lunes, 19 de diciembre de 2022

591. 'Céfiro y Nube'

 



Juan Ramón Torregrosa lleva desde 1975 regalándonos, en palabras de Antonio Carvajal, «poemas intensísimos, de limpia dicción y conmovedora verdad». Prueba de ello es la antología inversa El tiempo y la semilla que acaba de ver la luz a través de Eda Libros y que recoge sus mejores poemas hasta 2013. En lo que Torregrosa sí era inédito era en el terreno de la narrativa, hasta que ha llegado este Céfiro y Nube, que publica Ediciones Frutos del Tiempo en su colección Fif%ty y que constituye una delicadísima evocación nostálgica del mundo infantil del autor durante los últimos años de la década de 1960. La novela narra la breve historia de amor de un niño de 13 años y la inevitable transformación que esa experiencia auroral obra en él, abriéndole las inciertas puertas del mundo adulto. El gran acierto de la primera novela de Torregrosa es justamente esa capacidad evocadora, y no solo por la evocación misma, tan sugestiva, sino por la ternura, deliciosamente ingenua, con que se rememora aquel tiempo ya periclitado. Céfiro y Nube es una novela blanca, amable, un hermoso canto a la inocencia que conmueve porque nos acerca con un cariñosísimo cuidado el candor y la sensibilidad limpios de su atribulado protagonista en las primeras lides del amor. Uno se pasa toda la lectura del libro esbozando una sonrisa casi paternal y acogiendo a ese niño apocado en el corazón. Ese efecto lo logra Torregrosa a través de su magistral dominio de la voz narrativa, cuyo tono es tan difícil de alcanzar en este tipo de novelas pero que el autor sabe modular para imbricar perfectamente al narrador adulto, encargado de hilar los recuerdos, con la voz del niño.

Por otro lado, la rememoración de aquella época está jalonada de una dosificada alusión a las costumbres y referentes culturales del momento: la música (Sandie Shaw, Los bravos, Françoise Hardy, The Monkees, The Beatles…); las series de televisión (para los que disponían de ella) como Bonanza; los tebeos tendidos de unas pinzas en los quioscos, como El capitán Trueno; los guateques; los juegos infantiles; las mágicas noches de San Juan; las procesiones; la faena de los pescadores; las marcas de coches y motocicletas; la percepción de la masculinidad; el incipiente turismo; los planes de estudio del régimen; la vida en la escuela con el consabido abusón; los indicios de la modernidad europea a través de revistas como Paris Match, etcétera.

En la novela se pueden rastrear también numerosos ecos literarios que Juan Ramón, profesor de Literatura durante tantos años, no podía, claro, soslayar. Así, el nombre de los protagonistas, Céfiro y Nube, recoge la tradición garcilasista de las églogas; el sufridor muchacho evoca los ojos desasidos de la niña amada a la manera becqueriana de la rima XIV; la escuela a la que mandan a estudiar a Céfiro se halla en Oleza, topónimo que ya usara Gabriel Miró para referirse a Orihuela. Por no hablar de los capítulos «Amor cortés» y «Metamorfosis» donde la literatura se muestra ya explícitamente al servicio de los sentimientos del joven protagonista, cuyo carácter sensible no acaba de hacerle encajar entre sus amigos varones. Sobre la suerte de nuestro pequeño Céfiro con su idealizada Nube juzguen ustedes mismos a través de los nombres elegidos para la pareja protagonista. Tampoco importa demasiado. A la postre, Céfiro, a quien la mitología asignó el epíteto «de aliento dulce» fue luego un ligón de órdago. A nosotros, este otro Céfiro nos ha conquistado también, acariciándonos el corazón como esa brisa que preludia la primavera que fue.

lunes, 12 de diciembre de 2022

590. 'Malasanta': sin noticias de Chipre.



 Descubrí a Antonio Tocornal gracias a Bajamares, ese libro maravilloso que se mece delicadamente entre el onirismo, la feracidad y la lírica de lo primitivo, y desde entonces le declaré amor eterno a este autor gaditano, que se halla entre lo más granado de nuestros narradores actuales. Ahora publica su cuarta novela, Malasanta, editada por la Fundación José Manuel Lara (Planeta) y avalada por el Premio de Novela Felipe Trigo.

Malasanta narra las terribles vicisitudes de una prostituta a lo largo de toda una vida, dosificadas en sucesivos capítulos entre los cuales se realizan saltos temporales de diez años. La novela hunde sus raíces en el Naturalismo del siglo XIX y recoge de éste, no solo la sordidez explícita de las imágenes, sino también aquella vieja idea del determinismo biológico y social. Efectivamente, la prostituta Dámasa la Tuerta, madre de Malasanta, da a luz a su hija en pleno ejercicio de su profesión y, luego, la niña crece acompañada del consabido catálogo de obscenidades, a las que asiste, naturalizándolas, primero desde su canasto de neonata y después detrás de un biombo. Su mismo nombre, impuesto por doña Expiración, la dueña del burdel, es elegido por esta porque «dentro de toda alma humana se esconde una contradicción», que en el caso de Malasanta se resume en sus baldíos intentos de redención. Esta se le ofrece a Malasanta a través del cuidado de Niño Truncado, un adolescente que nació sin extremidades (y determinado, pues, biológicamente), con quien mantendrá una relación amorosa donde descubrirá que «el sexo podía ser limpio y hermoso» (bellísimos los pasajes eróticos) pero para el que no está preparada, pues, criada en aquel ambiente despiadado «estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y sobrevivirla». Es por eso que también eludirá, casi como un imperativo de su destino marcado, una vida estable con el comerciante mercero. En el capítulo del Niño Truncado, adquiere significado simbólico la isla de Chipre, cuando el chico, mientras está solo en casa, cae de la silla y, al herirse, su sangre crea un cerco en el suelo que se asemeja a la isla, que él imagina paradisíaca. Desde ese momento, Chipre será el símbolo del sueño dorado. No es baladí aquí recordar que Chipre es la patria de Afrodita.

Las escenas naturalistas, muy frecuentes en el libro, alcanzan cotas de verdad estremecedoras. Baste con citar el pasaje en que Malasanta usa los fetos de los abortos practicados por doña Expiración como juguete infantil. Inolvidable es también el fragmento de evidente ascendencia celestinesca donde se describen los procedimientos de doña Expiración para tales apaños.

A veces, el humor hace acto de presencia como paliativo. Pero se trata de un humor irónico, a veces negro y otras emparentado con la tradición picaresca. Su bálsamo mitiga algo la crudeza de algunas escenas para las que hay que tener cierto estómago. En ese mismo sentido actúa el hermosísimo lirismo de algunas descripciones y reflexiones. Su belleza es flor del loto en la ciénaga.

Existe, asimismo, cierta compasión con los puteros: los clientes se vacían «de semen y de insatisfacciones», y estas últimas parecen obedecer más bien a razones de tintes existencialistas, como si el sexo fuera el campo de litigio entre Eros y Tánatos. Por eso el marido de Baltasar necesita mirarse en el ojo de vidrio de Dámasa mientras fornica con ella. El lector lo comprenderá cuando conozca el origen de ese ojo de vidrio. Al lector de Bajamares tampoco le pasará desapercibido el bonito guiño que con él se hace a dicha novela. Sin embargo, no se es tan condescendiente con el puterío institucional, cuya descripción cae a veces en un premeditado maniqueísmo quizás para no dejar duda acerca de su abyecta conducta. Además del cura que asiste al prostíbulo, el capítulo tercero es una crítica feroz a los abusos de poder, alegorizada en los personajes de un juez, un banquero, un registrador de la propiedad y un comisario de policía. Hagan ustedes sus cábalas.

El capítulo final que culmina la degradación de Malasanta es aterrador y es también un intento de zarandear las conciencias sobre un problema que solemos soslayar hasta que el telediario nos sacude con la última atrocidad. En el último escenario de la novela, una estación abandonada, no se expedían billetes para Chipre. 

lunes, 21 de noviembre de 2022

589. Cuatrocientos años de 'El trueque'



 Thomas Middleton y William Rowley publicaron The Changeling (El trueque) en 1622, aunque el primer testimonio de su representación data de 1624, año en que la obra fue llevada a las tablas del londinense teatro Whitehall. Existe una notable unanimidad en considerar El trueque no solo como la obra cumbre de Middleton sino también una de las mejores del teatro jacobino (con el permiso, claro está, de William Shakespeare).

A la redonda efeméride que conmemora las cuatro centurias desde su registro legal, se suma para nosotros la curiosa circunstancia de que Middleton y Rowley ambientaron la obra en España, concretamente en la ciudad de Alicante. Los pormenores topográficos debieron extraerlos ambos dramaturgos de The Triumph of God’s Revenge, una colección de relatos moralistas del comerciante y escritor John Reynolds, cuya hipotética visita a la ciudad parece más que probable. Por otro lado, era una costumbre habitual ambientar las obras jacobinas en países extranjeros para burlar la censura de la crítica velada que estas vertían sobre el monarca. El trueque no es una excepción. Sobre Jacobo I, sucesor de Isabel Tudor e hijo de María Estuardo, se cernía la sospecha del filocatolicismo. Recordemos la ascendencia católica de su madre. Por otro lado, el tratado de paz que el rey Jacobo deseaba firmar con Felipe III, rey de España, que incluía el matrimonio entre el futuro heredero Carlos y la infanta María de Austria, reforzaba dicho recelo. El trueque es, entre otras muchas cosas, una metáfora de esas reticencias del ala protestante: la sangrienta boda en Alicante entre un forastero y una noble de la ciudad reflejaría la errónea política de Jacobo I al propiciar un enlace entre la infanta católica española y el príncipe Juan.

