lunes, 25 de enero de 2021

516. Dos libros de memorias


 

Entre mis lecturas más recientes he querido realizar una suerte de experimento socio-literario leyendo de forma simultánea los últimos libros de memorias de Ana Iris Simón y Elvira Lindo. Generacionalmente, ambas escritoras pertenecen a mundos distintos: Elvira Lindo tiene 59 años y Ana Iris Simón, 30. Y el lector, en este caso yo, ejerce de bisagra entre ambas con sus 42 años. El experimento consiste en cotejar los referentes culturales, sus estilos literarios y comprobar a cuál de las dos se siente más cercano el lector bisagra.

Una reflexión, antes, sobre el llamado género memorialístico, tan en boga en los últimos tiempos. Parece existir una necesidad, a determinada edad, de reordenar el mundo personal a través de la literatura de evocación o de explicarse uno a sí mismo a través del legado que nos dejaron quienes nos antecedieron o de apresar para siempre un mundo que sabemos periclitado y rescatarlo así del olvido que será. Pero para que este tipo de género tenga un verdadero valor literario, no basta con el catálogo experiencial del pasado, sino que requiere la habilidad de hacer trascender la anécdota personal a una universalidad que haga del libro una historia perenne y que nos interpele y concierna, a pesar de no pertenecer a la generación en la que está contextualizada la obra.

Ese es quizás el principal error que yo hallo en Feria, el primer libro de Ana Iris Simón: el abuso del anecdotario familiar. Solo cuando la autora aprovecha su material biográfico para reflexionar por contraste sobre algunos aspectos del presente, sobre todo aquellos que tienen que ver con el talibanismo moral y la tontería y banalidad que se ha instalado en parte de sus coetáneos, el libro consigue volar. En ese sentido, su posicionamiento es también valiente, lo que es de agradecer. Por otro lado, respecto al estilo literario, lo que muchos han llamado frescura y espontaneidad –que la hay, sin duda– a mí me aleja de la literatura y de su necesaria capacidad evocadora. Bajo esa prosa desliteraturizada parece subyacer la creación de un lenguaje que quiere mimetizarse con el narrador infantil, pero no sé si resulta eficaz. Lo mejor, la reivindicación de una clase social desacomplejada, convirtiendo lo casposo en hallazgos líricos –estos sí– que contribuyen a la mitología.

A Elvira Lindo, en cambio, se le nota el oficio. De las vicisitudes reales y concretas de su padre recogidas en A corazón abierto consigue construir un protagonista totalmente literario, que pasaría por personaje de novela si no supiéramos que la autora está evocando, de modo terapéutico, la figura paterna. El acierto está en la mirada. La sugestiva remembranza del pasado y los análisis psicológicos pasan por el cedazo de una sensibilidad atenta a los detalles, inteligente e hiperestésica y el resultado es la configuración de unos personajes redondos, llenos de matices y aristas de los que nos acaban interesando más por sí mismos que en relación con el parentesco que mantienen con la autora. Al libro le falta alguna que otra poda, pero se lee con gusto porque se ajusta con pericia a los resortes narrativos de la ficción, aunque lo que se cuente sea dolorosamente real.

Y así, se da la paradoja de que, hallándose el lector bisagra más cerca del contexto histórico de Feria, a algunos de cuyos recuerdos he asistido con el agrado del reconocimiento, me identifico más con la propuesta de Lindo, cuyo marco temporal no me pertenece por edad pero que queda compensado por habitar el territorio de la Literatura, allí donde no importan las generaciones ni el relato concreto de la Historia porque a todos se acoge por igual en la patria común de la palabra.

lunes, 11 de enero de 2021

515. El estilo es todo


 

El lema lo hizo famoso Flaubert y luego lo han repetido muchos otros a lo largo de la Historia de la Literatura: «el estilo es todo». Un siglo antes, Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, había ido más lejos cuando, tras ser elegido como uno de los «cuarenta inmortales» por la Academia Francesa, dijo en su discurso inaugural que «el estilo es el hombre mismo». 

