Frente a las ideas
que tienden a edulcorar el período de la vejez adornándolo con tópicos como los
de la sobrevenida serenidad, el sedimento sapiencial o la asunción estoica de
las inexorables reglas de la vida, Luis Antonio de Villena desmitifica en su
último poemario (Miserable vejez, Visor)
todo ese argumentario optimista para ofrecernos sin patetismos pero también sin
cortapisas una visión rencorosa de la senectud, con su deterioro, sus
limitaciones, sus renuncias, su soledad y su nostalgia.
El libro recuerda
inevitablemente, tanto por su estilo como por su tono, a los poemas y actitud
de Jaime Gil de Biedma, tal vez el más fervoroso defensor de la juventud. No en
vano, Luis Antonio de Villena abre sus versos con una cita del poeta barcelonés
y le dedica luego uno de los poemas más hermosos que contiene el poemario. He
aquí, precisamente, uno de los motivos recurrentes del libro: el homenaje y
despedida de algunas de las personas con las que De Villena ha caminado por la
vida, escritos con la zozobra de quien, perito en obituarios, ya se siente sólo
un superviviente. Además del citado Gil de Biedma, se incluyen otras figuras
reconocidas como la del poeta Julio Aumente, aunque abundan, sobre todo,
personas menos célebres, vinculadas a su círculo familiar o personal, como la
costurera Jeannette Raguet, su abuela María, y otros menos fácilmente
rastreables como Víctor Dolgurov. Otras veces, se realizan sugestivos retratos
de personajes históricos, como Proust o Leonardo da Vinci, evocados ya en su
vejez. Junto al recuerdo de estas estampas panegíricas, también se recuerdan
espacios sentimentales que el tiempo ha ido modificando, como en el poema que
rememora el viejo Chamartín, tan distintos de los espacios de hoy, como los
hospitales, que «cobija[n] la innata
mendicidad de la vida».
Como no podía ser
de otra manera, la reflexión sobre el paso del tiempo está presente a lo largo
de todo el libro. Su enfoque no difiere de los tópicos clásicos usados por los
poetas latinos, muy reconocibles, pero su filiación no se limita solo al fondo
de su mensaje sino, también, a esa llaneza expresiva imbricada en lo cotidiano,
que tanto me recordó, por ejemplo, a Catulo. Los estragos del tiempo, se
manifiestan, sobre todo, en los achaques físicos y en la ruina de los cuerpos,
descritos con delicadeza y piedad, no exentas de dolor metafísico. Ello se
percibe en los versos que se dedica a sí mismo, pero también en los dirigidos a
personas anónimas que en su labor de observador ocioso, son rescatados en su
libro. Es el caso de los bellos poemas dedicados al matrimonio de ancianos o a esos
viejos solitarios flotando en la vida como pecios de la edad. Otras veces, sin
embargo, admira su dignidad, como en el poema donde describe a un anciano
nadador.
No obstante, en la
mayor parte de los poemas, la vejez aparece confrontada con la juventud. El
contraste acentúa aún más el complejo de sentirse viejo, la indiferencia, por
ejemplo, que la presencia del poeta suscita en los bachilleres que salen del
instituto y que pasan junto a él convirtiéndolo en invisible, pero también el
espectáculo de los cuerpos brunos y elásticos y la consolación nostálgica en la
admiración de su milagro. En otros poemas critica, aunque entiende, la soberbia
de los jóvenes, que creen eterna su condición, y lo hace desde la atalaya de
quien conoce en carne propia, otrora igual que la de ese muchacho arrogante, su
propia decadencia. También critica la falacia de los gimnasios y su promesa de
elixir.
Con un estilo
diáfano, deudor como es De Villena de la llamada «poesía de la experiencia», y
con una tímida veta culturalista, Miserable
vejez es un ejercicio de elegancia que huye con acierto del victimismo al
que su tema invitaba peligrosamente y, en su lugar, sus versos bracean con la
misma admirable dignidad del anciano nadador.
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