No he hallado traducciones de la obra al español salvo una espléndida edición llevada a cabo por el doctor en Filología Inglesa, John D. Sanderson. Tanto la traducción como el estudio preliminar, ambos publicados por el Instituto Juan Gil Albert, son auténticas joyas para acercarse con rigor y amenidad al texto.

El pasado jueves, la Compañía Ferroviaria de Artes Escénicas llevó a cabo el estreno nacional de El trueque justamente en la versión de Sanderson. Se respetó íntegramente el texto, a excepción de la interpolación atribuida a Rowley, decisión que parece acertada, pues la historia paralela del manicomio saca al espectador de la trama principal. La interpretación fue correcta, aunque para mi gusto algo epidérmica, de una eficiencia casi burocrática.
Beatriz Juana, comprometida con Alonso de Piraquo, conoce casualmente, al salir de misa, al comerciante Alsemero. Ambos se enamoran y Beatriz pergeña el asesinato de Piraquo a manos de su enamorado servidor De Flores. Pero este, terminado el trabajo, desea en compensación gozar de Beatriz, a quien el criado chantajea. Consumado el chantaje, Beatriz debe ocultar su sobrevenida pérdida de la virginidad haciendo que sea su criada y no ella quien yazga en la noche de bodas con Alsemero en la oscuridad de la cámara nupcial. Después, la criada será también asesinada. La belleza de Beatriz, emparentada con la idolatría católica de las imágenes (tan denostada por el protestantismo inglés) se erige en pérfida alegoría del credo de Roma. A este respecto, la simbología política, como tantas otras, es evidente. Y aunque las transiciones y la superficialidad en el tratamiento del remordimiento y la culpa están en el debe de la obra (imposible no acordarse de la grandeza de Shakespeare al respecto), las bajas pasiones de los personajes no dejan indiferente al espectador, que admira, además, las triquiñuelas de Middleton para convertir su obra en un alegato político encubierto.

lunes, 14 de noviembre de 2022

588. Cuando Laurencia poseyó a Ana de Ulloa



 La nueva versión de El burlador de Sevilla, llevada a las tablas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, incorpora interesantes elementos que, a veces para bien y otras para mal, singularizan el montaje convirtiéndolo en objeto de sustanciosos análisis.

Lo primero que llama la atención es la deliberada contención en la expresividad de algunos parlamentos. No recuerdo ahora qué actor inglés se quejaba de que los actores españoles de teatro gritaban mucho sobre el escenario, exacerbando en demasía la vehemencia de sus intervenciones con sus dicciones violentas y viscerales. Quizás no le faltara razón. Desde luego, nada de eso hallará el espectador en este Burlador, cuyos personajes sujetan la brida de las declamaciones y reducen significativamente el volumen de la voz. Esta novedad casa muy bien con el Tenorio de Tirso, pues no son pocos los estudiosos que han vinculado el comportamiento del principal personaje de la obra con una suerte de ascendencia demoníaca. Al modular la voz y la expresividad del rostro hasta rayar casi en el hieratismo, don Juan queda deshumanizado para convertirse prácticamente en una alegoría del mal. Su hermetismo impide cualquier posibilidad de empatía, lo aleja del espectador, genera incluso animadversión y, por lo tanto, destierra del imaginario colectivo esa tradicional condescendencia y simpatía que se siente por sus barrabasadas, de acuerdo con la nueva sensibilidad de la sociedad del siglo XXI. Esa misma moderación muestran también el tío y el padre de don Juan, que se dirigen a este sin la iracundia que despiertan sus actos, sino con un hilo de voz que acrecienta aún más la decepción que les suscita su comportamiento. Pero esa sobriedad declamatoria no le va bien, en cambio, a Tisbea, la pescadora burlada por don Juan, cuyo famoso parlamento («¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua! / ¡Amor, clemencia, que se abrasa el alma!») demandaba otra intensidad.

Interesante también es cierta parodia hacia el lenguaje barroco de la época (el texto se ha respetado prácticamente íntegro), usada sobre todo cuando el tío de don Juan inventa la fuga de este tras haber burlado en palacio a Isabela. La retórica barroca, natural en Tirso, es aquí objeto de burla y queda emparentada con los afeites expresivos que ayudan a la mentira. En ese mismo sentido son muy divertidas las intervenciones de Catalinón.

Los desnudos del principio y del final de la obra no resultan gratuitos y dotan al montaje de una inteligente circularidad. El desnudo de don Juan nada más empezar simboliza su concupiscencia desmedida; en cambio, el desnudo del final, su desamparo ante la muerte.

La escenografía, una gran mesa alargada, resulta también muy sugestiva, pues en todo momento nos está recordando las dos grandes escenas que han de llegar: la visita del espectro de don Gonzalo para cenar y el futuro sepulcro de don Juan, atrezos que visualmente complementan de forma irónica el «tan largo me lo fiáis» que repite siempre el burlador.

Sin embargo, una vez más, el alegato feminista da al traste con las meritorios hallazgos de marras. Doña Ana, otra de las mujeres burladas, que en la obra de Tirso ni siquiera interviene, irrumpe en  escena con la célebre perorata de Laurencia (personaje de Fuenteovejuna) contra los hombres, simbolizando a todas las mujeres que no tienen voz. El discurso de Laurencia, que en la obra de Lope tiene todo el sentido, aquí está de más. Aparte de ofender al público masculino a quien gratuitamente se le está acusando casi de mantener una connivencia con la violencia de género, como si todos fuéramos partícipes con nuestro silencio de tal aberración, al director se le olvida que Tirso, con más dureza que Zorrilla, ya está condenando a don Juan al infierno y dándole su merecido castigo. Es decir, que el posicionamiento ético de Tirso (un hombre) ya está claro en la obra sin necesidad de más adiciones apócrifas. Por cierto que, en el discurso de Laurencia (este sí, muy vehemente), el personaje creado por Lope insulta a esos hombres cómplices y timoratos como «maricones» y «amujerados», lo que no deja de ser una contradicción con el propio alegato feminista y un insulto a la comunidad gay. A ver si por defender a un colectivo vamos ahora a ofender a otro. Se trata, una vez más, de esa obsesión oportunista por encajar en los moldes de la nueva sensibilidad social a toda costa sin reparar en la coherencia artística. 

lunes, 7 de noviembre de 2022

587. Buitres de posguerra



 

Manuel Moya ganó con su último libro, Buitrera (Pre-Textos), el II Premio de Novela «Ciudad de Estepona» con un jurado formado por Nuria Barrios, Eva Díaz, Manuel Borrás, Antonio Soler, José Antonio Garriga y Guillermo Busutil. Ahí es nada. Uno se detiene en la nómina de marras y siente avalada con creces la decisión de adentrarse por los parajes inhóspitos y ásperos de esta novela donde la naturaleza feraz y los yermos morales se imbrican en una misma cosmogonía literaria.

Buitrera, ambientada en la provincia de Huelva durante el año 1948, narra el peregrinaje de un grupo de jornaleros andaluces que se dirige a la frontera portuguesa para trabajar el carbón. La Guardia Civil los confundirá con unos maquis capitaneados por la figura casi legendaria de un tal Tamales, que lleva de cabeza a la Benemérita desde hace años.

Lo primero que llama la atención de la novela de Moya es su lenguaje, trufado de dialectalismos de la zona, muchos de cuyos significados se aclaran en el glosario anejo, pero también de aquellos preciosos vocablos rurales que tanto reivindicaba José Antonio Muñoz Rojas y que corren el riesgo de extinguirse en nuestra era digital. En ese sentido, Buitrera constituye un registro de un idioma periclitado que da sus últimos estertores en el hospital de la literatura.

Hay también en la novela un gusto por la prolijidad topográfica que acaba convirtiendo el espacio de la narración, ya desde la primera página, en un universo casi mitológico, a la manera en que Caballero Bonald creó su Argónida, Juan Benet su Región o, más recientemente, Jesús Carrasco su Intemperie. El parentesco entre paisaje y personajes es evidente. Por el libro desfilan caracteres duros, recubiertos de la costra de la resignación, donde el alfabetismo boquea como puede, los espíritus se agostan en los desfiladeros agrestes de la existencia, las ambiciones alternan entre la humildad del cisco y un puesto de funcionario en un cuartel cochambroso de la capital, y donde el amor, atropellado e instintivo, aflora como germinan los arbustos sobre la roca yerta.

