lunes, 27 de octubre de 2025

705. Cuando vales un millón de euros

 



Lo grave no es que una editorial decida amañar sus propios premios. Al fin y al cabo, se trata de una empresa privada que puede hacer con su dinero lo que le venga en gana. Allá cada cual con su sentido de la posteridad y con el legado literario que desee dejar para el severo juicio del mañana. Lo que es ya más discutible es que un escritor se preste a participar en esa misma farsa. Y no porque no tenga derecho. Un millón de euros es una cantidad de dinero lo suficientemente golosa como para no dejar escapar la oportunidad, y el contubernio entre la editorial y el beneficiario no es, en este caso, ilegal. Pero que tu integridad moral esté tasada en un millón de euros te inhabilita en lo sucesivo para dar lecciones de decencia democrática o para pontificar desde los platós de televisión sobre asuntos como la corrupción, el decoro institucional o cualquiera otra consideración de índole ética. Y el problema es que es eso justamente lo que ha venido haciendo Juan del Val de un tiempo esta parte. Cuando vendes tus principios –que es como vender el alma– al éxito fácil (aunque efímero), al más sonrojante de los tramperíos y a la risible vanidad, ¿con qué autoridad se puede luego juzgar ante una cámara y ante un país entero, los desmanes de los políticos o el comportamiento poco estético de cualquier ciudadano? ¿Es que es, acaso, ejemplar, aceptar con repugnante anuencia el arreglo de un premio para tu propio beneficio insultando a los pobres incautos (más de mil, que alguien me lo explique) que aún siguen presentándose al certamen con la ingenuidad de quienes confían en su limpieza? La diferencia entre un político corrupto y Juan del Val es la fina línea de la legalidad que separa sus acciones; pero son iguales respecto a su código moral. Por otro lado, resulta paradójico que sea alguien que llámase a sí mismo escritor quien colabore en el desprestigio de la literatura que debiera abanderar. Del mismo modo, descorazona la hipocresía de los medios de comunicación que sirven a la Casa, que se presentan ante sus televidentes y radioyentes bajo el marbete de periodismo independiente y garantes de la verdad, para luego jalear sin pudor «el acontecimiento literario más importante del año». También ruboriza el silencio atronador de sus colaboradores, muchos de ellos escritores o críticos literarios.

Ahora Juan del Val nos sale con que él escribe para el pueblo y no para las élites. Es una buena estrategia, la de introducir en el debate público una discusión pretendidamente literaria para alejarnos del único asunto importante aquí, Juan del Val: que has decidido ser un tramposo. La literatura, en este asunto, es lo de menos. Pero aceptemos el envite. En realidad, la frase de marras solo pone de manifiesto el natural acomplejado de quien se siente incapaz de crear una novela con el suficiente empaque literario. Dice mi admirada Marta Sanz, en su libro Los íntimos, que envidia la cuenta corriente de Manuel Vilas pero que no envidia sus metáforas. Es muy probable que Vilas sí envidie las metáforas de Marta Sanz. Hasta los autores superventas sienten que les falta algo más allá del número de libros vendidos. Se llama reconocimiento. Aquel que se da en aquellas otras latitudes donde el prestigio viene determinado por el mérito literario. Aduce heréticamente (porque nombrar a Cervantes en la boca de Juan del Val es pura herejía) la popularidad del Quijote. En el prólogo de su inmortal obra, Cervantes dejaba clara la vocación universalista de su libro: «…puede ser que se halle en él alguna cosa que, leyéndola, entretenga al melancólico, despierte al risueño, no enfade al discreto, admire al grave, y no deje de ser leído de los niños, los mozos, los hombres y los viejos.». Sin embargo, ¿cuántas capas de lectura puede tener un libro de Juan del Val? Pero es que, además, Juan del Val denigra la capacidad del lector de masas, presuponiendo que este sería incapaz de entender medio párrafo si el escritor le propusiera un tema medianamente profundo o un léxico algo más exigente. Por otro lado, su condición de Robin Hood literario no es real. No escribe para las élites, pero lo hace desde la élite, aquella que lo ampara desde un gigante mediático para que él pueda ganar su milloncito de euros y satisfacer su vanagloria.

Lo mejor de todo esto es que, conforme pasan los años y se asume la inanidad del Premio Planeta, a la sociedad, que no es tan inmadura y estúpida como ciertas ideas catastrofistas suponen, cada vez le resulta más indiferente ese circo, que se acepta más como una crónica rosa propia del papel cuché que como un certamen literario. Así que, tranquilos: la literatura está a salvo, pero hay que buscarla en otro sitio.

 

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