Lo grave no es que
una editorial decida amañar sus propios premios. Al fin y al cabo, se trata de
una empresa privada que puede hacer con su dinero lo que le venga en gana. Allá
cada cual con su sentido de la posteridad y con el legado literario que desee
dejar para el severo juicio del mañana. Lo que es ya más discutible es que un escritor
se preste a participar en esa misma farsa. Y no porque no tenga derecho. Un
millón de euros es una cantidad de dinero lo suficientemente golosa como para
no dejar escapar la oportunidad, y el contubernio entre la editorial y el
beneficiario no es, en este caso, ilegal. Pero que tu integridad moral esté
tasada en un millón de euros te inhabilita en lo sucesivo para dar lecciones de
decencia democrática o para pontificar desde los platós de televisión sobre
asuntos como la corrupción, el decoro institucional o cualquiera otra
consideración de índole ética. Y el problema es que es eso justamente lo que ha
venido haciendo Juan del Val de un tiempo esta parte. Cuando vendes tus
principios –que es como vender el alma– al éxito fácil (aunque efímero), al más
sonrojante de los tramperíos y a la risible vanidad, ¿con qué autoridad se
puede luego juzgar ante una cámara y ante un país entero, los desmanes de los
políticos o el comportamiento poco estético de cualquier ciudadano? ¿Es que es,
acaso, ejemplar, aceptar con repugnante anuencia el arreglo de un premio para
tu propio beneficio insultando a los pobres incautos (más de mil, que alguien
me lo explique) que aún siguen presentándose al certamen con la ingenuidad de
quienes confían en su limpieza? La diferencia entre un político corrupto y Juan
del Val es la fina línea de la legalidad que separa sus acciones; pero son
iguales respecto a su código moral. Por otro lado, resulta paradójico que sea alguien
que llámase a sí mismo escritor quien colabore en el desprestigio de la
literatura que debiera abanderar. Del mismo modo, descorazona la hipocresía de
los medios de comunicación que sirven a la Casa, que se presentan ante sus
televidentes y radioyentes bajo el marbete de periodismo independiente y
garantes de la verdad, para luego jalear sin pudor «el acontecimiento literario
más importante del año». También ruboriza el silencio atronador de sus
colaboradores, muchos de ellos escritores o críticos literarios.
Ahora Juan del Val
nos sale con que él escribe para el pueblo y no para las élites. Es una buena estrategia,
la de introducir en el debate público una discusión pretendidamente literaria
para alejarnos del único asunto importante aquí, Juan del Val: que has decidido
ser un tramposo. La literatura, en este asunto, es lo de menos. Pero aceptemos
el envite. En realidad, la frase de marras solo pone de manifiesto el natural
acomplejado de quien se siente incapaz de crear una novela con el suficiente
empaque literario. Dice mi admirada Marta Sanz, en su libro Los íntimos, que envidia la cuenta
corriente de Manuel Vilas pero que no envidia sus metáforas. Es muy probable
que Vilas sí envidie las metáforas de Marta Sanz. Hasta los autores superventas
sienten que les falta algo más allá del número de libros vendidos. Se llama
reconocimiento. Aquel que se da en aquellas otras latitudes donde el prestigio viene
determinado por el mérito literario. Aduce heréticamente (porque nombrar a
Cervantes en la boca de Juan del Val es pura herejía) la popularidad del Quijote. En el prólogo de su inmortal
obra, Cervantes dejaba clara la vocación universalista de su libro: «…puede ser
que se halle en él alguna cosa que, leyéndola, entretenga al melancólico,
despierte al risueño, no enfade al discreto, admire al grave, y no deje de ser
leído de los niños, los mozos, los hombres y los viejos.». Sin embargo,
¿cuántas capas de lectura puede tener un libro de Juan del Val? Pero es que,
además, Juan del Val denigra la capacidad del lector de masas, presuponiendo
que este sería incapaz de entender medio párrafo si el escritor le propusiera
un tema medianamente profundo o un léxico algo más exigente. Por otro lado, su
condición de Robin Hood literario no es real. No escribe para las élites, pero
lo hace desde la élite, aquella que lo ampara desde un gigante mediático para
que él pueda ganar su milloncito de euros y satisfacer su vanagloria.
Lo mejor de todo
esto es que, conforme pasan los años y se asume la inanidad del Premio Planeta,
a la sociedad, que no es tan inmadura y estúpida como ciertas ideas
catastrofistas suponen, cada vez le resulta más indiferente ese circo, que se
acepta más como una crónica rosa propia del papel cuché que como un certamen
literario. Así que, tranquilos: la literatura está a salvo, pero hay que
buscarla en otro sitio.

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