Los personajes, descritos casi con pinceladas impresionistas, tienen, no obstante, relieves de autenticidad. Especialmente bien conseguido está Wences, un bala perdida que se dedica a cazar pájaros y a quien la Guardia Civil, en las figuras del cabo Esteban y el capitán Llanos, le sonsacan una declaración manipulada que quiere confirmar la identidad de los maquis en los jornaleros con los que Wences se había topado casualmente. La declaración, apresurada y sin rigor, que condena a los campesinos, inocula en el alma de Wences la mordedura de la culpa y, por primera vez en su vida, tratará de reparar el daño en una lucha denodada por conseguir su propia redención. El capitán Llanos, por su parte, obsesionado con Tamales, quiere dar pábulo a las palabras, que casi bajo coacción, ha referido Wences, y en el momento clave, entrarán en liza, en una escena de enorme intensidad y dramatismo, el orgullo, la ambición y la moral.

El caciquismo, los abusos de la autoridad policial y, en general, una atmósfera desoladora que transpira aún los estragos de la posguerra, completan un cuadro literario que deja en el lector, al cerrar el libro, una sensación de desolación acrecentada por el eco de los buitres y su promesa de muerte.

lunes, 31 de octubre de 2022

586. El día que gané el Premio Planeta

 

                                  @Iñaki Cerrajería


Desde hace ya un par de años, la cena de gala del Premio Planeta se celebra en el imponente edificio del Museu Nacional d’Art de Catalunya. Cerca de la entrada se desliza una alfombra roja por donde desfila el famoseo ante los flashes de los fotógrafos. A los periodistas (o a los infiltrados como yo), que accedemos al edificio por una puerta lateral, una cinta azul nos deja bien claro desde el principio que la alfombra roja no está destinada a nosotros. Luego, ya dentro, en el vestíbulo que precede al improvisado comedor, periodistas (e infiltrados) se mezclan con todas aquellas figuras mediáticas a las que uno solo ha visto antes en la pantalla de un televisor. La operación democratizadora la ejercen, sobre todo, las abnegadas azafatas que pasean las bandejas de canapés entre la concurrencia. La bandeja con los macarons de foie es la misma bandeja que la azafata le ofrece a la ministra y a este mindundi. La ministra y yo somos ahora mismo iguales merced al macaron de foie. A mí el macaron de foie me parece que está de putísima madre, así que me hago el encontradizo con la azafata para rapiñar alguno más. La ministra, en cambio, lo deglute con desinterés, como si comiera macarons de foie todos los días. Así que la manera indolente en que ella se come el macaron de foie y la avidez con que lo hago yo vuelven a dejar patente la lucha de clases. Mecachis, yo que me había hecho la ilusión de ser uno más entre los próceres.

En el mismo vestíbulo, sobre una mesa engalanada, reposa el trofeo del Premio Planeta que, en un par de horas, recibirá una escritora cuyo nombre ya se ha filtrado entre los periodistas para que estos puedan escribir sus crónicas antes del cierre de las rotativas. Trataremos de creernos el paripé de la deliberación y disimularemos con algo de sonrojo en nuestras mesas durante la cena. Pero antes, a ver quién se resiste a posar con el galardón en el photocall. Y allí que va uno, en plan paleto, a que le hagan su foto de recuerdo con el premio. Ese acto bochornoso vuelve a desterrarme de la jet set. Ellos no posan con el premio, qué ordinariez. A la legua se ve que yo no soy famoso porque poso con cara de pánfilo junto al premio y porque pronuncio como el culo photocall, jet set y macaron. Luego cuelgo en redes la foto, recibo cientos de likes en Facebook (likes lo pronuncio algo mejor) y coloco una frase supuestamente ingeniosa: «Este es el décimo año que me invitan al Premio Planeta. Y esta foto es, una vez más, una distopía alojada en algún lugar del metaverso». Para mi sorpresa, al instante y durante varios días, recibo decenas de felicitaciones. La peña cree que he ganado el Planeta. O no han entendido el texto o no lo han leído. Bienintencionado, me inclino por esto último. La tiranía de la imagen se impone a cualquier otro razonamiento lógico. Ocurre lo mismo con los titulares de prensa: la gente lee el titular pero no lee el artículo y luego llegan los malentendidos. Y así con todo. Pero, oigan, por unos cuantos días me he sentido el famoso que no era en el vestíbulo del MNAC cuando perseguía a las azafatas para comerme otro macaron. He dado las gracias a las personas que me han felicitado, sin desmentir nada. Déjenme disfrutarlo. He probado las mieles del éxito. La gente es incapaz de leer tres líneas que acompañan a una foto. O no las entienden. Pero qué bien luce, junto a la muñeca de faralaes, la última novela del Premio Planeta en el mueble del comedor.  




lunes, 24 de octubre de 2022

585. Barroco

 


El Diccionario de la Real Academia Española aclara que el término «barroco» procede del francés baroque, que es a su vez una mezcla del vocablo Barocco (una figura de silogismo usada por los escolásticos) y del portugués barroco, que significa ‘perla irregular’, el «barrueco» que usamos en español. Hasta no hace tanto, la etimología se reducía solamente al origen portugués, que es el que a mí me parece más sugestivo. El término adquirió después un sentido despectivo al relacionarlo con el exceso ornamental, significado que también recoge el DRAE en su séptima acepción. Pero en los últimos tiempos esta última definición ha ido utilizándose con tal ligereza que ha llegado a convertirse en un adjetivo que en literatura se aplica ya a cualquier texto que entrañe una mínima dificultad. Si un texto literario incorpora un vocabulario que excede las competencias lingüísticas del lector, es barroco. Si el autor se vale de determinadas imágenes poéticas nacidas de una legítima vocación de estilo, entonces el escritor es un escritor barroco. Es curioso cómo una palabra que remite al período más brillante de la historia de nuestra literatura ha sido degradada hasta ese punto. Se trata de la misma desemantización –si se me permite la expresión filológica– que sufren otras voces como «fascista», «nazi» o «exilio», utilizadas alegremente por quienes nunca sufrieron un régimen autoritario y por los que nunca se vieron en la dramática tesitura de tener que exiliarse. Por eso cualquier actitud algo conservadora se tacha enseguida de «fascista»; a las feministas más vehementes se las llama «feminazis»; y Puigdemont dice que está «exiliado». No sé si Primo Levi, Antonio Machado usarían esas palabras para tales nimiedades. Pues con la literatura pasa igual. He leído algunos de esos libros que determinados lectores tachan de «barrocos». Pero para quienes hemos disfrutado de Alejo Carpentier, Juan Benet, José Donoso, Gabriel Miró, Caballero Bonald o, si me apuran, de Luis de Góngora, esos libros supuestamente «barrocos» no son más que meritorios sucedáneos.

Es fácil agarrarse al adjetivo «barroco» para enmascarar las propias deficiencias como lector: los déficits en la comprensión lectora; la alarmante falta de vocabulario que convierte un término de uso más o menos extendido en poco menos que en el enigma de la esfinge; o la incapacidad de interpretar una metáfora o una ironía, que hasta no hace tanto tiempo podía comprender cualquier escolar. Una vez me afearon en uno de mis libros la palabra «mocárabe» que yo había utilizado para referirme a las gotas de lluvia que pendían de las farolas. No es obligatorio conocer la palabra «mocárabe» pero la ignorancia del vocablo creo que no legitima a nadie para tachar un texto de «barroco» por la sola causa de que esa palabra no forme parte de su acervo léxico. Es solo un ejemplo de tantos. Y podrían entenderse tales reticencias si el escritor usase su repertorio retórico solamente para el lucimiento personal, pero si éste está al servicio del conjunto y responde a una vocación estética dosificada con inteligencia y rigor, los hallazgos poéticos redundarán en el valor literario del texto y evitarán, como le oí decir una vez a Luis Landero, esa escritura burocrática que se limita a tramitar el argumento y que convierte la literatura en un acta notarial. «Se puede ser sencillo y falso, y se puede ser barroco y verdadero. La sencillez no es garantía de nada», añade el escritor extremeño. Y en cualquier caso, siempre me parecerá bien que las conchas de los moluscos alberguen su perla nacarada. Irregular si se quiere: un barrueco. Pero perla, al cabo.

lunes, 3 de octubre de 2022

584. Papel

 


Casi al final del primer canto del Infierno de la Comedia, Dante pone en boca de Virgilio una especie de profecía en la que el poeta latino augura la llegada de un veltro (un lebrel) destinado a dar muerte al lobo, que en el poema representa la arrogancia del poder establecido. Añade Virgilio que ese lebrel nacerá tra feltro e feltro (entre fieltros). La exégesis moderna interpreta ese sintagma oscuro de un modo ciertamente sugestivo: los fieltros harían alusión al tratamiento del papel (la feltratura) que, desde la segunda mitad del siglo XIII y debido a su bajo coste, se estaba convirtiendo en el nuevo material de escritura, sustituyendo a los caros pergaminos. De ese modo, el papel deviene simbólicamente en un alegato en favor de la humildad frente a la prepotencia representada por el prestigio del pergamino. O, lo que es lo mismo, Dante parece llamar a la revolución cultural que utilizará el nuevo soporte para cambiar el mundo. Y todo esto una centuria antes de la invención de la imprenta.

