lunes, 5 de septiembre de 2022

580. Olvidarse de leer

 


Hemos pasado los últimos días de agosto visitando a unos familiares. Como de costumbre, nos hemos alojado en su casa pero esta vez el entrañable matrimonio que nos agasajaba con su franca hospitalidad y su cariño no ha salido a recibirnos. Pepe murió hace un año y Lola ha abandonado el hogar de toda su vida para instalarse en casa de las hijas. Desde hace un tiempo ya no puede valerse por sí misma y está sufriendo lagunas en la memoria, cada vez más evidentes, que la hacen incurrir en discursos repetitivos e incoherentes.

Ha sido extraño recorrer la casa vacía y silenciosa, observados desde estanterías y aparadores por los rostros mudos de una vida en retirada. Pero de entre toda esa intimidad que parecíamos vulnerar con nuestra presencia, la que me hizo sentir mayor aflicción fue la de descubrir los libros que formaban la pequeña biblioteca de Lola. Con una formación académica básica, la educación literaria de Lola la han ido conformando sus hijas y sobrinas a lo largo del tiempo, hasta convertirla en una lectora constante y leal a los libros. Había visto esos mismos libros en los anaqueles del salón o en otras habitaciones de la casa durante nuestras anteriores visitas, pero aquellos que ahora me llamaban la atención eran unos tomos que permanecían aún sin estrenar, envueltos con esos forros de plástico con que hoy se vende la literatura y que Muñoz Molina, denunciando la actitud mercantilista de las editoriales, comparaba con embalajes de sándwiches de jamón y queso. A mí la amarga reticencia de Muñoz Molina, que también comparto, me sugirió sin embargo, en aquella casa vacía de Lola, otra triste circunstancia: la de los libros que aguardaban en vano su turno, la de las lecturas que Lola ya no iba a poder realizar.

Quizás pocas cosas calibren con mayor simbolismo el peso de la intimidad de una persona que su biblioteca. Los libros, que han sido sujetados por las manos de alguien durante el sagrado espacio de su esparcimiento privado; que han acompañado su respiración acompasada o el bisbiseo de la lectura; que han velado el sueño de quien ha sido vencido por la tibieza sedante de las páginas; que han acogido el improvisado punto de libro con la fotografía de un hijo o de un nieto; los libros, decimos, son uno de los máximos exponentes de la cotidianidad de un hogar. Lo que es una anomalía son esos libros sellados por ese plástico aséptico, como neonatos ya cadáveres, cuyas palabras, destinadas a las horas felices del recreo de Lola, nacieron abortadas porque su destinataria ha olvidado la forma de descodificarlas. Porque Lola ha olvidado cómo se hacía aquello que antes se imponía como un automatismo natural al posar los ojos sobre una página. Porque Lola se ha olvidado de leer.

Hemos visitado a Lola en casa de sus hijas. Con dificultad, reconoce los rostros, se emociona y entabla pequeñas conversaciones sencillas que pronto se entelan en su mente. En sus ojos permanece, sin embargo, aquel atisbo de lucidez e inteligencia, que sería el mismo que adoptaría al leer sus libros queridos. Cuando Lola ya no entienda el mundo en el que vive, junto a los vagos recuerdos de una vida que fue, quizás los pasajes de sus antiguas lecturas la aborden para entretenerla en su cautiverio. Y entonces tal vez Lola, que se ha olvidado de leer, continúe leyendo aquel libro que ya solo ella entiende.

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