lunes, 25 de marzo de 2019

439. Leer a la luz de las velas



Un forzoso apagón eléctrico me obligó hace unas semanas a cumplir uno de los fetiches más deseados desde siempre en mi relación con la lectura: leer a la luz de unas velas. Que en pleno siglo XXI, en la era del libro electrónico, uno pretenda quedarse ciego alumbrado sólo por el pabilo zozobrante de una candela, puede parecer, cuanto menos, extravagante, pero es que la otra alternativa –renunciar a la lectura esa noche– era del todo inaceptable. Y puestos a buscar soluciones tecnológicas –ayudarse de la luz del móvil o acoplarse en la frente, a modo de minero ilustrado, esas linternas para lectores clandestinos–, pues qué quieren que les diga, prefiero la calidez natural de la llama, que, puestos a hacer el ridículo, más se me acomoda un donquijote estrábico que un polifemo espeleólogo. Y que no, narices, que yo tenía allí la posibilidad de ver realizado mi viejo capricho y así sería y así fue.
El libro a la luz de una vela parece más libro. Como si el fuego ceremoniase el culto a su antigüedad venerable. Al chisporroteo de la cera se une el sonido delicado de las páginas que pasan y hay en ese armónico concierto una vindicación de la Naturaleza donde se aunasen los cuatro elementos primigenios, como si el libro se erigiera en el compendio perfecto de aquel arjé de los filósofos presocráticos que trataban de explicar la molécula fundacional del universo. Y así, el libro es fuego bañado por su luz ambarina; y es aire, el del vuelo de sus páginas, como un aliento demiúrgico que insuflase de vida futura a las palabras; y es la tierra que recuerda el origen vegetal del papel; y es el agua de una lágrima furtiva o el de la saliva con que humedecen los dedos la página esquiva. Imposible esa comunión con las esencias sin la tutela propiciatoria de esa vela y su llama ritual. ¿Y no fue Heráclito quien dijo que el origen del universo estaba en el fuego y en el logos?
La llama se cimbrea sobre su palmatoria como una salomé vestida de crepúsculo y su danza de azafrán sobre la página contagia a las palabras, que parecen bailar, también ellas, en el papel, contoneándose con la lenta lubricidad de la resina que supura de sus secos significantes, con la morosa epifanía de la miel que rebosa del panal de las letras, para decir más, mucho más de lo que muestran panal y tronco. La cera se consume y se apelmaza en el platillo, como si el lector purgase en aquel sedimento el veneno de sus desventuras y adversidades purificadas en la unión chamánica del libro, el fuego y su catarsis. La habitación se llena de sombras que trepan por las paredes y el techo. Los objetos de la estancia geminan en esos adláteres espectrales que reclaman su carta de naturaleza más allá de la limitación de sus contornos, de la caducidad de sus materiales, de la arbitrariedad de sus nombres. Así también el lector. El cuerpo de ese hombre que ahora lee, ese despreciable conglomerado de carne, humores y células que sujeta un libro, trasciende por mor del fuego y su promesa de eternidad, a esa figura gigantesca, colosal, etérea,  proyectada en el techo, esa silueta desprendida, libre, el tamaño de cuya alma soberana no cabe entre las cuatro paredes de la habitación, aún menos entre las lindes de aquel pobre cuerpo, y crece y crece y crece avivada por la llama de la vela y ya no hay nada de aquel hombre en su cama, todo él es esa sombra jubilosa que se extiende sobre el techo, la sombra más cierta que ese hombre que ya no existe, de ese hombre que hace un rato leía a la luz de una vela.

