Completamos con esta
segunda tanda la crónica del Festival de Teatro Clásico de Alicante
incorporando las últimas cinco obras representadas la semana pasada y que
clausuraron el formidable cartel de esta edición.
No voy a descubrir
ahora el talento casi innato de El Brujo. Su espectáculo, titulado Iconos o la exploración del destino,
vuelve a poner de manifiesto la portentosa soltura de Rafael Álvarez, auténtico
animal de las tablas, sobre el escenario. El actor lucentino despliega toda su
potencia dramática, con el embeleso de su estudiado repentismo, para repasar
algunos de los clásicos literarios emparentados con el concepto del fatum, el destino aciago que
predetermina a algunos de los personajes que, principalmente, conforman la
tragedia griega. Así, con una divertida y eficaz veta divulgadora, se evoca a
Jasón, Medea, Antígona, Edipo o Crisipo, aunque también tienen cabida
referencias al Mahābhārata hindú o a
la Biblia. Los pasajes cómicos se
compensan con anticlímax serios y trascendentes que, por contraste, resultan
eficaces y oportunos. Las conexiones con la actualidad inciden en la idea de la
modernidad de los clásicos. De entre muchas de las tesis que se desprenden del
espectáculo, destaca aquella que trata de deslegitimar las teorías
deterministas para abogar por el poder de la voluntad que nos permite ser
dueños de nuestro destino.
Guitón Onofre
rescata del olvido la novela picaresca homónima de Gregorio González cuyo
manuscrito sufrió lo más variados avatares, tantos, que darían para un artículo
completo. La obra de González recoge todos los clichés del género, pero queda
muy lejos de la profunda humanidad del Lazarillo,
y queda reducido al lance cómico y al afán de venganza de su personaje. Pepe
Viyuela hace un trabajo muy meritorio, asumiendo él solo la interpretación de
los diferentes cuadros picarescos con absoluta prestancia. Tal vez le sobra a
Viyuela un exceso de histrionismo, probablemente inevitable dada su condición
de cómico mimo, sobre todo cuando interpreta a los otros personajes. La música
y voz de Sara Águeda completan la atmósfera áurea.
Cid, de la
compañía de Antonio Campos, desmitifica la figura del héroe castellano que los
cantares de gesta y el Romancero habían elevado a categoría legendaria. En
lugar del juglar laudatorio y –no lo olvidemos– político, la semblanza del
Campeador la hacen aquí los propios lugareños de Vivar con cierto tono bufo que
baja el suflé de la epicidad del Cantar.
La loca historia del Siglo de Oro de Javier Uriarte adolece de las mismos vicios que Farra, de la que ya dimos buena cuenta
la semana pasada. Aunque la puesta en escena es atractiva, la unidad argumental
se resiente debido al carácter fragmentario de las escenas, algo atropelladas e
insertadas con calzador, como si su mera concatenación justificara per se el montaje.
Finalmente, La Reina Brava, de Las Niñas de Cádiz,
ofrece la misma fórmula con la que este elenco se ha dado a conocer. Aunque en
su dossier de prensa se habla de un «triple salto mortal» con su nuevo
espectáculo, lo cierto es que quien haya visto a las Niñas de Cádiz en alguna
otra ocasión, comprobará que el tono y la ejecución responden al mismo sello de
identidad de siempre: histrionismo desaforado, esperpento ibérico, alocuciones
chirigoteras que parodian la solemnidad de las tragedias shakesperianas y del
endecasílabo, inserción de lo popular, etcétera. Un divertimento eficaz pero
que corre el riesgo de morir de éxito, agotada ya la originalidad de la
prouesta con que sorprendió en su día.
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