lunes, 29 de septiembre de 2025

701. Festivaleando (y II)

 


Completamos con esta segunda tanda la crónica del Festival de Teatro Clásico de Alicante incorporando las últimas cinco obras representadas la semana pasada y que clausuraron el formidable cartel de esta edición.

No voy a descubrir ahora el talento casi innato de El Brujo. Su espectáculo, titulado Iconos o la exploración del destino, vuelve a poner de manifiesto la portentosa soltura de Rafael Álvarez, auténtico animal de las tablas, sobre el escenario. El actor lucentino despliega toda su potencia dramática, con el embeleso de su estudiado repentismo, para repasar algunos de los clásicos literarios emparentados con el concepto del fatum, el destino aciago que predetermina a algunos de los personajes que, principalmente, conforman la tragedia griega. Así, con una divertida y eficaz veta divulgadora, se evoca a Jasón, Medea, Antígona, Edipo o Crisipo, aunque también tienen cabida referencias al Mahābhārata hindú o a la Biblia. Los pasajes cómicos se compensan con anticlímax serios y trascendentes que, por contraste, resultan eficaces y oportunos. Las conexiones con la actualidad inciden en la idea de la modernidad de los clásicos. De entre muchas de las tesis que se desprenden del espectáculo, destaca aquella que trata de deslegitimar las teorías deterministas para abogar por el poder de la voluntad que nos permite ser dueños de nuestro destino.

Guitón Onofre rescata del olvido la novela picaresca homónima de Gregorio González cuyo manuscrito sufrió lo más variados avatares, tantos, que darían para un artículo completo. La obra de González recoge todos los clichés del género, pero queda muy lejos de la profunda humanidad del Lazarillo, y queda reducido al lance cómico y al afán de venganza de su personaje. Pepe Viyuela hace un trabajo muy meritorio, asumiendo él solo la interpretación de los diferentes cuadros picarescos con absoluta prestancia. Tal vez le sobra a Viyuela un exceso de histrionismo, probablemente inevitable dada su condición de cómico mimo, sobre todo cuando interpreta a los otros personajes. La música y voz de Sara Águeda completan la atmósfera áurea.

Cid, de la compañía de Antonio Campos, desmitifica la figura del héroe castellano que los cantares de gesta y el Romancero habían elevado a categoría legendaria. En lugar del juglar laudatorio y –no lo olvidemos– político, la semblanza del Campeador la hacen aquí los propios lugareños de Vivar con cierto tono bufo que baja el suflé de la epicidad del Cantar.

La loca historia del Siglo de Oro de Javier Uriarte adolece de las mismos vicios que Farra, de la que ya dimos buena cuenta la semana pasada. Aunque la puesta en escena es atractiva, la unidad argumental se resiente debido al carácter fragmentario de las escenas, algo atropelladas e insertadas con calzador, como si su mera concatenación justificara per se el montaje.

Finalmente, La Reina Brava, de Las Niñas de Cádiz, ofrece la misma fórmula con la que este elenco se ha dado a conocer. Aunque en su dossier de prensa se habla de un «triple salto mortal» con su nuevo espectáculo, lo cierto es que quien haya visto a las Niñas de Cádiz en alguna otra ocasión, comprobará que el tono y la ejecución responden al mismo sello de identidad de siempre: histrionismo desaforado, esperpento ibérico, alocuciones chirigoteras que parodian la solemnidad de las tragedias shakesperianas y del endecasílabo, inserción de lo popular, etcétera. Un divertimento eficaz pero que corre el riesgo de morir de éxito, agotada ya la originalidad de la prouesta con que sorprendió en su día.

No hay comentarios: