lunes, 21 de noviembre de 2022

589. Cuatrocientos años de 'El trueque'



 Thomas Middleton y William Rowley publicaron The Changeling (El trueque) en 1622, aunque el primer testimonio de su representación data de 1624, año en que la obra fue llevada a las tablas del londinense teatro Whitehall. Existe una notable unanimidad en considerar El trueque no solo como la obra cumbre de Middleton sino también una de las mejores del teatro jacobino (con el permiso, claro está, de William Shakespeare).

A la redonda efeméride que conmemora las cuatro centurias desde su registro legal, se suma para nosotros la curiosa circunstancia de que Middleton y Rowley ambientaron la obra en España, concretamente en la ciudad de Alicante. Los pormenores topográficos debieron extraerlos ambos dramaturgos de The Triumph of God’s Revenge, una colección de relatos moralistas del comerciante y escritor John Reynolds, cuya hipotética visita a la ciudad parece más que probable. Por otro lado, era una costumbre habitual ambientar las obras jacobinas en países extranjeros para burlar la censura de la crítica velada que estas vertían sobre el monarca. El trueque no es una excepción. Sobre Jacobo I, sucesor de Isabel Tudor e hijo de María Estuardo, se cernía la sospecha del filocatolicismo. Recordemos la ascendencia católica de su madre. Por otro lado, el tratado de paz que el rey Jacobo deseaba firmar con Felipe III, rey de España, que incluía el matrimonio entre el futuro heredero Carlos y la infanta María de Austria, reforzaba dicho recelo. El trueque es, entre otras muchas cosas, una metáfora de esas reticencias del ala protestante: la sangrienta boda en Alicante entre un forastero y una noble de la ciudad reflejaría la errónea política de Jacobo I al propiciar un enlace entre la infanta católica española y el príncipe Juan.

No he hallado traducciones de la obra al español salvo una espléndida edición llevada a cabo por el doctor en Filología Inglesa, John D. Sanderson. Tanto la traducción como el estudio preliminar, ambos publicados por el Instituto Juan Gil Albert, son auténticas joyas para acercarse con rigor y amenidad al texto.

El pasado jueves, la Compañía Ferroviaria de Artes Escénicas llevó a cabo el estreno nacional de El trueque justamente en la versión de Sanderson. Se respetó íntegramente el texto, a excepción de la interpolación atribuida a Rowley, decisión que parece acertada, pues la historia paralela del manicomio saca al espectador de la trama principal. La interpretación fue correcta, aunque para mi gusto algo epidérmica, de una eficiencia casi burocrática.
Beatriz Juana, comprometida con Alonso de Piraquo, conoce casualmente, al salir de misa, al comerciante Alsemero. Ambos se enamoran y Beatriz pergeña el asesinato de Piraquo a manos de su enamorado servidor De Flores. Pero este, terminado el trabajo, desea en compensación gozar de Beatriz, a quien el criado chantajea. Consumado el chantaje, Beatriz debe ocultar su sobrevenida pérdida de la virginidad haciendo que sea su criada y no ella quien yazga en la noche de bodas con Alsemero en la oscuridad de la cámara nupcial. Después, la criada será también asesinada. La belleza de Beatriz, emparentada con la idolatría católica de las imágenes (tan denostada por el protestantismo inglés) se erige en pérfida alegoría del credo de Roma. A este respecto, la simbología política, como tantas otras, es evidente. Y aunque las transiciones y la superficialidad en el tratamiento del remordimiento y la culpa están en el debe de la obra (imposible no acordarse de la grandeza de Shakespeare al respecto), las bajas pasiones de los personajes no dejan indiferente al espectador, que admira, además, las triquiñuelas de Middleton para convertir su obra en un alegato político encubierto.

lunes, 14 de noviembre de 2022

588. Cuando Laurencia poseyó a Ana de Ulloa



 La nueva versión de El burlador de Sevilla, llevada a las tablas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, incorpora interesantes elementos que, a veces para bien y otras para mal, singularizan el montaje convirtiéndolo en objeto de sustanciosos análisis.

Lo primero que llama la atención es la deliberada contención en la expresividad de algunos parlamentos. No recuerdo ahora qué actor inglés se quejaba de que los actores españoles de teatro gritaban mucho sobre el escenario, exacerbando en demasía la vehemencia de sus intervenciones con sus dicciones violentas y viscerales. Quizás no le faltara razón. Desde luego, nada de eso hallará el espectador en este Burlador, cuyos personajes sujetan la brida de las declamaciones y reducen significativamente el volumen de la voz. Esta novedad casa muy bien con el Tenorio de Tirso, pues no son pocos los estudiosos que han vinculado el comportamiento del principal personaje de la obra con una suerte de ascendencia demoníaca. Al modular la voz y la expresividad del rostro hasta rayar casi en el hieratismo, don Juan queda deshumanizado para convertirse prácticamente en una alegoría del mal. Su hermetismo impide cualquier posibilidad de empatía, lo aleja del espectador, genera incluso animadversión y, por lo tanto, destierra del imaginario colectivo esa tradicional condescendencia y simpatía que se siente por sus barrabasadas, de acuerdo con la nueva sensibilidad de la sociedad del siglo XXI. Esa misma moderación muestran también el tío y el padre de don Juan, que se dirigen a este sin la iracundia que despiertan sus actos, sino con un hilo de voz que acrecienta aún más la decepción que les suscita su comportamiento. Pero esa sobriedad declamatoria no le va bien, en cambio, a Tisbea, la pescadora burlada por don Juan, cuyo famoso parlamento («¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua! / ¡Amor, clemencia, que se abrasa el alma!») demandaba otra intensidad.