Desde entonces, el papel parece haber querido preservar aquel origen humilde –pero poderoso– que le otorgó Dante y blande hoy su sencillez con más orgullo que nunca, cuando los soportes digitales amenazan su existencia. Y se atavían con sus mejores galas y su abigarrada diversidad contra la frialdad uniforme de las pantallas. Véanlos, si no, desfilar ante nosotros con sus más variopintos ropajes: el papel atlántico se despliega poderoso como la techumbre de un soportal contra la intemperie; el papel biblia preserva las palabras sacras; el papel carbón se sacrifica en la mina de las palabras calcadas; el papel cebolla deja ver su corazón altruista y generoso; el papel celo no se despega de su amante; el papel de confeti estalla de alegría; el papel cuché se luce en las alfombras rojas; el papel de aluminio preserva el bocadillo del escolar; el papel de barba, la luce venerable; el papel de estraza se ofrece, franco y campechano, para los versos de Miguel Hernández;  el papel de filtro, criba la felicidad; el papel de fumar arde en las tertulias; el papel de lija vence las asperezas; el papel de luto llora en las esquelas; el papel de seda tiene sueños orientales; el papel florete se exhibe en su esgrima con la pluma; el papel higiénico comparte lecturas privadas; el papel maché y el papel mojado sueñan con ser papel; el papel moneda se hace valer; el papel pautado es la institutriz del papel; el papel pinocho nos quiere engañar; el papel secante socorre a las palabras del terrible borrón; el papel verjurado es un ensayo de Seurat; el papel vitela es todo un detallista.

Y luego está el papel de periódico, donde dentro de unas horas figurarán estas torpes palabras mías, reproducidas cientos de veces por las rotativas, multiplicándome. Y ese papel tibio, como el pan recién hecho de las tahonas, aguardará en el kiosco a que alguien deslice sus dedos sobre él, levantando el aroma de la tinta todavía fresca, y crepitará, cada vez que vuelva una página, el fuego centenario de su milagro. 

Releo ahora los versos de Dante y el papel donde se hallan impresos adquiere de repente una naturaleza oracular. Dante se llamaba en realidad Durante (el que dura). Pero él quiso que lo llamaran Dante (el que da). Al final el Tiempo aunó ambos nombres. Dante perdura en la Historia, después de darnos su mayor regalo. Quizás Dante era, él mismo, papel. 

lunes, 26 de septiembre de 2022

583. Sin rastro de las rosas de Pieria



Seguramente la poeta Safo no se merecía un espectáculo tan decepcionante como este que han pergeñado Christina Ronsenvinge, Marta Pazos y María Folguera en su revisión de la figura de la «muchacha de Lesbos». Si de verdad alguien cree que la provocación y el rupturismo en el arte se consiguen dejando desnudas a casi todas las actrices del elenco y haciéndoles hacer todo tipo de obscenidades sobre el escenario, es que se ha equivocado de siglo. En el XXI, ya estamos dados de vueltas de todo eso. Hemos visto, por ejemplo, procesiones del «Santo Chumino Rebelde» convocadas por la «Hermandad del Coño Insumiso», entre otras performances del activismo más ruidoso. Es decir, nada nuevo bajo el sol. La proliferación de estos actos es tal, que hasta el más reaccionario habrá creado ya una costra que le impedirá escandalizarse por estas cosas. Así que no cuelan ya propuestas así; más bien provocan indiferencia.

Miren, quien escribe estas líneas no es, desde luego, un mojigato y tampoco alguien que se cierre en banda a las innovaciones que pretenden reformular a los clásicos, pero he visto ya demasiado teatro como para reconocer enseguida cuándo alguien hace las cosas de forma gratuita y sin rigor artístico. Este montaje sobre Safo no es más que una acumulación caótica de excentricidades con el único objeto de la excentricidad misma. Por todas partes rezuma tanto el prurito ideológico, que, como suele ocurrir siempre cuando se prioriza lo doctrinario sobre lo artístico, acaba reduciéndose el montaje al mero panfleto facilón. ¿O es que no hay ideología en Una noche sin luna de Juan Diego Botto? ¡Claro que la hay! Pero mientras Botto la sustenta sobre una armazón artística medida al detalle, lo de Ronsenvinge y compañía es solo puro exhibicionismo. Y si tanta era la aspiración ideologizante del montaje, qué oportunidad se ha perdido, por ejemplo, para la redefinición del espacio de Lesbos, que sí, es la patria de Safo, pero también el lugar a donde llegan, tras su terrible travesía en el mar, los inmigrantes que buscan una vida mejor; o las playas que recogen los cadáveres de los ahogados que no lo consiguieron. ¿O es que la sororidad del montaje, blandida con tanta vehemencia en cada escena, no vale para las mujeres desnutridas, algunas de ellas embarazadas, que llegan a las costas griegas? Y hasta a la propia Safo le hurtan capítulos de su vida, como la entrañable relación con su hija Cleis, a quien no puede comprar una diadema, y maldice al gobierno de las Cleanáctidas que la tienen en aquel estado de pobreza. ¿No hay sororidad en esa madre abnegada? O su relación con su hermano Caraxo, arruinado por una hetera. Pero para, eso, claro, hay que leerse un poquito a Safo. Nada de la delicadeza de sus poemas y del aroma griego aparece en el montaje. En lugar de eso, una escenografía y vestuarios vulgares, de carnaval canario pero en versión cutre, y una música estridente que daba dolor de cabeza.

No me quiero alargar sobre las interpretaciones de las actrices. Todas cumplen bien con el papel que se les ha asignado. A la postre, ¿qué culpa tienen ellas? Pero es sonrojante la actuación de Ronsenvinge. Sí, a mí también me gusta esa languidez y fragilidad casi decadentista y el abandono erotizante de su voz, pero para cumplir en el teatro hace falta algo más que pasearse como un espectro, con la expresividad de un cartón, por el escenario.

Algunos aciertos: las recitaciones fragmentarias, trasunto de los «pedacitos de Safo» con que los poemas de la poeta de Mitilene han llegado hasta nosotros; cierto aire etnicista en los coros; y algunas tiernas baladas. Insuficiente, desde luego, para tener parte de las rosas de Pieria.

lunes, 19 de septiembre de 2022

582. Espronceda y la LOMLOE

 


La semana pasada les hablé a mis alumnos de Espronceda. Situamos sobre un mapa Almendralejo, su ciudad natal. Les expliqué que Espronceda, con tan solo quince años, asistió a la ejecución de Riego tras la restauración del absolutismo. Hablamos del Himno de Riego y de cómo este fue adoptado durante la monarquía constitucional y luego por los republicanos españoles. Y de cómo la visión de la horca en la plaza de la Cebada debió de causar una honda impresión en aquel joven Espronceda, ya predispuesto para la rebeldía y la conciencia social. Y que Espronceda entonces fundó una sociedad secreta a la que llamó «Los Numantinos». Y entonces hablamos de Numancia y de la heroica resistencia de aquel pueblo ante los romanos. Y del yacimiento arqueológico que aún se conserva en Soria donde se levantaba aquella población celtíbera. Y del Club Deportivo Numancia y de su hazaña en la Copa del Rey de 1996. Y de La Numancia de Miguel de Cervantes. Y luego les expliqué cómo Espronceda tuvo que huir a Lisboa, reuniéndose allí con los exiliados liberales. Y aprendimos el significado de la palabra «exilio» y el matiz que la diferencia de la palabra «destierro». Y recordamos a algunos exiliados y desterrados célebres. Y que Espronceda participó en la Revolución de 1830 en París y que hay un cuadro titulado La libertad guiando al pueblo que recuerda aquel acontecimiento, y que este cuadro lo pintó Delacroix, y que seguramente ahora entenderían a qué se refería Rigoberta Bandini cuando decía aquello de Delacroix en su famosa canción. Y les conté después que Espronceda se enamoró de Teresa Mancha, a quien dedicó un hermoso poema en El Diablo Mundo. Y que Teresa Mancha se casó con un rico comerciante obligada por su familia, que estaba pasando por algunos apuros económicos. Y de cómo Espronceda y Teresa decidieron fugarse juntos. Y eso nos ha permitido analizar la situación de las mujeres en el siglo XIX, utilizadas como moneda de cambio por sus padres, meras piezas de acuerdos contractuales. Y de cómo el amor se supeditaba, pues, a los intereses familiares, y de que nada había servido aquella obra de teatro de Moratín, El sí de las niñas, porque las cosas seguían igual de jodidas para las mujeres, para los jóvenes y para el corazón. Y de cómo luego Teresa Mancha abandonó a Espronceda y que cuando este volvió a enamorarse la mala fortuna quiso que su nueva esperanza no prosperase porque enfermó de difteria y falleció. Y entonces hemos hablado de la difteria y de la etiología de otras enfermedades comunes del siglo XIX y de los índices de mortalidad y de esperanza de vida, y de cómo habrían agradecido aquellos enfermos de tuberculosis que se hubiera inventado una vacuna para su mal, y de cómo ahora que tenemos vacunas, hay personas que las desdeñan, pero que hasta para eso hay una Constitución que vela por los derechos de los ciudadanos, también de los que no quieren vacunarse. Y luego leímos la Canción del pirata y tuvimos que dejarla a medias porque sonó el timbre, y los alumnos y yo mismo nos quedamos con ganas de más, ellos más que yo, porque a ellos les entraba luego en clase la profesora esa de las rúbricas y de las competencias y de las TIC y del proyector y de las cuotas de género y de la gamificación y del destierro de la memorización y de los proyectitos y de los trabajos cooperativos, y del ruido en el aula y es muy jodido lo del ruido en el aula cuando la hora antes has estado embebido en la paz de la palabra.

