lunes, 26 de julio de 2021

540. Hamlet se escribe con 'N'

 


Está totalmente fundamentada la excelente recepción que el último libro de Maggie O’Farrell ha suscitado entre críticos y lectores. Efectivamente, Hamnet (Libros del Asteroide) reúne todos los ingredientes necesarios para la buena mesa del gourmet literario. La novela atesora un estilo particular, reconocible y bien sazonado; un universo propio, coherente y jugoso; unos personajes creíbles, perfectamente macerados y, en algún caso, como con el de Agnes, candidatos a engrosar la antología de heroínas inolvidables de la alacena parnasiana; la historia, potente en su aparente sencillez, cocida a fuego lento y sin prisas, completa la receta.

El lector debe tratar de olvidarse de Shakespeare por mucho que la contracubierta del libro nos recuerde que el relato quiere reconstruir las circunstancias en que fue escrita Hamlet. O’Farrell parte, es cierto, de la historia familiar del dramaturgo universal, pero pronto el foco apunta a la esposa e hijos de Shakespeare, y la presencia de este último, salvo en el emocionante final, tiene más bien una función estructural. El hecho de que la autora deje innominado al poeta de Stratford durante toda la novela, sustituyéndolo por fórmulas de parentesco u otros recursos, parece querer remitirnos a su carácter secundario, una suerte de reivindicación de Agnes en las dramatis personae, aunque esta omisión in praesentia puede contravenir el propósito de la autora, pues nada está más presente que los personajes a los que se trata de ocultar (Drácula es un buen ejemplo en la novela de Stoker). Pero esto no es un problema, porque es el propio lector quien va a volcar su atención en el personaje de Agnes sin necesidad de esos subterfugios literarios. Agnes tiene tanta fuerza, su carácter deliciosamente agreste, nutricio, telúrico, mitad mujer mitad divinidad de los bosques, es tan magnético, que ella sola llena las páginas del libro.

Hay en la novela una esencia delicadamente femenina que impregna toda la lectura. Los espacios, eminentemente domésticos, se convierten en el sanctasanctórum de la intimidad de la mujer (contexto histórico mediante, nadie se me vaya a ofender) y allí se destilan todas las vicisitudes vitales y psicológicas de los personajes. Quizás sea esa primorosa mirada femenina la que convierte las numerosas descripciones que jalonan la historia en un canto a lo pequeño. Efectivamente, leer a O’Farrell es aplicar el zoom a los detalles más inadvertidos; es colar una y otra vez la hebra de hilo por el ojo de la aguja para hilvanar un tapiz minucioso –con algún exceso– donde cada objeto y emoción importan.

El contexto histórico, apenas esbozado por algunos detalles sociales y por la sugestivas menciones a la vida en los corrales de comedias, no requiere de grandes exhibiciones pedagógicas (el gran mal de la novela histórica), pues los grandes temas universales –y en la novela de la autora norirlandesa aparecen unos cuantos– no precisan de lindes cronológicas que los delimiten, pues forman parte de la historia de la humanidad. Entre ellos, la crónica de la pérdida y la batalla cruel y feroz con la vida para reponerse a la mayor de las desgracias. Y, una vez más, la literatura, imbricada en la existencia para redimir a los personajes, realiza su epifanía al final del libro en uno de los desenlaces metaliterarios más hermosos que he leído. Allí donde descubrimos que «Hamlet» se escribe con «N».

domingo, 25 de julio de 2021

539. Memoria viva

 


El último y bellísimo libro de Eva Losada Casanova demuestra, una vez más, que es en las editoriales independientes desde donde la literatura de calidad resiste los embates del adocenamiento libresco. Efectivamente, Moriré antes que las flores (Funambulista) recoge el guante de la mejor tradición literaria y permite al lector reencontrarse con una forma de entender la literatura que corre el riesgo de desaparecer, fagocitada como está por las prescripciones de quienes, desde su atalaya de poder, sirven a los intereses de los grandes circuitos mediáticos.