No tengo claro, sin embargo, que la máxima siga teniendo adeptos en nuestros días, a tenor de los elogios que determinados libros (totalmente exentos de estilo) están recibiendo no ya solo de los lectores (contingencia que me podría alarmar algo menos) sino también de la crítica especializada (hecho este que sí es motivo de preocupación). De uno de los libros que lideran todas las listas anuales de los suplementos culturales se ha dicho que entrar en él es como ingresar en una casa blanca, sin muebles y llena de luz, refiriéndose a la claridad de su prosa. Se encomia también la capacidad de su autora de alejarse de los juicios morales que puedan provocar sus personajes para que sea el lector quien decida, perturbado por el conflicto ético que produce la situación pergeñada por la novelista, dónde debe posicionarse. Es decir, que la autora se limita a describir el brete de su personaje con un lenguaje meramente testimonial, una escritura burocrática que tramita el argumento, y a dejar al lector lidiar con sus escrúpulos morales. Y yo me pregunto: si el lenguaje de la novela, su estilo, es premeditadamente aséptico, y si tampoco la autora se involucra en los conflictos que plantea, o dicho de otro modo, si la novela adolece tanto de su vacío formal como de su fondo, ¿dónde queda el trabajo de la escritora? ¿Dónde su oficio y virtudes? ¿Dónde su esfuerzo? Por supuesto, su opción es absolutamente legítima y a la vista está que también eficaz. Y hasta podríamos comulgar con ruedas de molino y enmascarar estos lunares diciendo que el estilo de la autora es, precisamente, no tener estilo. Lo de no involucrarse con la tesitura moral me preocupa menos: los escritores del realismo decimonónico, una vez superadas las llamadas novelas de tesis, también quisieron «desaparecer» de la novela para no dirigir al lector con sus apreciaciones. Pero, al menos, aquella gente escribía con una elegancia y exquisitez que no se ha vuelto a ver después.

Los detractores del estilo arguyen que se corre el peligro de convertir la Literatura en una mera exhibición de barroquismo superfluo, de pura floritura, y tienen razón quienes así se previenen. No vale el lucimiento gratuito si no es al servicio de un bien mayor: la conmoción de su fondo. Pero ese temor no justifica la prosa ramplona y fácil. Y quizás sea esa asequibilidad la que provoca los elogios de algunos críticos, abocados ellos también a la pereza del reto intelectual y a la desidia en la profundización de su propia sensibilidad, si la tuvieren. El lector poco exigente, entonces, animado por ver el libro que tan poco le ha costado leer en lo más alto de las listas, cree legitimarse y aspira a codearse con la gran cultura que le han vendido creyendo que su bagaje lector es de alto copete. Ya puede participar en las conversaciones literarias con la autoridad de quien cree que ha alcanzado el listón intelectual exigible para su lucimiento en el proscenio social. Esto ya lo detectó Juan Manuel de Prada en uno de sus lúcidos artículos que tituló significativamente "Cultos".

Tal vez acomplejado por estos opositores de la distinción, Muñoz Molina confesaba en una conversación con Fernando Aramburu que había intentado depurar su estilo, evitando las cláusulas subordinadas, los meandros del lenguaje, sus volutas sinuosas, sus evocaciones líricas. Pero es que es justamente todo eso lo que buscamos los lectores de Muñoz Molina o de Landero o de Pérez Andújar o de Hidalgo Bayal o de Luis Mateo Díez o del primer Llamazares y de tantos otros. Sentirnos imbuidos de su universo envolvente y acogedor, gozar con ese «extrañamiento del lenguaje» que defendían Shklovski y los formalistas rusos, saber con certeza que nos encontramos ante un artefacto literario y no ante un mero catálogo de lances argumentales. De muchos de los argumentos de los libros de estos novelistas ya casi no me acuerdo. En cambio sí recuerdo el placer que me produjeron sus correspondientes sesiones de lectura. El poso que aún permanece.