Geografía, Historia, Arqueología, Literatura, Arte, Sociología, Biología, Derecho, Estadística, Música, fútbol, nuevo vocabulario. Y solo tres cosas: la voz del profesor, el papel y el bolígrafo. Voz, papel, bolígrafo. Artesanía. Tanto con tan poco. Sin zarandajas. A Espronceda lo mataron dos veces: una la difteria, la otra la LOMLOE.

lunes, 12 de septiembre de 2022

581. 'El libro de nuestras ausencias'


 

Creo honestamente que la última novela del escritor mexicano Eduardo Ruiz Sosa ha llegado para constituirse en uno de los grandes hitos de la literatura hispanoamericana y, en general, de la literatura escrita en lengua española. Y esto es así porque en El libro de nuestras ausencias (Candaya) se aúnan los dos requisitos que convierten a una obra en un clásico moderno. En primer lugar, porque aborda un tema importante, de interés general, duradero en el tiempo y universal, como es el drama de las desapariciones en el norte de México, que en aquel país se ha convertido ya en un mal sistémico. Alguien podría argumentar que justamente el localismo del asunto podría vulnerar el concepto de universalidad que antes mencionábamos, pero, por desgracia, esa tragedia es una lacra que sufren también otros países y, en cualquier caso, el inmenso dolor, el terrible desgarramiento que sienten las familias no entienden de nacionalidades. Pero donde no hay discusión alguna es respecto al segundo requisito, esto es, la potentísima, magistral y deslumbrante propuesta estrictamente literaria, tanto desde el punto de vista estructural como por el uso del lenguaje, que plantea el autor. Se trata de un discurso roto, quebrado, desmembrado, una prosa que podríamos llamar «desquiciada», tomando el vocablo desde sus dos matices semánticos, el de la locura, pero también el que apunta a «fuera del quicio», donde se alteran los goznes de la prosa convencional; el propio Ruiz Sosa declara en el prólogo del libro que «México es un país esquizofrénico» y algo de esa esquizofrenia hay en la prosa del autor, que a mí me ha recordado a las páginas alucinadas de José Donoso en El obsceno pájaro de la noche y, en ocasiones, a Juan Rulfo, porque las voces y los cuerpos que no están es el grito de su misma ausencia quien acaba corporeizándolos, y eso es Pedro Páramo. Y es que este libro no podía escribirse de otro modo. Ruiz Sosa podría haber escrito una crónica de las desapariciones en México desde una narratividad canónica. Pero las situaciones que viven los personajes (y la situación real de México) desafían hasta tal punto los límites de la cordura, que, como alguien ha dicho en otro sitio, parece que es el propio dolor quien habla desde su lirismo elegíaco. Y no obstante, hay en toda la novela un intento desesperado por recomponer la fractura, por suturar la herida. Así, las sugestivas elipsis (tan a propósito para el trasunto de las desapariciones) van poco a poco llenándose hasta cobrar sentido y llenar los vacíos, y hasta el propio lenguaje participa de la sutura cuando las palabras se aglutinan unas a otras, engrudando sus sílabas a paletadas de cemento. Si Orsina desaparece, se le crea una muñeca que hace las veces del cadáver en un funeral en efigie; y hasta los espacios agónicos se reinventan para no desaparecer, como esa imprenta que se convierte en templo expiatorio a donde acuden las víctimas para hallar, en feligresía, la confortación que necesitan, los retratos de los desaparecidos colmando las paredes como exvotos. La imprenta fabrica láminas a tamaño real de los ausentes porque un cadáver puede dar sombra, pero los ausentes ni eso siquiera.

Los pasajes en los que se describe sin ambages el drama de las desapariciones cortan la respiración. El mural donde se apilan las fotos de las personas desaparecidas es descrito como una fosa vertical, donde unas fotos van superponiéndose a otras, porque no caben ya en el muro y entonces esas fotos que quedan sepultadas debajo de las nuevas sufren una segunda desaparición, una segunda condena del olvido. Teoría Ponce, que es amiga de Orsina, recoge esas fotos para crear con todas ellas un mural donde reconstruir el rostro de su amiga, de modo que Orsina se convierte en una alegoría de los desparecidos. Durísimos son también los pasajes en los que los familiares se acercan al depósito de cadáveres, donde se hacinan los muertos casi de cualquier manera, y se debaten entre el deseo de que estén y de que no estén a la vez allí sus seres queridos. O los pasajes de las llamadas rastreadoras, que descubren las fosas, con la incomodidad que eso produce en las autoridades, algunas de ellas conchabadas con los asesinos (ese es otro tema, el de la corrupción institucional), y que comprueban los huesos petrificados de los cadáveres para distinguirlos de las piedras: «y se ponían sobre la lengua lo que encontraban; si nomás se moja, es piedra, si se pega a la lengua, es hueso; si es hueso, es un hijo; o es alguien». Los muertos en el tanatorio sin refrigeración son muertos sin nombre que se cuecen. En frente, una industria cárnica mantiene a los pollos congelados. Un huracán convierte el depósito en un lugar dantesco. Los huracanes tienen nombre, los muertos, no.

¿Y si toda la historia de violencia que vive México hallara su explicación en el carácter telúrico de la tierra misma? Esa es una de las tesis del autor. Por eso la figura final del personaje histórico, Gálvez, Visitador de la Nueva España durante el siglo XVIII que cometió todo tipo de tropelías contra los indígenas del norte de México (el pie negro del escudo de Sinaloa timbrando este estrato de la tierra y las fosas mismas ratificando su contrato de muerte con ella; escribiendo el libro de nuestras ausencias).

lunes, 5 de septiembre de 2022

580. Olvidarse de leer

 


Hemos pasado los últimos días de agosto visitando a unos familiares. Como de costumbre, nos hemos alojado en su casa pero esta vez el entrañable matrimonio que nos agasajaba con su franca hospitalidad y su cariño no ha salido a recibirnos. Pepe murió hace un año y Lola ha abandonado el hogar de toda su vida para instalarse en casa de las hijas. Desde hace un tiempo ya no puede valerse por sí misma y está sufriendo lagunas en la memoria, cada vez más evidentes, que la hacen incurrir en discursos repetitivos e incoherentes.

Ha sido extraño recorrer la casa vacía y silenciosa, observados desde estanterías y aparadores por los rostros mudos de una vida en retirada. Pero de entre toda esa intimidad que parecíamos vulnerar con nuestra presencia, la que me hizo sentir mayor aflicción fue la de descubrir los libros que formaban la pequeña biblioteca de Lola. Con una formación académica básica, la educación literaria de Lola la han ido conformando sus hijas y sobrinas a lo largo del tiempo, hasta convertirla en una lectora constante y leal a los libros. Había visto esos mismos libros en los anaqueles del salón o en otras habitaciones de la casa durante nuestras anteriores visitas, pero aquellos que ahora me llamaban la atención eran unos tomos que permanecían aún sin estrenar, envueltos con esos forros de plástico con que hoy se vende la literatura y que Muñoz Molina, denunciando la actitud mercantilista de las editoriales, comparaba con embalajes de sándwiches de jamón y queso. A mí la amarga reticencia de Muñoz Molina, que también comparto, me sugirió sin embargo, en aquella casa vacía de Lola, otra triste circunstancia: la de los libros que aguardaban en vano su turno, la de las lecturas que Lola ya no iba a poder realizar.

Quizás pocas cosas calibren con mayor simbolismo el peso de la intimidad de una persona que su biblioteca. Los libros, que han sido sujetados por las manos de alguien durante el sagrado espacio de su esparcimiento privado; que han acompañado su respiración acompasada o el bisbiseo de la lectura; que han velado el sueño de quien ha sido vencido por la tibieza sedante de las páginas; que han acogido el improvisado punto de libro con la fotografía de un hijo o de un nieto; los libros, decimos, son uno de los máximos exponentes de la cotidianidad de un hogar. Lo que es una anomalía son esos libros sellados por ese plástico aséptico, como neonatos ya cadáveres, cuyas palabras, destinadas a las horas felices del recreo de Lola, nacieron abortadas porque su destinataria ha olvidado la forma de descodificarlas. Porque Lola ha olvidado cómo se hacía aquello que antes se imponía como un automatismo natural al posar los ojos sobre una página. Porque Lola se ha olvidado de leer.

