lunes, 6 de abril de 2020

480. Manual del buen misántropo



La gente cree que en estos días de confinamiento forzoso está llevando a cabo una suerte de épica de la resistencia que convierte a cada confinado en un héroe contra el enemigo invisible. Una especie de paladín del batín que soporta con arrojo las acometidas del temible aburrimiento, eso sí, asistido de todas las comodidades y conectado al mundo, como nunca en otro tiempo, a través de la tecnología. Menudos titanes. Yo entiendo que existan personas que deseen sentirse protagonistas de la Historia y que para ello necesiten remedar la epopeya de las películas, importar el apocalipsis de las grandes gestas del pasado, adoptar su lenguaje belicista y revestirse del aura de las proezas. Poder decir orgulloso: «yo estuve ahí; yo sobreviví al virus». Pero no, oiga: usted solamente está tumbado en su cómodo sofá, deglutiendo series, comunicándose con quien quiera a través de su teléfono móvil, bien abastecido de comida, cubiertas todas sus necesidades higiénicas y haraganeando. Eso sí, a las ocho en punto sale usted a aplaudir al balcón para seguir sintiendo que forma parte de la hazaña colectiva. No. Usted no es ningún héroe: usted es solo un insignificante ciudadano más que tiene la única obligación de quedarse en su jodida casa. Nada más. Porque pensar que está usted haciendo algo más que eso es insultar a todas aquellas personas que se mantuvieron ocultas en un zulo inmundo durante 30 largos años hasta que Franco decretó la amnistía del 69. Por ejemplo. Y quejarse de un encierro que aún no alcanza el mes es un insulto aún mayor, además de demostrar el poco alcance de su supuesto coraje contra el fin del mundo.
El confinamiento nos ha traído también a los gurús de la cultura, que se arrogan ahora la potestad de tutelar nuestro supuesto aburrimiento, como si los pobres mortales a los que regalan su benefactor amparo no supiéramos organizar nuestro propio ocio sin su eminente guía salvífica. Sé que hay quien lo hace bienintencionadamente. Pero, cuando todo esto pase, algunos tendrán que hacer inventario de su mezquindad, sobre todo aquellos que, con el subterfugio de un altruismo hipócrita ofrecen sus obras para hacer más llevaderas las horas de enclaustramiento, en un ejercicio oportunista de autobombo sonrojante.
Resulta curioso pero yo siempre había creído que la mejor forma de alejarse de la estupidez humana era aislarse de la gente, huir al iglú. Y no. Justamente en mi encierro es cuando estoy asistiendo a un mayor embate de imbéciles por doquier. La culpa es mía, claro, por ceder también a las redes sociales, a la televisión y a otros opiáceos de la inteligencia. Quizás se deba esto a que antes la imbecilidad se dispersaba entre los actos cotidianos de la vida y sus prisas. Ahora, en cambio, se concentra en la intimidad (por tanto, en su dimensión más cierta) de los hogares prostituidos para todos en repulsiva exhibición. Por eso entiendo tanto a Manuel, el protagonista de Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, que es la novela de la que quería hablar aquí antes de acalorarme con toda esta diatriba contra la majadería humana. Manuel debe ocultarse de la policía al verse involucrado involuntariamente en un acuchillamiento. En su encierro, una casa desocupada en un pueblo deshabitado, descubrirá las mieles de la soledad y la irrelevancia de todo aquello que antes le resultaba imperiosamente necesario. Hasta que una familia de domingueros, trasunto de nuestra sociedad con todos sus defectos, hipocresías, superficialidades y sandeces, se instala en el pueblo y da al traste con su seguridad, convirtiéndose a partir de entonces el libro en todo un manual del buen misántropo. Y yo quería analizar un poco el libro de Santiago Lorenzo y hablar de algunos pros y contras de su planteamiento argumental, de su estructura, de su estilo. Pero me he tirado tres cuartos del artículo hablando de toda esa caterva de idiotas en lugar de lo importante y se me ha acabado el espacio. ¿Lo ven? Lo han vuelto a conseguir.

1 comentario:

Javier Angosto dijo...

¡Cuánta razón tienes, maño!