lunes, 13 de junio de 2022

575. ¿Pero cuándo sale el protagonista?

 


Por motivos que no vienen al caso, estos días ando releyendo Ivanhoe, la novela de Walter Scott considerada por muchos la pionera del género histórico. Del libro de Scott me interesa, sobre todo, el vivo retrato del conflicto político entre sajones y normandos y, aún más, los acerados diálogos de los personajes, envenenadas y divertidas pullas dialécticas llenas de ironía e ingenio, especialmente las proferidas por el bufón Wamba, auténtico heredero de la tradición shakesperiana. El caso es que, a punto ya de terminar el libro, el protagonista cuyo nombre da título a la novela, apenas ha aparecido en unas pocas páginas y su papel, supuestamente heroico, se reduce en realidad al de un pobre figurante que se pasa la mitad del tiempo herido tras la prometedora justa de Ashby y de cuyas hazañas en Palestina que le han granjeado su fama, casi dudamos al asistir a su discretísimo protagonismo. Y ya sé que al final del libro, Ivanhoe se postulará como el campeón que debe salvar a la judía Rebeca, presa en el preceptorio templario de Templestowe, pero hasta en ese duelo, Ivanhoe es asistido por una suerte de justicia poética que no nos permitirá conocer el mérito de su legendaria valentía. Bien, pues este libro de Walter Scott donde apenas aparece un señor llamado Ivanhoe se titula justamente Ivanhoe. La decepción se supera pronto, cuando asumimos que la historia tiene poco que ver con él y se centra uno en los demás personajes sin la impaciencia de una espera baldía. Algo así como lo que sucede en la reciente y exitosa novela de Maggie O'Farrell, Hamnet, cuando dejamos de obsesionarnos por la esperada aparición de Shakespeare.

De todas formas, siempre me ha parecido una virtud muy meritoria entre algunos escritores la capacidad de gestionar a los llamados «personajes fantasma» y de hacerlos presentes sin que apenas aparezcan. El gran maestro de esto que digo es para mí Bram Stoker con su Drácula. El vampiro apenas aparece en el libro y únicamente conocemos sus actos por lo que cuentan algunos testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente aunque sin mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al Conde continuamente. Otro tanto sucede con Pepe el Romano, en La casa de Bernarda Alba. Lorca consigue corporeizar a Pepe solamente con el atisbo de su presencia, convirtiéndolo en una suerte de alegoría de la virilidad exacerbada pero también pieza fundamental en el devenir trágico del argumento. ¿Y qué decir de Godot, a quien Vladimir y Estragón se empecinan en esperar sin que sepamos quién es Godot y por qué es tan importante esperarlo? Nunca se habían vertido tantas interpretaciones sobre la identidad de un personaje que jamás aparece como con el Godot de la obra de Beckett. Otros personajes de esta índole son Sauron, de El señor de los anillos o la arlesiana de Daudet en La chica de Arlés, que incluso ha dado en francés la expresión «la Arléssienne» para referirse a alguien de la que se habla todo el tiempo pero que nunca aparece.

En la página ¡332! de la edición de Ivanhoe que manejo, el héroe está a punto de reaparecer. No es que lo hayamos echado mucho de menos, pero al pobre le han dicho que tiene que justificar el título de la novela con un último lance decisivo. Venga, Ivanhoe, a ganarse el sueldo. O la gloria literaria. Como en todo, algunos medran a base de jeta.

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