La novela de Losada narra la historia de Livia, una veinteañera que aspira a convertirse en escritora y que recibe el encargo por parte de la editorial donde trabaja de escribir las memorias de Ada, una adusta octogenaria recluida desde hace años en un vetusto caserón segoviano con vistas a la Sierra de Guadarrama. Livia, que carga con la mochila emocional de su reciente orfandad, hallará en sus entrevistas con Ada no solamente una catarsis para su vacío, sino también el impulso que necesitaba para escribir su novela al sentirse hondamente interpelada. Las conversaciones entre Livia y Ada, que desembocarán en una sorprendente genealogía, devienen para el lector en una literatura de carácter confesional e intimista que a mí me recordó, en estilo y tono, a Retahílas, la novela de Carmen Martín Gaite. La referencia no es baladí. Bogdan, el personaje que cuida de Ada y con la que mantiene una relación ambigua, llega a llamar a la anciana “la reina de las nieves”, y en el ubicuifacio del final del libro, el historiador Eduardo Juárez sugiere sin decirlo explícitamente la deuda literaria con la escritora salmantina, lo que no es poca cosa. La prosa reposada y la relegación de la trama argumental son, en sí mismas, poéticas que la propia Ada defiende en muchas de sus intervenciones metaliterarias.

Lo que más llama la atención de la novela de Eva Losada es su capacidad magistral para la creación de atmósferas. El libro de la autora madrileña es evocador, sugestivo, repleto de lirismo. Su fraseo envolvente, casi onírico, regala al lector una experiencia inmersiva, cuyo pergeño está solamente al alcance de quienes, como Eva, dominan la capacidad hipnótica del lenguaje. Su pericia se observa también en la forma de utilizar esa misma virtud con fines estructurales. Así, la presencia recurrente de las urracas y de los jugadores de dominó cumplen la misión de constituir imágenes simbólicas trasunto del tiempo detenido y circular de la novela y, a la vez, sus apariciones estratégicamente dispuestas otorgan a la narración una unidad casi capitular cuando no rítmica.

El libro es también una constelación de referencias culturales (literarias, cinematográficas, musicales, pictóricas) que complementan el relato y que, lejos de cualquier prurito exhibicionista, jalonan la lectura con una oportunidad tal, que su imbricación en las imágenes o en las reflexiones se ensamblan con admirable aleación. Así Ada le sugiere a la autora la Violet de Tennessee Williams; el tiempo detenido le evoca a Hans Castorp en La montaña mágica; o el recuerdo de Clara, otro personaje de la novela que trata de asirse a la costura para no reconocer la terrible realidad que se cierne en las calles, le recuerda a Marianne, La mujer zurda de Handke, que cifra su supervivencia en la asepsia de la cotidianidad. Hasta el gato negro de Livia se llama Aretha, en un claro guiño a Arteha Franklin. La banda sonora del libro, por cierto, es maravillosa, repleta de figuras de la canción francesa, cuyos temas acompañan la juventud de Ada durante su exilio en el país vecino (Françoise Hardy, France Gall, Sylvie Vartan, Marie Laforêt…). Cuando Martin, el hijastro de Ada se insinúa a Livia, esta ve en los ojos de él los ojos lascivos de Degas y Lautrec mirando a sus musas.

Pero, por supuesto, la novela es una reivindicación de lo que Eva gusta en llamar la «memoria viva». Ada cuenta sus terribles vicisitudes durante la guerra civil y el exilio y todas esas vivencias desafían los vórtices del tiempo para dejar su sedimento en el presente y explicar quiénes somos hoy. Pero Ada reclama en Livia que escriba desde el corazón más que desde el frío dato para que fechas, sucesos y nombres sean también epidermis y conmoción. Ada aspira a ser todas las Adas; de ahí su empeño en trascender la anécdota personal para alcanzar la universalidad.

