lunes, 30 de octubre de 2023

626. Los muertos somos nosotros

 


Pasado mañana es el Día de Todos los Santos. Siempre que se acercan estas fechas, recuerdo a Mariano José de Larra y aquel artículo suyo, publicado en El Español, el 2 de noviembre de 1836, en el que zarandeaba las conciencias de los españoles, haciéndonos ver que los muertos no se hallaban en el cementerio, que los muertos, en realidad, éramos nosotros mismos. Escribió su artículo poco después de perder su escaño como diputado por Ávila tras el Motín de la Granja de San Ildefonso, tal vez la última oportunidad de cambiar desde dentro la política de un país desnortado. Tampoco iban bien las cosas en lo personal, tras su enésima discusión con su amante, Dolores Armijo, quien alternó con él momentos de apasionada efusividad con otros de absoluto desdén. En su columna, Larra imaginaba un cementerio dentro de Madrid: los nichos eran los de la Constitución, el del Palacio Real, el del periodismo o el del Ministerio, cuya lápida rezaba: «Aquí yace media España; murió de la otra media». Y denunciaba la pasividad de la ciudadanía ante los desorbitados impuestos, la obligatoriedad del servicio militar, la opresión contra la disidencia o la falta de libertad de imprenta, entre otros males del país. Los muertos, que no estaban sometidos a tales represiones, eran más libres y estaban más vivos que los que ese día iban a ofrecer flores a sus familiares. Poco menos de un año después de escribir su artículo, Larra se descerrajaba en su despacho un tiro en la sien. Descubrió el cadáver su hija Adela, de seis años, cuando se disponía a darle las buenas noches.

Casi dos centurias después, los muertos seguimos siendo nosotros. Tenemos un presidente del gobierno que miente compulsivamente, ya sin pudor ni disimulo, y a quien se le sigue votando a pesar de lo sonrojante que resulta repasar la hemeroteca; tenemos una oposición a la deriva con la capacidad intelectual de un niño del parvulario y un partido extremista, enemigo de la cultura; en la literatura triunfan los escribanos pero no los escritores; mis alumnos se adhieren a una huelga para protestar contra la guerra en Palestina pero solo lo hacen para saltarse las clases de ese día, para arañarle unas horas de sueño más a la almohada o para jugar a los videojuegos. A estos chavales les compensan las muertes diarias en Gaza si con ello duermen un poco más; les compensa el sacrificio de quienes se dejaron la vida para que hoy ellos disfruten de su derecho a huelga, aunque desprecien ese derecho ganduleando en casa. Los sátrapas megalómanos siguen mandando a otros hombres a la guerra por un pedazo más de tierra. Mientras escribo estas líneas, me entero de que ha muerto Armita Garavand, apaleada por la policía de la moral iraní en un metro por no llevar bien puesto el velo; entretanto, aquí, un feminismo mal entendido estigmatiza la cortesía de un hombre confundiéndola puerilmente con un acoso. También leo que un informe del Defensor del Pueblo cifra en más de 400.000 víctimas, los casos de pederastia de la Iglesia española. El sistema educativo coloca a los estudiantes en su cadena de producción del analfabetismo, con la connivencia de los inspectores educativos, para que los gobiernos puedan dormir tranquilos teniendo alienados a los futuros ciudadanos. Pero las gentes –esos muertos vivos– solo saldrán a la calle para manifestar su descontento por la mala gestión de la directiva de su equipo de fútbol. Valores como la amistad se revelan falaces y uno se da cuenta de lo solo que se encuentra en el mundo cuando las cosas van mal: uno descubre que solo tuvo buenos compañeros de ocio para tomar unos vinos, pero no amigos. Las redes sociales son los nuevos paredones para las lapidaciones. Se mira de soslayo la tragedia migratoria. Y así, dadas las circunstancias, se entiende mejor la desazón de aquel Larra abatido cuya sensibilidad e inteligencia no encajaban con el mundo en el que vivía. Quizás es lo que haya que hacer: pegarse uno un balazo y mandarlo todo a la mierda. Anuncio clasificado: ¿alguien vende por ahí alguna pistolita de contrabando?