lunes, 18 de marzo de 2019

438. De oportunismos y linchamientos



Ante la polémica surgida a raíz del premio Biblioteca Breve de Seix Barral, otorgado este año a Elvira Sastre, confieso que mi posicionamiento puede resultar ambiguo o incluso contradictorio. Sobre todo, no me encuentro cómodo entre los que han aprovechado la controversia para entregarse a la despiadada lapidación de autora, libro y editorial con esa malsana inquina que suele brotar de aquellos que no saben gestionar  las frustraciones de sus propios fracasos y aspiraciones literarios. Igual que también me disgustan los dictámenes adversos vertidos sobre la obra de la escritora segoviana sin que quienes los emiten se hayan tomado siquiera la molestia de leer la novela, prejuzgándola aun sin tener elementos de valor con que formular tales veredictos, como si, desde la supuesta autoridad de un elitismo altivo y mal entendido, se diera por sentado que la obra de Sastre tiene necesariamente que incluirse entre la bazofia que consumen los lectores adocenados. Que lo mismo es que sí, pero, hombre, leamos al menos la novela para hablar con conocimiento de causa.
Empezaba mi reflexión afirmando que mi posicionamiento ante este debate puede llegar a ser incoherente y confuso. Me explico. Yo no voy a leer el libro de Elvira Sastre. Y no lo voy a hacer porque creo que no comulga con mi credo literario. ¿Incurro en los prejuicios que hace un momento reprochaba a otros? Claro que sí. Con la salvedad de que yo me he empapado de decenas de reseñas antes de escribir estas líneas y que esas reseñas proceden de personas mesuradas, juiciosas, razonables, inteligentes, objetivas, que analizan las obras con temperamento constructivo y sistema. Al igual que uno tiene sus escritores favoritos, también uno tiene a sus críticos preferidos y de confianza. ¿Son sus opiniones dogma de fe para mí? No, pero casi. Y, sobre todo, me sirven de filtro para no leerlo todo, a salvo de los cantos de sirena de la mercadotecnia. La vida es breve y hay que saber seleccionar. Por eso no voy a leer a Elvira Sastre. Por eso y porque no hace falta ser muy inteligente para saber que el Premio Biblioteca Breve ha sucumbido al oportunismo mercantilista más atroz, al albur del predicamento del que la autora goza en el nuevo orden del éxito literario: no la calidad de sus escritos sino los seguidores que atesore en las redes sociales. Pero de esto no tiene culpa Elvira Sastre. Ella ha sabido granjearse su celebridad con sus propias armas, le ha ido bien y Seix Barral ha ido a buscarla. Tampoco podemos demonizar su literatura. Se puede divergir de ella pero hay un tipo de consumidor que la demanda y su presencia es legítima. Más difícil es el papelón de Seix Barral, que tendrá que explicar por qué un certamen de su solera, con una nómina de autores premiados que representan lo mejor de nuestra tradición literaria, decide menoscabar así su prestigio y, sobre todo, acabar con una idea sagrada de literatura que corre serio peligro de extinción si no fuera por el esfuerzo heroico de las editoriales independientes. Tampoco Elvira Sastre puede sentirse víctima de un linchamiento. Ella sabía lo que hacía cuando aceptó el premio. Porque no seamos ingenuos: Elvira Sastre no ha ganado un premio, se lo han ofrecido. Así que ahora tendrá que cargar con los vilipendios que le lluevan de todas partes. Era el precio a pagar y ella lo sabía, aunque a mí no me gusten los linchamientos. Aun así, el trabajo de la escritura me merece tanto respeto que, como Cansinos Assens, pienso que no hay obra mala que no pueda albergar algo bueno. La pena es que, cuando el Biblioteca Breve lo ganaba gente como Juan Marsé, no había que buscar los buenos pasajes. Todo el libro lo era. Lo sabíamos por la elevación de espíritu que producía su lectura, no por el número de likes en Instagram.

lunes, 11 de marzo de 2019

437. 'Apocalypse Now' cumple 40 años



Cuentan que durante un viaje en avión cayó en las manos de Francis Ford Coppola la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y que, tras su lectura, el director americano supo enseguida que el argumento de aquel libro iba a inspirar su siguiente película. El capricho de las efemérides ha querido que ambos, película y libro, celebren este año sendos aniversarios redondos, de esos que gustan a los amantes de las fechas y que a mí me regala el pretexto perfecto para hablar de lo que me apetece, sorteando los imperativos de la prensa y su servidumbre a la actualidad, mediante este subterfugio de los cumpleaños. Pues sí,  Apocalypse now cumple 40 años y El corazón de las tinieblas, 120. Y ya legitimado por la obligada tiranía de las coyunturas, hablemos ahora de lo que verdaderamente importa.
El corazón de las tinieblas es uno de esos pocos libros de los que uno no logra salir nunca. Inspirada en los viajes africanos de Conrad, narra la expedición de Charlie Marlow remontando el río Congo con la misión de encontrar al misterioso comerciante Kurtz, que se ha granjeado las envidias de sus colegas por su éxito en el acopio de marfil y que hace años que no sale de la estación que dirige. Durante el viaje, la figura mítica de Kurtz irá engrandeciéndose merced a los comentarios que de él hacen quienes lo han conocido hasta transformarlo poco menos que en un tótem para idólatras. Cuando logra alcanzar la estación de Kurtz, Marlow descubre que aquel se ha convertido en el líder de la comunidad negra que le asiste, que lo trata como a un dios, y que parece haber perdido todo vínculo con los patrones que rigen la civilidad de su origen europeo. Lo fascinante de la novela de Conrad reside en el paulatino poder que ejerce la jungla sobre sus personajes, que acaban siendo fagocitados por el misterio telúrico de la Naturaleza en su sentido más primigenio, ejerciendo en ellos una involución o una regresión hacia las esencias de su animalidad o de su origen ontológico, conduciéndolos al misterio de ser desde la raíz misma de la vida. También Marlow experimenta esa llamada atávica conforme se adentra en las profundidades del continente africano pero es Kurtz quien ha sucumbido enteramente a la comunión radical con el arcano que todo lo explica. Es ese crescendo el que subyuga en cada página. Por eso en la versión cinematográfica, en concreto en la versión extendida que Coppola presentó en Cannes en 2001, creo que sobra la escena de la guarnición francesa, con su vida acomodaticia y civilizada, que es un anticlímax contraproducente en el ritmo creciente hacia el tuétano de la barbarie. Por lo demás, la película de Coppola es una excelente versión del libro, transportada a la guerra de Vietnam, respetando con todas las licencias que se quieran (geniales las excentricidades del coronel Kilgore con un Robert Duvall en estado de gracia) los temas de Conrad, como los abusos del colonialismo, entre otros. Pero es, sobre todo, la atmósfera apocalíptica que da título a la película, las tinieblas que dan título al libro, donde parece que el principio de todo se funde esquizofrénicamente con el final de todo, lo que produce ese efecto narcótico que impide separarse de la pantalla durante 3 horas y también del libro, que puede leerse del tirón, porque la selva, como en aquella Vorágine de José Eustasio Rivera o como la infinita pampa en Don Segundo Sombra, de Güiraldes, o como la Comala de Pedro Páramo, no nos suelta nunca. Quizás porque sabemos que en esos territorios se halla, tal vez, la verdad de lo que somos más allá de lo que somos.