Interesante también es cierta parodia hacia el lenguaje barroco de la época (el texto se ha respetado prácticamente íntegro), usada sobre todo cuando el tío de don Juan inventa la fuga de este tras haber burlado en palacio a Isabela. La retórica barroca, natural en Tirso, es aquí objeto de burla y queda emparentada con los afeites expresivos que ayudan a la mentira. En ese mismo sentido son muy divertidas las intervenciones de Catalinón.

Los desnudos del principio y del final de la obra no resultan gratuitos y dotan al montaje de una inteligente circularidad. El desnudo de don Juan nada más empezar simboliza su concupiscencia desmedida; en cambio, el desnudo del final, su desamparo ante la muerte.

La escenografía, una gran mesa alargada, resulta también muy sugestiva, pues en todo momento nos está recordando las dos grandes escenas que han de llegar: la visita del espectro de don Gonzalo para cenar y el futuro sepulcro de don Juan, atrezos que visualmente complementan de forma irónica el «tan largo me lo fiáis» que repite siempre el burlador.

Sin embargo, una vez más, el alegato feminista da al traste con las meritorios hallazgos de marras. Doña Ana, otra de las mujeres burladas, que en la obra de Tirso ni siquiera interviene, irrumpe en  escena con la célebre perorata de Laurencia (personaje de Fuenteovejuna) contra los hombres, simbolizando a todas las mujeres que no tienen voz. El discurso de Laurencia, que en la obra de Lope tiene todo el sentido, aquí está de más. Aparte de ofender al público masculino a quien gratuitamente se le está acusando casi de mantener una connivencia con la violencia de género, como si todos fuéramos partícipes con nuestro silencio de tal aberración, al director se le olvida que Tirso, con más dureza que Zorrilla, ya está condenando a don Juan al infierno y dándole su merecido castigo. Es decir, que el posicionamiento ético de Tirso (un hombre) ya está claro en la obra sin necesidad de más adiciones apócrifas. Por cierto que, en el discurso de Laurencia (este sí, muy vehemente), el personaje creado por Lope insulta a esos hombres cómplices y timoratos como «maricones» y «amujerados», lo que no deja de ser una contradicción con el propio alegato feminista y un insulto a la comunidad gay. A ver si por defender a un colectivo vamos ahora a ofender a otro. Se trata, una vez más, de esa obsesión oportunista por encajar en los moldes de la nueva sensibilidad social a toda costa sin reparar en la coherencia artística. 

lunes, 7 de noviembre de 2022

587. Buitres de posguerra



 

Manuel Moya ganó con su último libro, Buitrera (Pre-Textos), el II Premio de Novela «Ciudad de Estepona» con un jurado formado por Nuria Barrios, Eva Díaz, Manuel Borrás, Antonio Soler, José Antonio Garriga y Guillermo Busutil. Ahí es nada. Uno se detiene en la nómina de marras y siente avalada con creces la decisión de adentrarse por los parajes inhóspitos y ásperos de esta novela donde la naturaleza feraz y los yermos morales se imbrican en una misma cosmogonía literaria.

Buitrera, ambientada en la provincia de Huelva durante el año 1948, narra el peregrinaje de un grupo de jornaleros andaluces que se dirige a la frontera portuguesa para trabajar el carbón. La Guardia Civil los confundirá con unos maquis capitaneados por la figura casi legendaria de un tal Tamales, que lleva de cabeza a la Benemérita desde hace años.

Lo primero que llama la atención de la novela de Moya es su lenguaje, trufado de dialectalismos de la zona, muchos de cuyos significados se aclaran en el glosario anejo, pero también de aquellos preciosos vocablos rurales que tanto reivindicaba José Antonio Muñoz Rojas y que corren el riesgo de extinguirse en nuestra era digital. En ese sentido, Buitrera constituye un registro de un idioma periclitado que da sus últimos estertores en el hospital de la literatura.

Hay también en la novela un gusto por la prolijidad topográfica que acaba convirtiendo el espacio de la narración, ya desde la primera página, en un universo casi mitológico, a la manera en que Caballero Bonald creó su Argónida, Juan Benet su Región o, más recientemente, Jesús Carrasco su Intemperie. El parentesco entre paisaje y personajes es evidente. Por el libro desfilan caracteres duros, recubiertos de la costra de la resignación, donde el alfabetismo boquea como puede, los espíritus se agostan en los desfiladeros agrestes de la existencia, las ambiciones alternan entre la humildad del cisco y un puesto de funcionario en un cuartel cochambroso de la capital, y donde el amor, atropellado e instintivo, aflora como germinan los arbustos sobre la roca yerta.

Los personajes, descritos casi con pinceladas impresionistas, tienen, no obstante, relieves de autenticidad. Especialmente bien conseguido está Wences, un bala perdida que se dedica a cazar pájaros y a quien la Guardia Civil, en las figuras del cabo Esteban y el capitán Llanos, le sonsacan una declaración manipulada que quiere confirmar la identidad de los maquis en los jornaleros con los que Wences se había topado casualmente. La declaración, apresurada y sin rigor, que condena a los campesinos, inocula en el alma de Wences la mordedura de la culpa y, por primera vez en su vida, tratará de reparar el daño en una lucha denodada por conseguir su propia redención. El capitán Llanos, por su parte, obsesionado con Tamales, quiere dar pábulo a las palabras, que casi bajo coacción, ha referido Wences, y en el momento clave, entrarán en liza, en una escena de enorme intensidad y dramatismo, el orgullo, la ambición y la moral.

El caciquismo, los abusos de la autoridad policial y, en general, una atmósfera desoladora que transpira aún los estragos de la posguerra, completan un cuadro literario que deja en el lector, al cerrar el libro, una sensación de desolación acrecentada por el eco de los buitres y su promesa de muerte.