Hemos visitado a Lola en casa de sus hijas. Con dificultad, reconoce los rostros, se emociona y entabla pequeñas conversaciones sencillas que pronto se entelan en su mente. En sus ojos permanece, sin embargo, aquel atisbo de lucidez e inteligencia, que sería el mismo que adoptaría al leer sus libros queridos. Cuando Lola ya no entienda el mundo en el que vive, junto a los vagos recuerdos de una vida que fue, quizás los pasajes de sus antiguas lecturas la aborden para entretenerla en su cautiverio. Y entonces tal vez Lola, que se ha olvidado de leer, continúe leyendo aquel libro que ya solo ella entiende.

lunes, 25 de julio de 2022

579. Quijote sagrado

 


El pasado 6 de julio se presentó en Nueva Delhi la primera traducción al sánscrito del Quijote. La intrahistoria de esta traducción resulta fascinante. En la década de los años 30 del siglo pasado, Carl Tilden, un coleccionista de libros estadounidense logra, por mediación del explorador británico Marc Aurel, que dos eruditos brahmanes, Nityanand Shastri y Jagaddhar Zadoo, traduzcan al sánscrito 8 capítulos de un Quijote inglés, preparado en el siglo XVIII por Charles Jarvis. Al morir Tilden, el coleccionista lega todo su tesoro a la Universidad de Harvard, incluyendo los manuscritos traducidos, de manera que estos duermen el sueño de los justos por un período de 74 años, desde 1937 hasta 2011, año en que el filólogo indio Surindar Nath, a la sazón nieto del traductor Shastri, consigue hallarlos gracias a la colaboración de otro filólogo, Dragomir Dimitrov.

Para los que, como yo, sienten que el Quijote es casi una religión, la noticia de su traducción a una lengua sagrada, según la tradición hindú, resulta algo connatural. No seré tramposo: es cierto que el sánscrito tiene dos modalidades, el sánscrito védico usado en la liturgia, y el sánscrito clásico, cuya literatura abarca temas seculares de todo tipo. Uno se pone romántico y estupendo y cree, en primera instancia, que nuestro Quijote ha sido elevado a categoría sacra, con audacia herética, al traducirse a un idioma revelado. Y piensa en aquel tiempo en que, en dirección inversa, estaba prohibido traducir a una lengua romance los textos sagrados cristianos. Que se lo digan, si no, a Fray Luis de León, que pasó 5 años en la cárcel de Valladolid, acusado de traducir al castellano el Cantar de los Cantares. Ni siquiera Alfonso X se había atrevido a tanto cuando llevó a cabo su irrepetible proyecto de la Escuela de Traductores de Toledo donde se vertió al castellano todo el saber acumulado del mundo conocido, convirtiendo nuestro idioma, por primera vez y de forma pionera respecto a las demás lenguas romances europeas, en vehículo de cultura, y prestigiando, por tanto, su uso al nivel del latín o del griego. Pero no fue tan osado con la Biblia.

Así que uno se imaginaba a don Quijote, el mismo que ya augurase con sus palabras que el libro del que él era protagonista iba a ser traducido a todas las lenguas del mundo, enfrentándose ensoberbecido y retador a los malandrines brahmánicos que se rasgarían las vestiduras al escuchar al hidalgo manchego declararle su amor a Dulcinea en el idioma de sus dioses. Nada hay de eso, claro, y el Quijote solamente engrosa el acervo cultural que el sánscrito lleva acumulando desde hace más de 3.500 años, como ocurrió con las diferentes traducciones hebreas, que se remontan al siglo XIX, o las latinas: «In quodam loco Manicae regiones, cuius nominis nolo meminisse…». Uno pronuncia en voz alta el famoso inicio en latín y parece que esté invocando el espíritu de Cervantes en alguna suerte de logia clandestina. Sí, hay algo de religión laica en nuestra relación con el Quijote. Pero en esa condición de feligreses, no importa tanto si lo leemos en sánscrito, griego, latín, árabe clásico o hebreo. Pongámonos heréticos de verdad y tomemos el milagro de la resurrección cada que vez que levantamos a Alonso Quijano de su lecho de muerte –levántate y anda– y lo colocamos de nuevo a lomos de Rocinante para su enésima aventura. Como hemos hecho siempre, ininterrumpidamente, desde hace más de 400 años. No es que oremos. Solamente leemos. Acaso es la misma cosa.

lunes, 18 de julio de 2022

578. 'Mecánica terrestre'

 


Del último libro de cuentos (o lo que sean) de Emma Prieto, conviene empezar por el último de ellos, una suerte de coda o epílogo que bien pudiera haber sido prólogo, donde la autora construye, sin perder el arrimo de la ficción, un pequeño corpus teórico sobre el género. No disertaremos aquí sobre los límites, hibridismos y epistemología del cuento pero baste con saber que los corsés que lo oprimían dejaron ya hace tiempo sus apreturas clásicas para dar lugar a lo que, tomando el sentido que le dio al término Nicanor Parra, podríamos llamar artefactos literarios, designación en la que no es baladí el origen etimológico (hecho con arte). Libérrima autonomía y vocación artística resumen los nuevos designios del género.

Y todo ello se da en esta Mecánica terrestre, publicada por Eolas Ediciones, una colección de 20 relatos que llaman la atención por la frescura de su lírica cotidiana y por su capacidad de bucear por las hondas simas del alma humana a través de una aparente afabilidad, casi ingenua, que no hace otra cosa que reforzar la fragilidad de sus personajes. Emma Prieto tiene el don, además, de rescatar en el adulto los agazapados resortes del cuento infantil, de manera que sus relatos interpelan en su tono, forma y magia al niño que fuimos pero se dirigen sin edulcoraciones al adulto que sabe leer entre líneas.

En esta Mecánica terrestre hay hormigas que se quedan a vivir en un ojo; muelas que se suicidan y que, en el hueco que dejan, nos recuerdan el desmoronamiento de la vida y la pérdida de las raíces; hay dos cerdos que se llaman Segismundo y Lisístrata en un cuento que reivindica el retorno a lo rural y a los sentimientos sin adulterar; hay personajes que toman conciencia de musgo; hay carcomas en las maderas que son trasunto de la rutina matrimonial y cuyo exterminio denota cuán fácil es eliminar en una relación aquello que sobra o molesta; hay una profesora que abandonó la escritura cuando la vida impuso la tiranía de las obligaciones cotidianas y que ve espoleada su nostalgia en la redacción de uno de sus alumnos; hay madres enfermas que se rebelan contra su postración en el hospital al divisar desde la ventana la tremolina de la vida de fuera; hay un expresidiario que le piden a Camila que le dé la mano porque hace mucho tiempo que no toca a una mujer o una madre que le preguntan si ella es su hija perdida y a todo concede Camila aunque a ella le gustaría que le pidieran otras cosas: «un manojo de luciérnagas, cuentos, lirios, poemas, una cola de sirena, briznas de hierba, una bruma de algas…». Hay trabajadores del circo que deben cambiar su rol por imperativo laboral en esa fantasía poética (tan circense por otro lado) que es el cuento «Movilidad laboral». Hay sueños que se extravían, como infantes, y en el desamparo de la vigilia que dejan se le aparece al insomne Svetlana Aleksiévich cuando era una niña; hay otras niñas abandonadas y vueltas a adoptar que rellenan los huecos de las letras para enterrar los vacíos; hay vidas domésticas en confinamiento, en ese cuento donde el surrealismo y la locura se hacen dueños de la casa como un complemento natural de la anomalía de aquellos días; hay personajes a los que se les congelan partes del cuerpo ante la evidencia del desamor, mientras otros, como Clarice Linspector, arden ante los reveses de la vida…

En Mecánica terrestre está también muy presente el humor, muchas veces aderezado con juegos de palabras o hallazgos greguerianos, pero siempre supeditado a una especie de resignación, de la que la sonrisa es puro parapeto.

Emma Prieto ha escrito un libro terrestre que, como la preciosa imagen de la cubierta, es no obstante capaz de volar. A la postre, quizás el vuelo y la vocación de altura sean la única forma de garantizarnos un mínimo de naturaleza trascendente, aunque sea solamente en la fantasía de esa aspiración. Pero también hay en el libro de Emma un canto a nuestra condición finita, aquí en la tierra. Acaso la altura esté también aquí abajo si, como Emma Prieto, tenemos la capacidad de mirar.

lunes, 11 de julio de 2022

577. 'El invierno de los jilgueros'

 


Mohamed El Morabet ha obtenido el Premio Málaga de Novela por estos jilgueros que olvidaron su canto cuando la vida se olvidó también de la primavera. El protagonista del libro, el niño Brahim, reside en Alhucemas y su vida transcurre con esa dulce indolencia de los días que pasan, aferrado a una cotidianidad sin sobresaltos, instalado en una rutina que ordena la existencia y hace reconocible y habitable el mundo, aunque sea este pequeño y ensimismado del antiguo protectorado español. He aquí uno de los aciertos de la novela: la ciudad de Alhucemas se convierte en una protagonista más, una patria chica, a la vez madre y madrastra, pero ambas cariñosas, cuya joven historia parece situarla en un adanismo ingenuo y benefactor donde conviven marroquíes y españoles imbricados por la vecindad pero también por una cultura compartida que tiene algo de fundacional en su sano hibridismo. La novela de Galdós, Aita Tettauen, que reposa sobre la mesita de noche del hermano de Brahim, Musa, es un elemento simbólico de lo que decimos. Las bellas estampas costumbristas de la vida de la ciudad son otro mérito del autor.

