lunes, 14 de noviembre de 2022

588. Cuando Laurencia poseyó a Ana de Ulloa



 La nueva versión de El burlador de Sevilla, llevada a las tablas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, incorpora interesantes elementos que, a veces para bien y otras para mal, singularizan el montaje convirtiéndolo en objeto de sustanciosos análisis.

Lo primero que llama la atención es la deliberada contención en la expresividad de algunos parlamentos. No recuerdo ahora qué actor inglés se quejaba de que los actores españoles de teatro gritaban mucho sobre el escenario, exacerbando en demasía la vehemencia de sus intervenciones con sus dicciones violentas y viscerales. Quizás no le faltara razón. Desde luego, nada de eso hallará el espectador en este Burlador, cuyos personajes sujetan la brida de las declamaciones y reducen significativamente el volumen de la voz. Esta novedad casa muy bien con el Tenorio de Tirso, pues no son pocos los estudiosos que han vinculado el comportamiento del principal personaje de la obra con una suerte de ascendencia demoníaca. Al modular la voz y la expresividad del rostro hasta rayar casi en el hieratismo, don Juan queda deshumanizado para convertirse prácticamente en una alegoría del mal. Su hermetismo impide cualquier posibilidad de empatía, lo aleja del espectador, genera incluso animadversión y, por lo tanto, destierra del imaginario colectivo esa tradicional condescendencia y simpatía que se siente por sus barrabasadas, de acuerdo con la nueva sensibilidad de la sociedad del siglo XXI. Esa misma moderación muestran también el tío y el padre de don Juan, que se dirigen a este sin la iracundia que despiertan sus actos, sino con un hilo de voz que acrecienta aún más la decepción que les suscita su comportamiento. Pero esa sobriedad declamatoria no le va bien, en cambio, a Tisbea, la pescadora burlada por don Juan, cuyo famoso parlamento («¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua! / ¡Amor, clemencia, que se abrasa el alma!») demandaba otra intensidad.

Interesante también es cierta parodia hacia el lenguaje barroco de la época (el texto se ha respetado prácticamente íntegro), usada sobre todo cuando el tío de don Juan inventa la fuga de este tras haber burlado en palacio a Isabela. La retórica barroca, natural en Tirso, es aquí objeto de burla y queda emparentada con los afeites expresivos que ayudan a la mentira. En ese mismo sentido son muy divertidas las intervenciones de Catalinón.

Los desnudos del principio y del final de la obra no resultan gratuitos y dotan al montaje de una inteligente circularidad. El desnudo de don Juan nada más empezar simboliza su concupiscencia desmedida; en cambio, el desnudo del final, su desamparo ante la muerte.

La escenografía, una gran mesa alargada, resulta también muy sugestiva, pues en todo momento nos está recordando las dos grandes escenas que han de llegar: la visita del espectro de don Gonzalo para cenar y el futuro sepulcro de don Juan, atrezos que visualmente complementan de forma irónica el «tan largo me lo fiáis» que repite siempre el burlador.

Sin embargo, una vez más, el alegato feminista da al traste con las meritorios hallazgos de marras. Doña Ana, otra de las mujeres burladas, que en la obra de Tirso ni siquiera interviene, irrumpe en  escena con la célebre perorata de Laurencia (personaje de Fuenteovejuna) contra los hombres, simbolizando a todas las mujeres que no tienen voz. El discurso de Laurencia, que en la obra de Lope tiene todo el sentido, aquí está de más. Aparte de ofender al público masculino a quien gratuitamente se le está acusando casi de mantener una connivencia con la violencia de género, como si todos fuéramos partícipes con nuestro silencio de tal aberración, al director se le olvida que Tirso, con más dureza que Zorrilla, ya está condenando a don Juan al infierno y dándole su merecido castigo. Es decir, que el posicionamiento ético de Tirso (un hombre) ya está claro en la obra sin necesidad de más adiciones apócrifas. Por cierto que, en el discurso de Laurencia (este sí, muy vehemente), el personaje creado por Lope insulta a esos hombres cómplices y timoratos como «maricones» y «amujerados», lo que no deja de ser una contradicción con el propio alegato feminista y un insulto a la comunidad gay. A ver si por defender a un colectivo vamos ahora a ofender a otro. Se trata, una vez más, de esa obsesión oportunista por encajar en los moldes de la nueva sensibilidad social a toda costa sin reparar en la coherencia artística. 

1 comentario:

Javier Angosto dijo...

No puedo estar más de acuerdo con tu argumentación, Píramo.