lunes, 23 de octubre de 2023

625. Escribir a mano en clase

 


Desde 3.º de la ESO, mis alumnos prescinden del libro de texto en las clases. Practico esa modalidad pedagógica ya casi extinta que se dio en llamar «sesiones magistrales». Hoy no puedes decir que impartes clases magistrales porque corres el riesgo de arder en la pira que los buenistas educativos levantan para los heréticos. A mí, además, alguien me ha tildado de engreído porque considera que atribuir a mis clases la cualidad de «magistral» redunda en cierto narcisismo. El que así me reconviene no conoce, claro, que el término no se refiere a la calidad de la lección (otro término desterrado ya del nuevo gay-trinar) sino a su origen etimológico: la clase que imparte el magister. En las clases magistrales, el profesor es el protagonista del proceso de enseñanza-aprendizaje y el alumno, el sujeto que recibe la información y que, cuando conviene, interviene en el debate de ideas, que el propio profesor promueve y gestiona. Esto es así porque el profesor es el que enseña y el alumno el que aprende, una perogrullada que todavía hay que aclararle a algunos. No se crean, yo también aprendo mucho de mis alumnos. Pero creo que ellos aprenden un poquito más de su profesor. El caso es que en las clases magistrales, yo hablo y mis alumnos toman apuntes a mano en sus libretas (¡anatema!). No dicto las clases, claro: explico los contenidos, dando decenas de vueltas sobre lo mismo, y ellos no copian literalmente lo que comento, sino que, una vez que se quedan con la copla, trasladan a sus cuadernos con sus propias palabras lo que han entendido. Y lo que no han entendido, se les repite hasta que lo entiendan. Eso sí es para mí un aprendizaje significativo y no las milongas que otros asocian al concepto pedagógico de marras. Y si se trata de innovar, oigan, tomar apuntes a mano es la puta revolución. Porque nadie lo hace ya. Lo nuevo es lo antiguo. El alumno está hasta las narices de los Power Points y de las peliculitas y del Youtube y de «hagamos más guais las clases creando un Instagram de Góngora». Pues no, oigan: a esta generación, que ya ha nacido y crecido con todo el consabido repertorio digital, lo que le mola de verdad (término viejuno) es llenar papeles a mano. Lo que oyen. La atención en clase es total y se crea un silencio absoluto que beneficia el trabajo intelectual porque saben que de la calidad de sus apuntes, dependerá su éxito en el examen (¡sacrilegio!). Mientras toman sus notas, además, están ya estudiando, porque el vínculo artesanal que se genera entre el bolígrafo, el papel y su propio razonamiento cala en su discernimiento mucho más que el atolondramiento visual de las pantallas. Cuando finaliza la clase, los chavales se muestran los unos a los otros los tres o cuatro folios que han llenado con el orgullo del trabajo bien hecho, y se masajean las muñecas, contentos y risueños, como un aguerrido batallón del conocimiento satisfecho de sí mismo y de su esfuerzo después de la lid. Se identifican con su propia caligrafía, como con una patria, blanden sus hojas como una bandera, sienten que ellos mismos están allí, en esos folios; han entrado en contacto con la paciencia y la lentitud del orfebre en estos tiempos de prisa; se han relajado, han establecido entre la psique y sus cuerpos una trabazón física merced a la escritura; han enriquecido sus conexiones neuronales; los más creativos han colocado títulos coloridos y originales. El día del examen recuerdan (porque lo entienden) lo que se les pregunta, y evocan el rincón exacto de los apuntes donde se hallaba aquel concepto por el que ahora se les requiere. Quizás en aquella esquina donde se manchó de chocolate el papel  durante la merienda o en aquel otro rincón donde la compañera de pupitre accedió intrusamente con su bolígrafo en los apuntes de él para dibujar un corazón.

lunes, 16 de octubre de 2023

624. Lealtades viejunas: el Teletexto

 


