lunes, 12 de diciembre de 2022

590. 'Malasanta': sin noticias de Chipre.



 Descubrí a Antonio Tocornal gracias a Bajamares, ese libro maravilloso que se mece delicadamente entre el onirismo, la feracidad y la lírica de lo primitivo, y desde entonces le declaré amor eterno a este autor gaditano, que se halla entre lo más granado de nuestros narradores actuales. Ahora publica su cuarta novela, Malasanta, editada por la Fundación José Manuel Lara (Planeta) y avalada por el Premio de Novela Felipe Trigo.

Malasanta narra las terribles vicisitudes de una prostituta a lo largo de toda una vida, dosificadas en sucesivos capítulos entre los cuales se realizan saltos temporales de diez años. La novela hunde sus raíces en el Naturalismo del siglo XIX y recoge de éste, no solo la sordidez explícita de las imágenes, sino también aquella vieja idea del determinismo biológico y social. Efectivamente, la prostituta Dámasa la Tuerta, madre de Malasanta, da a luz a su hija en pleno ejercicio de su profesión y, luego, la niña crece acompañada del consabido catálogo de obscenidades, a las que asiste, naturalizándolas, primero desde su canasto de neonata y después detrás de un biombo. Su mismo nombre, impuesto por doña Expiración, la dueña del burdel, es elegido por esta porque «dentro de toda alma humana se esconde una contradicción», que en el caso de Malasanta se resume en sus baldíos intentos de redención. Esta se le ofrece a Malasanta a través del cuidado de Niño Truncado, un adolescente que nació sin extremidades (y determinado, pues, biológicamente), con quien mantendrá una relación amorosa donde descubrirá que «el sexo podía ser limpio y hermoso» (bellísimos los pasajes eróticos) pero para el que no está preparada, pues, criada en aquel ambiente despiadado «estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y sobrevivirla». Es por eso que también eludirá, casi como un imperativo de su destino marcado, una vida estable con el comerciante mercero. En el capítulo del Niño Truncado, adquiere significado simbólico la isla de Chipre, cuando el chico, mientras está solo en casa, cae de la silla y, al herirse, su sangre crea un cerco en el suelo que se asemeja a la isla, que él imagina paradisíaca. Desde ese momento, Chipre será el símbolo del sueño dorado. No es baladí aquí recordar que Chipre es la patria de Afrodita.

Las escenas naturalistas, muy frecuentes en el libro, alcanzan cotas de verdad estremecedoras. Baste con citar el pasaje en que Malasanta usa los fetos de los abortos practicados por doña Expiración como juguete infantil. Inolvidable es también el fragmento de evidente ascendencia celestinesca donde se describen los procedimientos de doña Expiración para tales apaños.

A veces, el humor hace acto de presencia como paliativo. Pero se trata de un humor irónico, a veces negro y otras emparentado con la tradición picaresca. Su bálsamo mitiga algo la crudeza de algunas escenas para las que hay que tener cierto estómago. En ese mismo sentido actúa el hermosísimo lirismo de algunas descripciones y reflexiones. Su belleza es flor del loto en la ciénaga.

Existe, asimismo, cierta compasión con los puteros: los clientes se vacían «de semen y de insatisfacciones», y estas últimas parecen obedecer más bien a razones de tintes existencialistas, como si el sexo fuera el campo de litigio entre Eros y Tánatos. Por eso el marido de Baltasar necesita mirarse en el ojo de vidrio de Dámasa mientras fornica con ella. El lector lo comprenderá cuando conozca el origen de ese ojo de vidrio. Al lector de Bajamares tampoco le pasará desapercibido el bonito guiño que con él se hace a dicha novela. Sin embargo, no se es tan condescendiente con el puterío institucional, cuya descripción cae a veces en un premeditado maniqueísmo quizás para no dejar duda acerca de su abyecta conducta. Además del cura que asiste al prostíbulo, el capítulo tercero es una crítica feroz a los abusos de poder, alegorizada en los personajes de un juez, un banquero, un registrador de la propiedad y un comisario de policía. Hagan ustedes sus cábalas.

El capítulo final que culmina la degradación de Malasanta es aterrador y es también un intento de zarandear las conciencias sobre un problema que solemos soslayar hasta que el telediario nos sacude con la última atrocidad. En el último escenario de la novela, una estación abandonada, no se expedían billetes para Chipre. 

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