La novela no es, sin embargo, un testimonio más de la guerra civil y hay que entender el libro como lo que es: una ficción. Ni siquiera la presencia de José Antonio Balbontín, tío abuelo de la autora, poeta y primer diputado comunista en las Cortes, menoscaba la vocación estrictamente literaria y no historicista del libro. Porque lo que esta novela destila es, sobre todo, un amor insobornable por la literatura y por la palabra. Así, las hermosas descripciones de la biblioteca de la casa de Ada; pero también la promesa redentora del arte y de la belleza, cuando Ada cuenta que durante su exilio francés, mientras trabajaba en la imprenta, recibían muchos encargos de editoriales españolas; o cuando, tras el recuerdo de uno de los sucesos más aterradores que vive la protagonista, la contemplación de la raya del mar la redime de su humillación y puede olvidarse de los orines de las letrinas infectas y de las heridas de los soldados. La literatura, el arte y la belleza se erigen entonces en salvadores de la protagonista. Nada que no supiéramos, por otra parte. Muchos nos salvamos merced a ellos cada día. También yo me sentí a salvo mientras conversaba con Ada entre las páginas del libro de Eva Losada. Aún dura el sortilegio.


Los derechos de este artículo pertenecen a la Revista República de las Letras donde fue publicado el 22 de julio de 2021. El lunes 19 de ese mismo mes fue publicado (en su versión reducida) en el Diari de Tarragona

lunes, 12 de julio de 2021

538. Dejen en paz las cosas que amamos




Uno ya no sabe dónde se halla el umbral de su propio sonrojo en materia de dislates políticos. Cuando creemos que ya no podemos pasar más vergüenza ajena con el último disparate de turno, aparece enseguida otra necedad que hace de la anterior una pura anécdota. La suerte de quienes incurren en estas astracanadas es que el vértigo de la actualidad pronto convierte sus sandeces en prematuros fósiles solamente exhumados por la arqueología de las hemerotecas.

Al último gazapo de la vicepresidenta Carmen Calvo vamos a otorgarle, sin embargo, algunos días más de gracia, aunque no tenga ninguna. Escribe la ministra un tuit donde pondera las bondades de Una noche sin luna, la maravillosa e inolvidable obra de teatro que sobre García Lorca ha escrito e interpretado Juan Diego Botto. Añade la ínclita una felicitación a Botto «y demás actores y actrices», sin reparar (cómo va a hacerlo si ni siquiera ha visto la obra) que en el montaje solamente actúa el actor hispano-argentino. Enseguida Sergio Peris-Mencheta, director del espectáculo, responde a la ministra haciéndole ver que se trata de un monólogo.

Hay quien quiere disculpar a Carmen Calvo delegando el error en algún becario que gestiona la cuenta de Twitter de la vicepresidenta. Efectivamente, el perfil de la cuenta reza: «Cuenta gestionada por Comunicación». Pero sea como fuere, nada de esto la deja en buen lugar. Si el tuit lo ha escrito Carmen Calvo, demuestra su desfachatez utilizando hipócritamente a Lorca, no por su admiración hacia el poeta universal, sino para el mercadeo ideológico ; y si lo ha escrito otra persona, ¿no resulta cuanto menos poco estético que ese prurito de cercanía con la ciudadanía que se infiere del uso de Twitter acabe convertido en un mero avatar?

Y para no dejar el teatro, la otra indecencia de la semana la deja Toni Cantó, a quien Ayuso ha colocado en una «Oficina del Español», creada ex profeso para su propia medra.