lunes, 4 de marzo de 2019

436. Machado de usar y tirar



En el prólogo a la primera parte del Quijote, Cervantes critica, con su ironía y elegancia habituales, la costumbre de preñar los pórticos de las obras literarias con citas doctas y recónditas que mejor legitimasen la indudable autoridad y la naturaleza sapiencial del impostado prologuista. Y todo ello sin que el prócer de turno hubiera leído, claro está, a ninguno de los autores y libros que exhibe en su brillante retahíla de erudición. Más de cuatro centurias después, esa ostentación de cultura hecha de pastiches recogidos aquí y allá, adoptados de oídas y sin asomo de haberse cotejado con ninguna de sus fuentes, continúa enviciando ese prurito de intelectualidad de pacotilla con que algunos pretenden reivindicar su inteligencia como cosmético de su espantosa mediocridad. El ágora de Internet –nunca la palabra “ágora” se había degradado tanto– ha contribuido de manera colosal a extender la pandemia del listo ignorante, pues basta con preguntarle al tótem googleico por alguna frase que venga pintiparada a la ingeniosa apostilla de un frívolo debate en las redes sociales, para hallar todo un filón de expresiones sentenciosas, proverbiales y categóricas, con que adornarse de cara a la galería.
Hace unos meses cientos de usuarios de Facebook y de Whatsapp nos felicitaban el año nuevo con el noble deseo de cambiar el mundo, y citaban para ello un supuesto pasaje del Quijote donde el caballero le dice a Sancho: “cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura ni utopía, sino justicia”. Si logran ustedes encontrar la cita en alguna parte del libro cervantino avisen  a Francisco Rico para la oportuna revisión filológica porque lo mismo han descubierto una variante desconocida. Es esa ambición de parecer lo que no se es lo que ha hecho incurrir a nuestro guapo presidente del Gobierno (o al negro que le ha escrito el libro) en la tan traída confusión entre Fray Luis de León y San Juan de la Cruz al respecto de la célebre frase que el inmortal agustino supuestamente pronunciase al ser restituido en su cátedra de la Universidad de Salamanca tras casi un lustro en prisión.
Nuestros políticos son muy dados a citar a literatos en sus discursos para disimular su lamentable oratoria. Juanma Moreno se atrevió en su investidura nada menos que con Virgilio, al que seguro que ha leído en incontables ocasiones y, por supuesto, con Lorca y Machado. A este último lo han exprimido hasta la saciedad, quizás porque su modelo irreprochable tiene la virtud de encajar en todos los maniqueísmos que los políticos diseñan de acuerdo a su molde ideológico, de tal modo que desde VOX como a IU, pasando por los independentistas, todos sacan tajada de su figura incontestable. Y ahí están las fotos en su tumba de Colliure, en la que todos quieren salir, carroñeros ya hasta de la memoria de los muertos. De todos los que salen en la foto, seguro que el cien por cien ha leído Campos de Castilla. Ya… Eso no fue un homenaje, fue un escrache. Por cierto, que faltaba Puigdemont. Para aclararle, más que nada, qué significa la palabra “exiliado”.
Y claro, cuando ya se produce este mangoneo con figuras intocables como Fray Luis, San Juan de la Cruz, Lorca o Machado, al amante de la Literatura ya se le empieza a revolver el estómago porque ya nos están manoseando algo muy nuestro y muy querido y muy sagrado. Y uno se indigna y se apunta también a eso de las citas. Y así, uno puede soltar aquello de: “Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta”. Aún no he escuchado a nuestros políticos citar a don Benito Pérez Galdós.