Si convenimos en que la Literatura debe ser una manifestación artística más y no un simple ejercicio notarial, entonces la mera asepsia no es aceptable. Escritores del mundo: concédannos, al menos, el placer estético de su prosa. Incluso aunque el tema que aborden no sea todo lo interesante que hubiéramos deseado, todo se perdonaría por el hallazgo de una imagen bella, de un recurso estilístico inteligente, de una prosa elegante, de un poquito de agua con su vergelito en mitad del páramo. Piensen, en fin, en los sedientos.

lunes, 4 de enero de 2021

514. Poesía en Próxima Centauri

 


El término «Null Island» con que Javier Moreno titula su última novela hace referencia a la isla ficticia del Golfo de Guinea, utilizada por la ciencia cartográfica para capturar los errores durante el diseño de los mapas, y situada en ese no-lugar arbitrario en el que el ecuador terrestre es atravesado por el meridiano cero. Más allá de las posibilidades literarias que ofrece la invención geográfica, el título es ya una declaración de intenciones. Habitar la omniausencia es en el libro de Javier Moreno no solamente una definición de su personaje desnortado sino también una reivindicación literaria que en el protagonista de la novela, un escritor con problemas creativos, se manifiesta en su obsesión por escribir un libro sin personajes. En esta «dimisión de los personajes» cobrarían protagonismo los objetos, a cuyo «estar» en el mundo se le sumaría su «ser» en el mundo y adquirirían, por lo tanto, carta de naturaleza ontológica. Esta metafísica del objeto, incomprendida por peregrina entre los pocos amigos a los que el protagonista cuenta su idea, acaba fagocitando también al propio personaje mediante el inteligente recurso de la sobrevenida impotencia sexual que acucia al escritor. De ese modo, su sexo, hasta ahora un apéndice con cierta voluntad independiente, pero apéndice al fin, acaba convirtiéndose en el centro de atención. Es el triunfo del objeto y la vindicación de su soberanía, pero es, asimismo, el exterminio del yo, la aspiración literaria de ese escritor que acaba siendo, él también, el no-personaje de la novela de su vida, él mismo objeto de otros en el capítulo soriano, en cuyo agujero telúrico la novela vierte todo su simbolismo. No se trata de una actitud nihilista sino más bien de una celebración de la particularidad, de su belleza desatendida, y de un esencialismo que alcanza su clímax en esa maravillosa fabulación que el autor hace de la poesía que cultivan los habitantes de Próxima Centauri-b, «una poesía que desborda el espacio y el tiempo», que suena a «explosión de supernova», de ahí que nuestros radiotelescopios «tiendan a confundir su poesía con el ruido cósmico, con el aliento del universo». Esencialismo también en el lenguaje, al que contribuyen los hallazgos etimológicos de las palabras para explicarnos, desde su origen, quiénes somos, mucho antes de que la desvirtualización lexicográfica nos convirtiera en sombras de la caverna platónica. Y esencialismo de nuevo en el canto a la semilla, en el germen de la posibilidad como territorio necesariamente inexplorado, siempre en ciernes, no-nacido, y por eso bello.

Pero el recurso de la impotencia sexual le sirve también al autor como trasunto de otros temas más prosaicos, aunque no por ello fútiles: el advenimiento de la edad madura (esa estafa, ese complejo), el distanciamiento paulatino en la vida de pareja, la incomunicación, la monotonía, la falta de reconocimiento literario, las mezquindades del mundo libresco, la disolución de la diferencia individual en el maremagno del big data… En este sentido, el libro es también un compendio de reflexiones que interpretan con lucidez el tiempo que nos ha tocado vivir. Especialmente interesantes son las consideraciones sobre la creación literaria y el oficio de escritor: preciosas píldoras, vertebradas a través de la máscara borgiana, que Ernesto Sabato habría soñado con incluir en El escritor y sus fantasmas y que son un deleite para quien conozca de primera mano los entresijos de la escritura y su promesa de salvación.