lunes, 27 de abril de 2020

483. Ejecutoria de hidalguía



Este viernes se cumplen 20 años desde que apareciera el primer número de La Poesía, señor hidalgo. La revista, codirigida por Ramón García Mateos y Juan Ramón Ortega Ugena salió a la luz el 1 de mayo del año 2000, «finisecular e ilusivamente apocalíptico», al precio de 700 pesetas. La publicación debe su nombre al famoso pasaje del capítulo XVI de la segunda parte del Quijote, cuando el bueno de Alonso Quijano realiza ante el Caballero del Verde Gabán su definición del género poético. El fragmento se halla reproducido en la portada de la revista, diseñada por José F. Ríos. El consejo de redacción lo formaban, además de sus dos directores, los poetas Guillermo Fernández Rojano y Juan López-Carrillo. La revista salió de las planchas de la imprenta Day Print, de Reus, y desde el principio llamó la atención por el tamaño de sus páginas (21x33).
Con sugestivos dibujos del artista Pere Barniol, aquel primer número dio acogida a 14 poetas y a más de una treintena de poemas. Por sus páginas desfilaba la mirada tamizadora del mundo de Joan Elíes Adell; el cromatismo musical y la apología serena de la cotidianidad y de la verdad prístina de Antonio Carvajal; el amor azaroso de Francisco Castaño; los versos de tierra germinadora de Flavia Company; la evocación de la belleza y la pérdida de la inocencia entre el entrañable cortejo de mitos literarios de Luis Alberto de Cuenca; el erotismo pérfido y la rebeldía contra la domesticación social de Guillermo Fernández Rojano; la nostalgia con olor a eneldo, luz de albahaca y hojas secas de Ramón García Mateos y su aguerrido olifante llamando a los enfermos de luna; el amor redentor y la tensión entre la palabra y su silencio de Alfredo Gavín; la bella taxonomía de los poetas de Juan Carlos Mestre, su casa roja alucinada; el erotismo displicente y la amanecida cruel de Eduardo Moga; el terrible envés de la inocencia, agazapado tan cercano, y el milagro de hacer hablar a los muertos, de Jesús Munárriz; el anhelo de la palabra libre y esencial de Juan Ramón Ortega Ugena; el descreimiento del mundo y su marchitamiento, y el recuerdo consolador, de Ramón Oteo; la ternura y el desvalimiento irreverente de José Viñals.
Luego la revista se nutrió, como anunciaba el editorial fundacional, de textos en prosa,  crítica literaria y reseñas de novedades con la participación también de escritores de primera fila. En ese mismo editorial, tras la presentación de rigor, se advierte también de la personalidad atractivamente belicosa de la publicación: «no sólo es una publicación insumisa […] sino que además, nacemos con vocación de francotiradores de la palabra. Tenemos bueno tino y sabemos escoger el blanco. Y no debemos a nadie la escudilla».
Ángel Luis Prieto de Paula ya lo apuntaba en uno de sus deliciosos artículos recogidos en Monólogos del jardín. En «De la vida de provincias» dice el maestro de Ledesma: «Uno, muy limitado a lo que se cuece en las grandes editoriales, se conmueve al comprobar la feracidad de tantos escritores, editores y lectores que, lejos de la corte y sus reclamos, trabajan sin esperar reconocimiento o sin obtenerlo cuando lo esperan». En esa vocación apasionada y desinteresada por la literatura se cifró también aquella revista nacida en una de esas ciudades de provincias de las que habla Prieto. El proyecto, como suele suceder casi siempre, duró los números que tenía que durar. Ahora, con la perspectiva que dan las dos décadas desde aquel primer número, ningún notario de corte se atrevería desestimar su indiscutible ejecutoria de hidalguía.

