Cada año que pasa, el Festival de Teatro Clásico de Alicante goza de mejor salud. En la actual edición, la cartelera atesora obras de gran calidad, algunas de ellas importadas de otros festivales de referencia como los de Almagro o Mérida. Nos ocupamos hoy de tres de esas obras con una sucinta nota de cada una de ellas.
Los dos hidalgos de Verona, en la que participa como coproductora la Compañía Nacional de Teatro Clásico, raya en la perfección. Se trata de una de las primeras obras de William Shakespeare donde el genio de Stratford bosqueja ya algunas de las constantes que caracterizarán en lo sucesivo su trayectoria dramática. Aquí el conflicto se establece entre la lealtad y la pasión amorosa. Lealtad al amigo, pero también lealtad a la mujer prometida. Una vez más, Shakespeare nos alerta de los estragos de las pasiones ciegas y desaforadas, capaces de comprometer la amistad y los principios morales. El dinamismo y la veta cómica (especialmente la de Goizalde Núñez) se ganan enseguida al espectador. El montaje, además, repara uno de los, para mí, grandes defectos del texto de Shakespeare. El dramaturgo inglés despacha el arrepentimiento final de Proteo con el perdón instantáneo y sin transición de Valentín y Julia, sacrificando lo que hubiera sido una interesante exploración de los procesos de perdón y expiación, la afrenta, el rencor o el dolor de la decepción. En esta adaptación, se incide algo más en esas reacciones. Y también me resultó muy inteligente cómo Declan Donnellan hace depositarias del concepto de restauración del orden a las dos mujeres, cuya generosidad, como la de los reyes del teatro áureo, permite el final feliz y la reconciliación de los dos amigos.
Numancia, en la versión de José Luis Alonso de Santos, es una adaptación fidelísima de la tragedia de Cervantes sobre la heroica resistencia del pueblo numantino. Dicciones de reconocible corte clásico y vestuarios sin extravagancias. Se eliminan del texto algunos de los anacronismos en los que cayó Cervantes, como el panteón romano asimilado por el pueblo celtibérico, pero no el de la alusión a «España». Esto último es disculpable si pensamos que Cervantes estaba escribiendo, a la manera de Virgilio en la Eneida, un texto de clara apología patriótica. De hecho, en las intervenciones alegóricas de España y del río Duero, Cervantes alaba la institución monárquica, sin dejar pasar la oportunidad de citar a Felipe II, su contemporáneo (texto acotado en nuestra adaptación). Chirrían algo las indumentarias de esas alegorías, así como el didactismo del narrador.
Farra, de
Lucas Escobedo es, sin embargo, un quiero y no puedo. El montaje, premiado con
el Max a mejor espectáculo musical en 2025, pretende homenajear con su fiesta
barroca a los autores de los siglos áureos, pero la nobleza de su intento queda
reducida a una mera concatenación deslavazada de pequeñas piezas humorísticas
de parentesco chirigotero y de irregular hilaridad, que se queda a medio camino
de todo. La música es excelente y son preciosos los timbres de las voces, pero
la unidad del conjunto se resiente a cada paso y la propuesta justifica ese
pandemónium apelando a una supuesta vocación de divertir por divertir que no
parece convicente. En demasiadas ocasiones, se aprecia la clara voluntad de
imitar la fórmula que con tanto éxito practicó Ron Lalá (algunas descaradamente
copiadas). Pero hasta la crítica social (feminismo, derechos del valenciano, antibelicismo)
se queda en meros eslóganes facilones y manidos, y desposeídos del sarcasmo, la
fina ironía y el ácido vituperio del divertidísimo modelo ronralero. En
definitiva, la sombra de Ron Lalá es demasiado alargada.
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