices semánticos, el de la locura, pero también el que apunta a «fuera del quicio», donde se alteran los goznes de la prosa convencional; el propio Ruiz Sosa declara en el prólogo del libro que «México es un país esquizofrénico» y algo de esa esquizofrenia hay en la prosa del autor, que a mí me ha recordado a las páginas alucinadas de José Donoso en El obsceno pájaro de la noche y, en ocasiones, a Juan Rulfo, porque las voces y los cuerpos que no están es el grito de su misma ausencia quien acaba corporeizándolos, y eso es Pedro Páramo. Y es que este libro no podía escribirse de otro modo. Ruiz Sosa podría haber escrito una crónica de las desapariciones en México desde una narratividad canónica. Pero las situaciones que viven los personajes (y la situación real de México) desafían hasta tal punto los límites de la cordura, que, como alguien ha dicho en otro sitio, parece que es el propio dolor quien habla desde su lirismo elegíaco. Y no obstante, hay en toda la novela un intento desesperado por recomponer la fractura, por suturar la herida. Así, las sugestivas elipsis (tan a propósito para el trasunto de las desapariciones) van poco a poco llenándose hasta cobrar sentido y llenar los vacíos, y hasta el propio lenguaje participa de la sutura cuando las palabras se aglutinan unas a otras, engrudando sus sílabas a paletadas de cemento. Si Orsina desaparece, se le crea una muñeca que hace las veces del cadáver en un funeral en efigie; y hasta los espacios agónicos se reinventan para no desaparecer, como esa imprenta que se convierte en templo expiatorio a donde acuden las víctimas para hallar, en feligresía, la confortación que necesitan, los retratos de los desaparecidos colmando las paredes como exvotos. La imprenta fabrica láminas a tamaño real de los ausentes porque un cadáver puede dar sombra, pero los ausentes ni eso siquiera.

Los pasajes en los que se describe sin ambages el drama de las desapariciones cortan la respiración. El mural donde se apilan las fotos de las personas desaparecidas es descrito como una fosa vertical, donde unas fotos van superponiéndose a otras, porque no caben ya en el muro y entonces esas fotos que quedan sepultadas debajo de las nuevas sufren una segunda desaparición, una segunda condena del olvido. Teoría Ponce, que es amiga de Orsina, recoge esas fotos para crear con todas ellas un mural donde reconstruir el rostro de su amiga, de modo que Orsina se convierte en una alegoría de los desparecidos. Durísimos son también los pasajes en los que los familiares se acercan al depósito de cadáveres, donde se hacinan los muertos casi de cualquier manera, y se debaten entre el deseo de que estén y de que no estén a la vez allí sus seres queridos. O los pasajes de las llamadas rastreadoras, que descubren las fosas, con la incomodidad que eso produce en las autoridades, algunas de ellas conchabadas con los asesinos (ese es otro tema, el de la corrupción institucional), y que comprueban los huesos petrificados de los cadáveres para distinguirlos de las piedras: «y se ponían sobre la lengua lo que encontraban; si nomás se moja, es piedra, si se pega a la lengua, es hueso; si es hueso, es un hijo; o es alguien». Los muertos en el tanatorio sin refrigeración son muertos sin nombre que se cuecen. En frente, una industria cárnica mantiene a los pollos congelados. Un huracán convierte el depósito en un lugar dantesco. Los huracanes tienen nombre, los muertos, no.

¿Y si toda la historia de violencia que vive México hallara su explicación en el carácter telúrico de la tierra misma? Esa es una de las tesis del autor. Por eso la figura final del personaje histórico, Gálvez, Visitador de la Nueva España durante el siglo XVIII que cometió todo tipo de tropelías contra los indígenas del norte de México (el pie negro del escudo de Sinaloa timbrando este estrato de la tierra y las fosas mismas ratificando su contrato de muerte con ella; escribiendo el libro de nuestras ausencias).

lunes, 5 de septiembre de 2022

580. Olvidarse de leer

 


Hemos pasado los últimos días de agosto visitando a unos familiares. Como de costumbre, nos hemos alojado en su casa pero esta vez el entrañable matrimonio que nos agasajaba con su franca hospitalidad y su cariño no ha salido a recibirnos. Pepe murió hace un año y Lola ha abandonado el hogar de toda su vida para instalarse en casa de las hijas. Desde hace un tiempo ya no puede valerse por sí misma y está sufriendo lagunas en la memoria, cada vez más evidentes, que la hacen incurrir en discursos repetitivos e incoherentes.

Ha sido extraño recorrer la casa vacía y silenciosa, observados desde estanterías y aparadores por los rostros mudos de una vida en retirada. Pero de entre toda esa intimidad que parecíamos vulnerar con nuestra presencia, la que me hizo sentir mayor aflicción fue la de descubrir los libros que formaban la pequeña biblioteca de Lola. Con una formación académica básica, la educación literaria de Lola la han ido conformando sus hijas y sobrinas a lo largo del tiempo, hasta convertirla en una lectora constante y leal a los libros. Había visto esos mismos libros en los anaqueles del salón o en otras habitaciones de la casa durante nuestras anteriores visitas, pero aquellos que ahora me llamaban la atención eran unos tomos que permanecían aún sin estrenar, envueltos con esos forros de plástico con que hoy se vende la literatura y que Muñoz Molina, denunciando la actitud mercantilista de las editoriales, comparaba con embalajes de sándwiches de jamón y queso. A mí la amarga reticencia de Muñoz Molina, que también comparto, me sugirió sin embargo, en aquella casa vacía de Lola, otra triste circunstancia: la de los libros que aguardaban en vano su turno, la de las lecturas que Lola ya no iba a poder realizar.

Quizás pocas cosas calibren con mayor simbolismo el peso de la intimidad de una persona que su biblioteca. Los libros, que han sido sujetados por las manos de alguien durante el sagrado espacio de su esparcimiento privado; que han acompañado su respiración acompasada o el bisbiseo de la lectura; que han velado el sueño de quien ha sido vencido por la tibieza sedante de las páginas; que han acogido el improvisado punto de libro con la fotografía de un hijo o de un nieto; los libros, decimos, son uno de los máximos exponentes de la cotidianidad de un hogar. Lo que es una anomalía son esos libros sellados por ese plástico aséptico, como neonatos ya cadáveres, cuyas palabras, destinadas a las horas felices del recreo de Lola, nacieron abortadas porque su destinataria ha olvidado la forma de descodificarlas. Porque Lola ha olvidado cómo se hacía aquello que antes se imponía como un automatismo natural al posar los ojos sobre una página. Porque Lola se ha olvidado de leer.

Hemos visitado a Lola en casa de sus hijas. Con dificultad, reconoce los rostros, se emociona y entabla pequeñas conversaciones sencillas que pronto se entelan en su mente. En sus ojos permanece, sin embargo, aquel atisbo de lucidez e inteligencia, que sería el mismo que adoptaría al leer sus libros queridos. Cuando Lola ya no entienda el mundo en el que vive, junto a los vagos recuerdos de una vida que fue, quizás los pasajes de sus antiguas lecturas la aborden para entretenerla en su cautiverio. Y entonces tal vez Lola, que se ha olvidado de leer, continúe leyendo aquel libro que ya solo ella entiende.