Pero la muelle tibieza de las jornadas termina abruptamente, primero con la participación de Musa en la histórica Marcha Verde, que lo devuelve cambiado del desierto, y después con la muerte de la madre de ambos. Desde ese instante, mar y desierto se constituyen en una dicotomía de orden metafísico. No obstante, sobre todo en el caso de Brahim, existe una suerte de serena asunción de la adversidad, una aceptación si no estoica, sí al menos reposada, sabia y paciente. Brahim, a quien le encanta pintar, bosqueja en sus cuadros paisajísticos horizontes perturbadores y enigmáticos, trasunto quizás de los futuros inciertos, de presumibles espacios alternativos más allá de su tierra natal, y que contribuyen a complementar otro de los rasgos más característicos de la novela, que es su onirismo, dosificado con inteligencia y jalonado de un lirismo que, en ocasiones, convierte las páginas en auténticos poemas de naturaleza casi exenta.

Pronto Brahim se marcha a Tetuán para estudiar en la Escuela de Bellas Artes y allí coincidirá con Olga, una madrileña, algo desnortada, que quiere probar fortuna como profesora en esta ciudad. La novela se centra a partir de ese momento en la vida de Olga en Tetuán, ciudad que redescubre a través de los pintores que la plasmaron en sus obras. El encuentro de profesora y alumno pondrá a prueba las convenciones sociales del conservadurismo más intransigente. Las tres últimas secciones de la novela –para mí las mejores del libro y que compensan sobradamente cierto deslucimiento estilístico en la parte concerniente a Olga– son un precioso –y terrible– alegato del cuidado por el otro, un canto a la esperanza, a la bondad y a la sencillez, tanto como lo es el olor al pan en la tahona donde trabaja Brahim. Las constantes alusiones culturales (literarias, musicales y pictóricas) sustentan también los débiles cimientos de estas vidas frágiles que se redimen en el arte. Y es el arte mismo el que cierra el libro, con su inesperada epifanía, para colocar sobre el caballete del futuro ese lienzo, siempre inconcluso, de Brahim, donde el horizonte puede al fin vislumbrar una primavera con jjlgueros.

lunes, 20 de junio de 2022

576. 'La muerte y la doncella'

 


Resulta difícil expresar con palabras la sobrecogedora belleza de La muerte y la doncella, la adaptación para la danza del famoso cuarteto para cuerda de Schubert a cargo de la coreógrafa Asun Noales. Y esta impotencia, que procede además de alguien que usa la palabra para su oficio y para su pasión, quizás constituya en último término una revelación, que es a la vez una cura de humildad. Demuestra, entre otras cosas, cuán prescindibles son las palabras cuando la belleza cobra carta de naturaleza sin mimbres materiales que la sustenten; cuando aquella se enseñorea ella sola, usando únicamente la excelsitud de su propia majestad. Se podrá argumentar que en el montaje de Asun Noales son los cuerpos de los bailarines los que corporeizan esa abstracción que llamamos Belleza, pero después de asistir hipnotizado y transido de emoción al espectáculo, estoy seguro de que los bailarines danzaban al dictado de una esencia superior, como los profetas dicen que escribían al dictado de la divinidad. La gracilidad, todo un dechado de técnica y elegancia, de los bailarines, que parecen suspendidos en el espacio, parece contribuir a esta idea.

La pieza de Schubert, como se sabe, está basada en un lied cuyo tema es la inminencia de la muerte de una joven y sus tribulaciones ante el fatal e injusto desenlace. Durante la escena inicial, la muerte aparece con traje oscuro, y sus contorsiones, llenas de bruscas y descoyuntadas sacudidas –la mueca de la muerte hecha movimiento– parecen remitir a algún tipo de ancestral ritual de apareamiento en el que la muerte seduce a la muchacha. He aquí uno de los rasgos más notorios del montaje: esa suerte de voluptuosidad erótica que vincula a la muerte y a la doncella en un baile concupiscente, casi lascivo, donde Eros y Tánatos danzan con la ambigüedad de quienes se sienten opuestos e iguales a la vez,  herencia de la estética decadentista de principios del siglo XX. La escena termina con la muerte arrastrando a la muchacha hacia esa rendija del muro del atrezo detrás de cuyo angosto hueco queda la joven fagocitada. El citado muro, que cumple una función capital en el montaje, es uno de los grandes aciertos. De sus ventanas, a modo de nichos, surgen piernas y brazos, se deslizan sinuosos cuerpos desnudos (siempre se está desnudo ante la muerte) y en esas transiciones moribundas parece cifrarse una lucha desesperada por alcanzar la luz que el muro niega, al igual que la muchacha en su danza, busca con su mano la parte alta del muro. En la siguiente escena, la doncella baila con dos bailarines vestidos de blanco –la vida que trata de rescatarla, infundiéndole el apego a la existencia– pero pronto aparece la muerte, esta vez en forma femenina, que con porte altivo y atuendo aristocrático seduce también a los dos bailarines hasta tornar sus trajes oscuros, merced a un dominio portentoso de la iluminación. Entretanto, una música cercana a la sicodelia, entre la que se oye el sonido de una respiración entrecortada que anticipa los estertores y unos roncos jadeos, contribuye al crescendo de la tragedia, mientras se adivinan algunos acordes, en segundo plano, de la pieza de Schubert. Pronto se desencadena un baile vertiginoso, reformulación de las danzas de la muerte medievales, y la muchacha y la albura de su vestido, parecen por momentos entrar en simbiosis con la oscuridad. Desde lo alto del muro, la misma muchacha desdoblada observa su destino, como aquel don Félix de El estudiante de Salamanca que asistió a su propio entierro. En mitad de la vorágine, los danzantes escriben con tiza en la pared del muro y llenan de palabras metafísicas su superficie, o colocan sus brazos a modo de manecillas del reloj, recordando la fugacidad del tiempo y su compás implacable. Cuando se adivina el clímax, sin embargo, la muerte de la muchacha se produce serena en un baile romántico que no alimenta morbo alguno ni carga las tintas en lo escabroso, y la muerte y la doncella desaparecen lentamente tras el muro, como todos haremos ese día en el que se conjugarán, como en la obra, esa inexplicable y perturbadora danza donde se mezcla lo más terrible y lo más bello de nuestra condición.

lunes, 13 de junio de 2022

575. ¿Pero cuándo sale el protagonista?

 


Por motivos que no vienen al caso, estos días ando releyendo Ivanhoe, la novela de Walter Scott considerada por muchos la pionera del género histórico. Del libro de Scott me interesa, sobre todo, el vivo retrato del conflicto político entre sajones y normandos y, aún más, los acerados diálogos de los personajes, envenenadas y divertidas pullas dialécticas llenas de ironía e ingenio, especialmente las proferidas por el bufón Wamba, auténtico heredero de la tradición shakesperiana. El caso es que, a punto ya de terminar el libro, el protagonista cuyo nombre da título a la novela, apenas ha aparecido en unas pocas páginas y su papel, supuestamente heroico, se reduce en realidad al de un pobre figurante que se pasa la mitad del tiempo herido tras la prometedora justa de Ashby y de cuyas hazañas en Palestina que le han granjeado su fama, casi dudamos al asistir a su discretísimo protagonismo. Y ya sé que al final del libro, Ivanhoe se postulará como el campeón que debe salvar a la judía Rebeca, presa en el preceptorio templario de Templestowe, pero hasta en ese duelo, Ivanhoe es asistido por una suerte de justicia poética que no nos permitirá conocer el mérito de su legendaria valentía. Bien, pues este libro de Walter Scott donde apenas aparece un señor llamado Ivanhoe se titula justamente Ivanhoe. La decepción se supera pronto, cuando asumimos que la historia tiene poco que ver con él y se centra uno en los demás personajes sin la impaciencia de una espera baldía. Algo así como lo que sucede en la reciente y exitosa novela de Maggie O'Farrell, Hamnet, cuando dejamos de obsesionarnos por la esperada aparición de Shakespeare.

De todas formas, siempre me ha parecido una virtud muy meritoria entre algunos escritores la capacidad de gestionar a los llamados «personajes fantasma» y de hacerlos presentes sin que apenas aparezcan. El gran maestro de esto que digo es para mí Bram Stoker con su Drácula. El vampiro apenas aparece en el libro y únicamente conocemos sus actos por lo que cuentan algunos testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente aunque sin mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al Conde continuamente. Otro tanto sucede con Pepe el Romano, en La casa de Bernarda Alba. Lorca consigue corporeizar a Pepe solamente con el atisbo de su presencia, convirtiéndolo en una suerte de alegoría de la virilidad exacerbada pero también pieza fundamental en el devenir trágico del argumento. ¿Y qué decir de Godot, a quien Vladimir y Estragón se empecinan en esperar sin que sepamos quién es Godot y por qué es tan importante esperarlo? Nunca se habían vertido tantas interpretaciones sobre la identidad de un personaje que jamás aparece como con el Godot de la obra de Beckett. Otros personajes de esta índole son Sauron, de El señor de los anillos o la arlesiana de Daudet en La chica de Arlés, que incluso ha dado en francés la expresión «la Arléssienne» para referirse a alguien de la que se habla todo el tiempo pero que nunca aparece.