Pero a lo que voy, que se me acaba el espacio. Dejen en paz a Federico, dejen en paz a Machado, dejen en paz a Miguel Hernández, dejen en paz la lengua. Cada vez que un político instrumentaliza a un escritor con fines ideológicos y lo mangonea y lo manipula y lo usa, los que amamos la literatura y el idioma que lo constituye nos sentimos heridos en nuestra dignidad porque aquellos que ustedes prostituyen para sus fines espurios son nuestro patrimonio más cierto y nuestra familia. A los escritores déjenlos con los profesores de Literatura y con los lectores, que son los que los conocen de verdad más allá de la cita estratégica y descontextualizada esputada desde la tribuna y que ustedes usan solamente como eslóganes partidistas. Dejen en paz aquello que amamos si es que saben ustedes lo que es amar de verdad, más allá del amor que sienten por la poltrona. 


lunes, 5 de julio de 2021

537. Jurados

 


Este año Bea y yo hemos sido propuestos como parte del jurado previo de uno de los premios más longevos del panorama literario español. Nuestra función consiste en cribar los cientos de textos participantes para dejar desbrozado el jardín al jurado final. Así que ahora andamos en casa pertrechados de nuestras podaderas y hoces lectoras y tenemos el piso lleno de hojarasca y maleza que servirá de forraje para el ganado en el establo de los descartados. También, claro, algunas flores para el invernadero de Apolo.

Lo bueno de un jurado matrimonial es que, ante la duda, siempre existe la posibilidad de la consulta cómplice. Y como Bea y yo tenemos prácticamente los mismos gustos literarios, la deliberación se antoja sencilla. Estos días se ha instalado un silencio extraño en casa. El silencio monacal del que dirime. Nada que ver con el alboroto que imagino cuando recreo en mi cabeza la escena del cura y el barbero en el famoso capítulo del escrutinio cervantino. A veces este silencio se interrumpe por unos pasos que se acercan. Tras unos segundos, Bea queda enmarcada tras la puerta, su legajo entre las manos, y la mirada dubitativa. Otras veces, los pasos son los míos y yo el indeciso. Hemos decidido que vamos a vulnerar la máxima judicial del in dubio pro reo. Más bien, al contrario: in dubio, reo. La belleza no admite reticencias. La belleza es o no es. La fórmula nos está aliviando algo la ingente carga de trabajo. Y aunque, como defendía Cansinos-Assens, «en la obra ajena, entra [el crítico] lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y escondidas gracias. Y la menor que halle, aunque esté oculta en el cáliz de la araucaria, la sacará a la luz y la festejará», para ganar un premio no basta el puntual hallazgo feliz. La mayoría sería candidata entonces.

A mí, que me han dado calabazas en todos los premios literarios a los que me he presentado, se me impone una suerte de ternura ante los textos aspirantes, llenos de ilusión y, en ocasiones, cuando el texto es infumable, de cándida ingenuidad. Trato de leerlos enteros. A veces no es necesario. Noto en muchos de ellos una voluntad nociva de deslumbrar. Es algo parecido al pecado que comete el escritor novel, deseoso de visibilidad, y que cree que la exuberancia verbal per se bastará para que el jurado se enamore de su prosa. También hemos debido descartar todos aquellos textos que no cumplen con los requisitos formales de las bases del concurso. «Hay que leer los enunciados», les insisto a mis alumnos cada vez que responden a un ejercicio obviando lo que se les pide. Los problemas de comprensión lectora y la desidia en la pulcritud formal se han instalado también en los premios literarios. Así en la escuela como en la vida. Algunos pedagogos de nuevo cuño aún no entienden el daño que están haciendo. No obstante, está el genio despistado, anárquico e independiente que, pese a infringir todas las normas del premio, ha escrito un texto brillante. Acabo su escrito por respeto al talento, aunque ya estaba determinado al cadalso de los proscritos desde que comprobé el interlineado. Luego me acuerdo de las faltas de ortografía (deliberadas) de García Márquez y me dan ganas de colarlo tras editarlo informáticamente. No lo hago, claro. No vaya a pensar alguien que este no es un premio limpio. Sospecha, por otro lado, muy legítima habida cuenta de los precedentes. Pero este no. Que aquí estoy yo de jurado. Y a mí me han dado ya muchas calabazas en los premios literarios. Y la culpa, claro, era del jurado.