Uno de los ejercicios que tienen que desarrollar los estudiantes de Bachillerato en la prueba de Selectividad de Lengua Castellana es la redacción de una opinión personal acerca del texto propuesto «a partir de la cultura del alumno y de su conocimiento del mundo». La idea es que los muchachos demuestren que son hijos de su tiempo, que están informados del mundo en el que viven y que puedan cimentar sus argumentos sobre ese bagaje académico y vital. Como la mayoría de alumnos no ve el telediario ni lee los periódicos, yo les proponía una manera directa y sintética de estar al pie de la calle de lo que ocurre más allá de los Pokémon: echar un vistazo al Teletexto. Y, claro, nadie en la clase sabía lo que era eso del Teletexto. Uno de los indicios que demuestran que los profesores nos hacemos mayores es que ya no nos sirven algunas de las estrategias o de los recursos nemotécnicos que hasta no hace tanto ofrecíamos a nuestros estudiantes. Por ejemplo, cuando les explicaba la filosofía de los estoicos, les proponía que se acordasen de Hristo Stoichkov, el famoso jugador búlgaro del Barcelona. Pero ya nadie en el aula sabe quién es Stoichkov. Otro tanto ocurre con las canciones de Sabina, de Madonna o de Mecano que usaba para explicar la tradición oral de los cantares de gesta, el hibridismo del mozárabe o el «Romance de la luna, luna» de García Lorca. O cuando hablo de Rosalía o de Quevedo y surge, indefectiblemente, el rumorcillo jocoso entre los pupitres.

Viene todo esto a que el Teletexto de TVE cumple ahora 35 años, aunque fue la BBC quien lo introdujo hace ya 5 décadas. A día de hoy, en Europa, solo permanece en España y en Alemania y se estima que un 4% de los españoles aún lo utiliza. Así que resulta que no estaba uno tan solo: el 4% equivale aproximadamente a unos 2 millones de habitantes, que no es poca cosa. Esta lealtad viejuna por algo tan rancio como el Teletexto, con esa interfaz casposa de pajillero de los 90 o de clandestino delincuente cibernético, responde seguramente a una necesidad de conservar los orígenes en un mundo que empezamos a no reconocer y que se nos escapa vertiginosamente de las manos. Pero no se crean, tiene su utilidad. Uno busca el número 102 para las noticias nacionales; el 120 para las internacionales; el 135 para los deportes; y el 185 para los titulares de la prensa escrita, y tiene una panorámica del mundo en pocos minutos en su pantalla del televisor, sin la dispersión de los periódicos digitales y su apremiante clic en los inúmeros enlaces, que tientan como las sirenas a Ulises. Por cierto, que durante un tiempo, el encargado de colocar los titulares de los periódicos en la página 185 y siguientes olvidó lamentablemente sus obligaciones, reduciendo la sección tan solo a los fines de semana, por lo que tuve que elevar, indignadísimo, una queja al defensor del espectador para que se retomara su regularidad semanal. Oye, pues me hicieron caso. De nada, aguerrido ejército del 4% de nostálgicos.

Y así llevo, toda una vida, cumpliendo con el ritual teletextario. Aunque es cierto que he reducido algo las consultas a las otras secciones. Antes leía incluso el horóscopo y el ranking de los libros y discos más vendidos cuando todavía era un ingenuo y creía en algo; y el mapa con el recuento de pólenes; y la agrosfera; y el santoral; y los husos horarios del mundo; y la predicción de la salida y la puesta del sol; y los ciclos de la luna; y el zoco; y todas esas cosas que no sirven para nada a las que accedía por el mero placer de trastear cuando internet todavía era una quimera y la tecnología, aún en ciernes, nos fascinaba.