lunes, 20 de abril de 2020

482. El dolor sin brida



Hay libros que solo pueden escribirse desde un rapto de la conciencia. Una suerte de arrobamiento que suspende el accidente prescindible que somos para hacernos bucear por las esencialidades que más radicalmente nos constituyen. Así me imagino yo a Alejandro Morellón mientras escribía su Caballo sea la noche (editorial Candaya): inmerso en el trance febril de una novela cuya creación acabaría por convertirse en una experiencia agotadora, casi física, cuando las palabras supuraban en el papel su pus de ignominia.
Al principio me pareció estar leyendo una novela de José Donoso, su prosa alucinada, derramada a borbotones hirvientes y delirantes; luego, para tonta vanidad del crítico vaticinador, hallo aquel sintagma revelador que me lo confirma, aquel «obsceno pájaro de la noche» que me remite a la obra del escritor chileno. ¿Un guiño premeditado que reconoce su deuda literaria? No en vano, el libro de Donoso no deja de ser, él también, una demolición del yo. El título procede de una cita de Henry James escrita a sus hijos: «[La vida] florece y fructifica a partir de las más sombrías profundidades de la penuria esencial en la que hunden las raíces del sujeto […], una selva indómita en la que aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche». Esta cita podría resumir perfectamente el libro de Morellón.
La novela narra, mediante el recurso del monólogo interior de dos de sus personajes, la ruina vital de una familia de la que ya solo sobreviven Rosa y su hijo Alan. La reconstrucción de la trama que les ha llevado a esa situación va abriendo claroscuros por los que el lector atisba, aterrado, la ominosa verdad. La novela reclama el envés de nuestras identidades (de enorme simbolismo es la fotografía que la familia se hace de espaldas) y explora cómo ese reverso puede ser tan auténtico como el anverso que mostramos al mundo. Morellón nos hace entender cómo la naturaleza proscrita del yo se justifica solamente por la construcción social de la culpa que, es a veces, incompatible con la verdad que nos participa muy adentro, lo que desemboca en el nihilismo identitario: «soy un ser arbitrario y sin concreción, una latencia indefinida […] un ente sin identidad, vulnerable y desfragmentado…», (magnífico el desarrollo de esta idea en las páginas 50 y 51). En este sentido, cobra capital importancia el lenguaje, que se convierte en una ontología contradictoria: por un lado, dotar de palabras a la abyección otorga carta de naturaleza a la culpa (las palabras son también una construcción social); por otro, encarnar el dolor en las palabras permite generar asideros y contornos allí donde solo hay vacío y abismo. Al final las palabras escritas en una carta serán promesa de redención. Siempre las palabras, a pesar de todo. La novela se estructura a través de los monólogos de Alan y su madre. Cuando es el turno de Rosa, la prosa, sin dejar el tormento, se remansa algo. Su contrapunto no es solo estilístico, también temático: las fotografías del álbum nos hablan de un tiempo antiguo de felicidad, inocencia, infancia y ángeles. La ausencia de puntos ortográficos contribuye al ritmo estudiadamente caótico del flujo de la conciencia, aunque a veces la gramática es lo suficientemente lógica como para encontrar algo forzado el asíndeton. En cualquier caso, el dolor no tiene ortografía. Como no tiene brida el dolor de ese caballo blanco «atravesado por la caída de los relámpagos como por la mirada de un dios infatuado»

lunes, 13 de abril de 2020

481. El humor en los tiempos de cólera



Coincidiendo con el 75 aniversario de la incorporación de Wenceslao Fernández Flórez a la Real Academia de la Lengua, he estado leyendo estos días su correspondiente discurso de ingreso, que el escritor gallego tituló «El humor en la literatura española». Aunque la preparación del discurso se llevó a cabo en la primavera de 1936, no fue hasta el 14 de mayo de 1945 cuando pudo leerlo ante sus recientes adláteres académicos. La Guerra Civil, claro, había dejado en barbecho el tradicional ritual. Fernández Flórez confiesa que llegó a quemar los apuntes sobre los que había trabajado, temeroso de «los peligros revolucionarios». Y uno se pregunta qué naturaleza subversiva o más bien reaccionaria tendrían aquellos papeles para dar con ellos en la chimenea de su casa.
Entre los pensamientos del flamante académico hay una reivindicación del humor, género siempre menospreciado por el oficialismo literario de turno. F. Flórez lo compara con la casita de caramelo del cuento. Unos se acercarán a la casita, la lamerán y se marcharán sin averiguar quién vive ahí; otros, además, querrán conocer a su inquilino y, al hallar al ogro dentro, le reprenderán por haber construido una casa de caramelo; aquellos se habrán interesado solamente de forma superficial, una vez que el sabor de la casa les ha satisfecho un capricho y les ha hecho pasar un buen rato; los otros le afearán al ogro que, siendo él un personaje tan importante, se haya entretenido en construir una casa de caramelo. En resumen, están los que piensan que el humor es un ejercicio simpático sin más y los que lo menosprecian por no ocuparse de las cosas serias. Y, sin embargo, como dice F. Flórez, el humor podrá no ser solemne, pero desde luego es algo muy serio. El autor de El bosque animado lo define como «la sonrisa de una desilusión». No es, pues, la carcajada desaforada, que el escritor compara con las cosquillas: «Las cosquillas pueden obligarnos también a retorcernos en carcajadas estentóreas, y, sin embargo, cuando cesa el estímulo, no se ha enriquecido nuestro espíritu con un pensamiento ni con una emoción. Tal ocurre con el chiste».
La sonrisa de una desilusión. Porque el literato es, ante todo, un hombre descontento: «El día en que el mundo sea tan perfecto que exista conformidad entre los deseos y los sucesos, nadie leerá novelas y, desde luego, nadie las escribirá. Una novela es el escape de una angustia por la válvula de la fantasía». Y ante el descontento, la ira y el lamento, hijas del instinto, se enseñorean en las diferentes manifestaciones literarias, muchas de ellas excelsas. Pero hay un tercer elemento que trasciende el instinto para situarse en el ámbito de la inteligencia. «Ni el insulto, ni la súplica, ni la execración, ni los suspiros tienen una fuerza semejante»: el humor, que no es la sátira cruel ni la burla. El humor, según F. Flórez «es siempre un poco bondadoso, siempre un poco paternal. Sin acritud, porque comprende. Sin crueldad, porque uno de sus componentes es la ternura. Y si no es tierno ni es comprensivo, no es humor». Y sigue: «El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miráis sus ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios».
No es baladí pensar que Wenceslao Fernández Flórez pronunciara estas palabras después de haber salido de una guerra, una experiencia que debió de resituar los límites de su concepto del humor:
«Ignoramos qué nos traerá la literatura posterior a la guerra –dice– pero si en ella sobrevive el humorismo diremos que se ha salvado algo muy importante de la ternura humana, entre tantos odios y tantas espantosas violencias». Setenta y cinco años después, también nosotros deberemos plantearnos qué hacemos con nuestro humor cuando sobrevivamos a la pandemia. Si lo usamos para herir o si, en su necesaria mueca de acíbar, lo derramamos sobre la humanidad con la bondad que defendía don Wenceslao, ahora que más falta nos hace para restañar la hemorragia de las vidas que se fueron.
Busto de Wencesleo Fernández Flórez en la Praza do Humor (La Coruña)