En la página ¡332! de la edición de Ivanhoe que manejo, el héroe está a punto de reaparecer. No es que lo hayamos echado mucho de menos, pero al pobre le han dicho que tiene que justificar el título de la novela con un último lance decisivo. Venga, Ivanhoe, a ganarse el sueldo. O la gloria literaria. Como en todo, algunos medran a base de jeta.

lunes, 6 de junio de 2022

574. 'Una historia ridícula' (y muy seria)

 


De entre algunos de los comentarios que ha suscitado el nuevo libro de Luis Landero, me llaman la atención aquellos que ponderan la veta humorística de la novela. A mí, en cambio, Una historia ridícula me ha parecido la amarga crónica de un desahuciado, y su argumento, lejos de provocar carcajada alguna, se me ha antojado un relato tremendamente serio. Enseguida se me vino a las mientes aquella anécdota de Ionesco que, al estrenar el 11 de mayo de 1950 La cantante calva en el Théâtre des Noctambules de París, asistió perplejo a las risas del público francés. Ionesco había escrito una tragedia y, paradójicamente, los espectadores reían. Y aunque puedo comprender a aquellos que ven en la historia de Marcial un material risible, será en todo caso aquel humor que defendía Wenceslao Fernández Flórez: «El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miráis sus ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios».

Es cierto que Marcial irrumpe desde el principio de la novela con el perfil de eso que llamamos –desde nuestra atalaya de condescendencia– un pobre hombre. Muy pagado de sí mismo, de carácter atrabiliario y misántropo, rayano en la sociopatía, Marcial expresa, siempre a la defensiva, una forma de ser y de estar en el mundo, con sus particulares filosofías sobre la vida y sobre las relaciones humanas. Y en su reflexiones, que casi parecen diatribas, interpela a veces al propio lector, a quien presupone prejuicioso, y se adelanta a las posibles reticencias de orden moral o cívico que este podría argüir contra sus ideas, muchas de las cuales encajarían muy bien en el marbete de lo políticamente incorrecto. Claro que esta caracterización del personaje puede provocar la risa, incluso cierta animadversión ante ese prurito de superioridad y de autocomplacencia, pero detrás de aquella vehemencia, casi agresiva y siempre alerta, con que Marcial se defiende, hay un algo de desesperación por encajar y un resentimiento vivo ante un agravio que va más allá de los pormenores argumentales, y que se relaciona con cierta sensación de destierro. Salvando las distancias, Marcial es el Pijoaparte de Marsé, el charnego que quiere medrar entre la burguesía catalana pero a quien Teresa utiliza para jugar al marxismo, eso sí, desde su palacete de Sant Gervasi. Marcial, matarife en una empresa de productos cárnicos, sin apenas formación, también aspira, como el Pijoaparte, a redimirse a través de la cultura y blande con orgullo su autodidactismo, que podrá ser más o menos sólido, pero que es auténtico y apasionado y que, por lo menos, no usa como hacen las élites supuestamente intelectuales para aparentar en el proscenio social. Y Pepita, de la que está profundamente enamorado, es aquí la Teresa de Marsé. En las páginas de Una historia ridícula, aunque el título y el irónico pavo real que ilustra la cubierta, puedan llevarnos a engaño, se dirime una cuestión social de primer orden, aquella que atañe a todos aquellos que no tuvieron la oportunidad de granjearse una formación académica firme y que sienten que hay una vocación ahogada por las circunstancias. Es también un testimonio de cómo el amor puede hacer tambalear los cimientos de la más alta coherencia personal. Y asimismo, la novela pone sobre el tablero y visibiliza la vida gris de muchas personas anónimas, insignificantes en el maremagno de la Historia, sus aspiraciones truncadas, que alguna vez acaban, desgraciadamente, copando los telediarios. Es también una defensa de la anécdota y del poder de las pequeñas cosas.

Por lo demás, no voy a insistir de nuevo en los méritos de la prosa de Landero, que de sobras son ya conocidos, pero sí en la maestría para construir un crescendo narrativo que augura, como un terrible redoble de tambores, el final apoteósico de esta historia donde lo ridículo adquiere, por una vez, y aunque no lo parezca, categoría trascendente.

lunes, 30 de mayo de 2022

573. Naturalismo 'light'

 


Entre los múltiples homenajes que se prepararon el año pasado para conmemorar el centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán, destaca la versión teatral de Los pazos de Ulloa. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Galán, quien se enfrenta a una ardua labor pues condensar una extensa novela y someterla a los mimbres del teatro, con una duración que no excede las dos horas, es todo un reto. Helena Pimenta, quien fuera directora de la CNTC, se encarga de la dirección de este otro clásico de nuestra narrativa decimonónica.

El resultado final de esta adaptación es, en líneas generales, correcto. En escena aparece reflejado el hilo argumental básico de la novela: la llegada a los pazos de don Julián, un clérigo apocado sin auténtica vocación que cumple escrupulosamente los preceptos de la religión cristiana; el matrimonio de don Pedro Moscoso con su prima Nucha y su tormentosa relación -en la que no faltan las infidelidades con la criada Sabel, con la que tiene un hijo bastardo- y el control que ejerce Primitivo por encima, incluso, del marqués de Ulloa.

Si en la novela es don Julián uno de los personajes principales, en este nuevo espectáculo actúa también como narrador que relata determinadas acciones que no pueden representarse o bien resume y comenta ciertos aspectos que permiten que la trama avance a grandes saltos. De hecho, la obra comienza con una suerte de introito, de contenido innecesariamente pedagógico, en el que se compara con don Fermín de Pas, el otro gran clérigo de la literatura del siglo XIX, con el que comparte ciertos rasgos pero de quien lo separa un perfil psicológico totalmente opuesto. La comparación, por tanto, resulta poco adecuada pues don Julián es un personaje con entidad propia per se, sin necesidad de tener que legitimarse al compararse con el de Clarín.

La labor de condensación a la que se ha aludido anteriormente conlleva una serie de desaciertos, como la rápida y abrupta caracterización inicial de los personajes al inicio de la representación, en la que se apuntan ya dos de los temas principales: la violencia que impera entre las relaciones de todos los personajes y el contraste entre la rudeza del mundo gallego rural, caciquil y analfabeto, y el refinamiento del entorno urbano (dicotomía perfectamente representada en los personajes del marqués de Ulloa-Primitivo y don Julián).

Por otra parte, la imposibilidad lógica de que aparezca Perucho en escena, el hijo ilegítimo del marqués, resta también intensidad a la representación. Así, la memorable y espeluznante escena en la que los brutos habitantes de los pazos emborrachan al indefenso niño ante los escandalizados ojos de don Julián será relatada por este sin llegar a alcanzar el clímax que hallamos en las páginas de la novela.

Otros aspectos importantes en la obra de Pardo Bazán son aquí esbozados o tenuemente perfilados, como las reflexiones políticas y sociológicas, el analfabetismo, el caciquismo, la escasa sensibilidad del marqués ante la belleza artística y algunos momentos oníricos que atormentan a don Julián o Nucha. La adaptación ofrece al espectador un lienzo inacabado, esbozado con pinceladas de brocha gruesa, pero alejado del deleite que produce la lectura atenta de la novela, la cual sí es una auténtica joya artística. Es, por tanto, una válida y digna aproximación al universo creativo de doña Emilia mas no supone una auténtica inmersión en él ya que, por ejemplo, el espectador conocedor de la novela percibe la imposibilidad de recrear las escenas naturalistas que salpican la novela y que generan una ambientación en la que el determinismo biológico, las pasiones incontrolables, la rudeza, la animalización de ciertos personajes y algunas descripciones escabrosas se enseñorean en las magníficas páginas de la escritora gallega.

Para este homenaje teatral, Pimenta se ha rodeado de un elenco de intérpretes que realizan su labor con solvencia. Quizás don Julián podría haber sido encarnado por un actor algo más joven que transmitiese más inocencia e inseguridad. Sobresale Marcial Álvarez, el marqués de Ulloa, quien modula magistralmente su registro interpretativo desde la crueldad más espeluznante cuando maltrata a Sabel o a Nucha hasta un carácter más amable y jovial cuando viaja a Santiago de Compostela para visitar a su tío y a sus primas. El resto de actores hacen una buena ejecución, si bien algunos no pueden explotar la infinidad de matices psicológicos de sus personajes por la limitación a la que se han visto reducidos por exigencias de la versión teatral. De nuevo, la lectura de la novela permitirá al lector disfrutar de, por ejemplo, la maldad y la capacidad de manipulación de Primitivo o de la evolución de la pobre Nucha, cuyo deterioro final es simplemente sugerido en las tablas.

La puesta en escena es clásica y acertada, puesto que tanto el vestuario como la escenografía nos sitúan claramente en el siglo XIX. El escenario representa una casa rural en madera sin lujos, propia de esa nobleza gallega venida a menos, aferrada a unos privilegios que se resiste a perder. Con solo una mesa, una cama, un reclinatorio y una puerta central sobre la que se proyectan algunas imágenes, los personajes nos llevan desde la ciudad a los pazos con naturalidad.

En definitiva, Galán y Pimenta han conseguido una adaptación muy aceptable, que respeta el espíritu de la obra original y que supone un homenaje digno de encomio en cuanto que contribuye a reivindicar la figura de doña Emilia; pero el resultado final no llega a las cotas de excelencia que logró la escritora gallega. Es una forma válida de acercarse a su obra y de recordarla, pero no se ha de perder de vista que el mejor homenaje para Pardo Bazán es leerla, dar vida a sus personajes en cada bisbiseo y recrearnos en la ambientación naturalista que impregna la obra.