El viernes volví a intentarlo. Podéis consultar el Teletexto, les he dicho a mis alumnos. Y al sentir clavadas sobre mí sus miradas de extrañeza, me he sentido como un viejo televisor de tubos catódicos.

lunes, 2 de octubre de 2023

623. Con la frente marchita

 



Evocando su juventud, Antonio Muñoz Molina ha dejado escrito en alguno de sus libros el recuerdo de su nula vocación para las tareas agrícolas y cómo aquella desafección por los trabajos del campo, unida a su prematura e insobornable inclinación por la lectura,  engendraron en aquel niño sensible un complejo de inferioridad auspiciado por un contexto familiar en el que el trabajo físico estaba revestido del prestigio de lo viril, mientras que lo contrario era estigmatizado con el humillante epíteto de la «flojera». Aunque con una situación muy distinta, algo de eso hay en el nuevo libro del escritor ubetense, No te veré morir. También su personaje, Gabriel Aristu, recibe la presión de su padre para tomar un camino que no desea pero, al contrario que Muñoz Molina, Aristu sí se presta a los deseos paternos, en parte por su falta de empuje vital, pero también por el sentimiento de culpa que le generaría no corresponder a los esfuerzos de su padre por darle una educación privilegiada. Efectivamente, el padre de Gabriel, de quien se nos narra su sufrimiento como víctima de la Guerra Civil en unas páginas que tanto nos recuerdan a La noche de los tiempos, programa sobre la vida de su hijo un ambicioso plan que Aristu no quiere desbaratar para no infligir sobre aquel un doble sufrimiento. Por eso renuncia a su pasión por el chelo y, sobre todo, a su amor por Adriana Zuber a cambio de una vida de éxito en Estados Unidos.

 En la novela, hallo una relación ambigua entre el autor y su personaje. Por un lado, Muñoz Molina parece compadecerse de Aristu, pero siento también, en la forma en que está construido el personaje, una cierta distancia rayana en el reproche, como si Muñoz Molina proyectase sobre Aristu, rechazándola casi con desprecio, la vida de renuncias a la que el autor mismo podría haber estado sujeto de no porfiar por sus sueños de escritor. Esa sensación la percibo, sobre todo, en un cierto elitismo antipático del personaje, que parece formar parte de su propia desnaturalización. En algún momento, incluso, confiesa que Julio Máiquez, que le ha abierto su corazón para contarle su drama familiar, llega a cansarle con su tristeza. Este último personaje, que parece ser concebido con un rol estructural, el de narrar las vicisitudes de Aristu, acaba tomando corporeidad y se convierte en otro sujeto a le deriva. Hasta en el encuentro 50 años después con Adriana Zuber, el diálogo que Aristu mantiene con ella es apocado, con justificaciones pobres y poco apropiadas para la solemnidad de ese acontecimiento. No sé si hay en todo ello una cierta reprobación del autor hacia su personaje.

Además de la música (tremendamente sugestiva la aparición de Pau Casals en la novela), otros temas alcanzan gran relieve en la narración. Entre ellos, el del limbo identitario de Aristu en Estados Unidos, cuyo origen español no le permite nunca la integración completa y le hace sentir eternamente extranjero. Extranjería que también siente cuando regresa a un Madrid que ya no reconoce. También son interesantes las escenas, casi costumbristas, de la alta sociedad americana, así como el mundo de los sueños y del recuerdo, que trazan su ontología paralela, a veces más real que la vida misma. Y, por supuesto, la importancia de las decisiones y la permanencia del amor en el tiempo.

Respecto al estilo, volvemos a encontrar al Muñoz Molina del fraseo inmersivo y de la subordinada. No entiendo muy bien la relevancia, tan traída por la crítica y lectores, que se le da a las primeras 73 páginas sin puntos. Los que leímos El jinete polaco nos sentimos como en casa, y a esa primera parte, donde la evocación y la acumulación tumultuosa del recuerdo y de los nervios de Aristu ante el reencuentro con su antiguo amor se imponen todo el tiempo, el recurso se antoja muy eficaz.

No te veré morir añade a la oceánica producción del autor, otra gozosa experiencia literaria para los que creemos que la Literatura se debe, por igual, al fondo y a la forma. Regresar a Muñoz Molina es como reencontrarse con Adriana Zuber y reconocerse en el brillo de sus ojos.