Con su última
novela, Javier Sachez ha logrado sumar a su extensa lista de reconocimientos su
condición de finalista del Premio Sed de Mal en su quinta convocatoria. El
galardón, organizado por los escritores José Luis Muñoz y José Vaccaro fue
concedido en aquella ocasión a Francisco Javier Sánchez Jiménez, por su novela A fuego lento.
Cándidas bestias, publicado por Octubre Negro
Ediciones, narra el desasosiego de las gentes de una aldea extremeña de
topónimo ficticio, Cártulo, probablemente circunscrita al área geográfica de
Las Hurdes, ante los misteriosos ataques que sistemáticamente están sufriendo
las niñas del lugar. El modus operandi
del agresor es siempre el mismo: aunque las deja con vida, arranca de sus bocas
infantiles una pieza dental. Ante la inoperancia de la Guardia Civil, retratada
aquí con tintes paródicos, será la hija de don Miguel, un potentado que vive en
una casa indiana en la parte privilegiada del pueblo, quien tome la iniciativa
de llevar a cabo su propia investigación. Más allá de los pormenores de sus
pesquisas, que a mi parecer se antojan algo erráticas y reiterativas, lo que
despierta el verdadero interés de la novela es la radiografía del
comportamiento social. Así, en la desesperada búsqueda de un culpable, los
prejuicios de los lugareños irán señalando a cualquier incauto sobre el que se
cierna un mínimo indicio, y la irracionalidad de los juicios paralelos, los
linchamientos –reales o reputacionales– y los rencores de clase (que llegarán a
inculpar al propio don Miguel) se irán alternando a lo largo de la narración
con el doble propósito de crear incertidumbre en el lector, pero también con el
de analizar la naturaleza visceral de la conducta humana cuando se la despoja
de la cordura mesurada o se somete a la iracundia colectiva.
Otra de las
críticas que Sachez apunta desde una postura ilustrada es la denuncia de la
superstición. Entre los autóctonos cala la idea de que el responsable de las
atrocidades sea el Machu Lanú, personaje del bestiario mitológico extremeño,
emparentado con el demonio, mitad humano, mitad macho cabrío, que suele habitar
Las Hurdes Altas. Al final, los sucesos responden, como siempre, a una lógica
corriente, aunque no por ello exenta de su terrible casuística, que le servirá
al autor para lanzar una nueva denuncia, que por no destripar el argumento de
la novela evitaremos explicitar aquí.
Son también
interesantes las descripciones que contrastan la vida de los dos barrios de
Cártulo (el rico Barrio Alto y el misérrimo Barrio Bajo), con sus diferencias
sociales y modos de vida, y también con la marginación subsiguiente de este
último, cuyos problemas con el agresor de las niñas solo se atiende cuando la
amenaza se extiende al barrio acomodado: una lección de geopolítica a pequeña
escala que da para reflexionar sobre las desigualdades y los intereses de
nuestro mundo ensimismado, alienado e insolidario.
Destacan asimismo
las semblanzas de los personajes, trazadas con mucho oficio, especialmente la
de la memorable Eduvigis La Maga, cuyo parentesco con su antecedente
celestinesco resulta patente. La misma sugestión que adquieren las
descripciones que sitúan, al principio de cada capítulo, los espacios
narrativos, pintados con notable vocación estilística y eficaz pintoresquismo.
En definitiva, Cándidas bestias es un libro que no
olvida su primer compromiso con el entretenimiento pero, que aprovecha esa
vertiente lúdica, para deslizar subliminalmente toda una serie de cuestiones de
índole social que enriquecen y dan empaque al resultado final.
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