lunes, 6 de abril de 2020

480. Manual del buen misántropo



La gente cree que en estos días de confinamiento forzoso está llevando a cabo una suerte de épica de la resistencia que convierte a cada confinado en un héroe contra el enemigo invisible. Una especie de paladín del batín que soporta con arrojo las acometidas del temible aburrimiento, eso sí, asistido de todas las comodidades y conectado al mundo, como nunca en otro tiempo, a través de la tecnología. Menudos titanes. Yo entiendo que existan personas que deseen sentirse protagonistas de la Historia y que para ello necesiten remedar la epopeya de las películas, importar el apocalipsis de las grandes gestas del pasado, adoptar su lenguaje belicista y revestirse del aura de las proezas. Poder decir orgulloso: «yo estuve ahí; yo sobreviví al virus». Pero no, oiga: usted solamente está tumbado en su cómodo sofá, deglutiendo series, comunicándose con quien quiera a través de su teléfono móvil, bien abastecido de comida, cubiertas todas sus necesidades higiénicas y haraganeando. Eso sí, a las ocho en punto sale usted a aplaudir al balcón para seguir sintiendo que forma parte de la hazaña colectiva. No. Usted no es ningún héroe: usted es solo un insignificante ciudadano más que tiene la única obligación de quedarse en su jodida casa. Nada más. Porque pensar que está usted haciendo algo más que eso es insultar a todas aquellas personas que se mantuvieron ocultas en un zulo inmundo durante 30 largos años hasta que Franco decretó la amnistía del 69. Por ejemplo. Y quejarse de un encierro que aún no alcanza el mes es un insulto aún mayor, además de demostrar el poco alcance de su supuesto coraje contra el fin del mundo.
El confinamiento nos ha traído también a los gurús de la cultura, que se arrogan ahora la potestad de tutelar nuestro supuesto aburrimiento, como si los pobres mortales a los que regalan su benefactor amparo no supiéramos organizar nuestro propio ocio sin su eminente guía salvífica. Sé que hay quien lo hace bienintencionadamente. Pero, cuando todo esto pase, algunos tendrán que hacer inventario de su mezquindad, sobre todo aquellos que, con el subterfugio de un altruismo hipócrita ofrecen sus obras para hacer más llevaderas las horas de enclaustramiento, en un ejercicio oportunista de autobombo sonrojante.
Resulta curioso pero yo siempre había creído que la mejor forma de alejarse de la estupidez humana era aislarse de la gente, huir al iglú. Y no. Justamente en mi encierro es cuando estoy asistiendo a un mayor embate de imbéciles por doquier. La culpa es mía, claro, por ceder también a las redes sociales, a la televisión y a otros opiáceos de la inteligencia. Quizás se deba esto a que antes la imbecilidad se dispersaba entre los actos cotidianos de la vida y sus prisas. Ahora, en cambio, se concentra en la intimidad (por tanto, en su dimensión más cierta) de los hogares prostituidos para todos en repulsiva exhibición. Por eso entiendo tanto a Manuel, el protagonista de Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, que es la novela de la que quería hablar aquí antes de acalorarme con toda esta diatriba contra la majadería humana. Manuel debe ocultarse de la policía al verse involucrado involuntariamente en un acuchillamiento. En su encierro, una casa desocupada en un pueblo deshabitado, descubrirá las mieles de la soledad y la irrelevancia de todo aquello que antes le resultaba imperiosamente necesario. Hasta que una familia de domingueros, trasunto de nuestra sociedad con todos sus defectos, hipocresías, superficialidades y sandeces, se instala en el pueblo y da al traste con su seguridad, convirtiéndose a partir de entonces el libro en todo un manual del buen misántropo. Y yo quería analizar un poco el libro de Santiago Lorenzo y hablar de algunos pros y contras de su planteamiento argumental, de su estructura, de su estilo. Pero me he tirado tres cuartos del artículo hablando de toda esa caterva de idiotas en lugar de lo importante y se me ha acabado el espacio. ¿Lo ven? Lo han vuelto a conseguir.