lunes, 7 de julio de 2025

694. Mono de feria

 


Me encantan las ferias de libros. Pero solamente como lector. Lo de posar en un caseta en calidad de autor, eso ya es otra historia. Cuando una librería o la editorial donde publico me proponen participar en alguna de esas ferias, échome a temblar. A la timidez patológica que me caracteriza se une luego la sensación de que mi presencia allí resulta estéril, que seguramente se venderían los mismos pocos ejemplares de mis novelas estuviera o no presente en mi turno de firmas. Los paseantes se detienen ante la caseta, hojean los libros, miran el cartel que te anuncia para saber quién diablos eres, luego lo cotejan con tu rostro –sí, soy yo–, vuelven a tomar la novela, leen la contraportada, echan otro vistazo a mi cara, como si la historia que se resume en la sinopsis tuviera que tener algún tipo de relación frenológica con mi morfología facial, sueltan una sonrisa cortés y condescendiente, devuelven el libro al aparador y se marchan. Los tenderos me animan a aprovechar las posibles dudas de los potenciales compradores apostados en la caseta para venderles las bondades de mi novela, pero yo solo me atrevo a un tímido «hola» y a una mirada esquiva que acaba por disuadir al lector. Admiro sinceramente a algunos escritores compañeros de caseta que despliegan todas sus habilidades de mercaderes bereberes para ganarse la confianza del pobre incauto, pero yo soy incapaz de participar del bazar. Para aquellos que, como yo, no se ganan la vida con los libros porque tienen sus propias fuentes de ingresos más allá de la escritura, la mercantilización de sus novelas se antoja un envilecimiento que humilla la pasión y el amoroso afán con que esos libros nacieron. Entiendo que las editoriales y librerías deben hacer su negocio, y agradezco la gentileza de invitarme, pero yo no valgo para estas cosas. Alguna vez me ha resultado sonrojante asistir a la insistencia cicatera de algunos autores que agobian a los paseantes a la manera en que los vendedores de flyers atosigan a los transeúntes en cualquier zona de ocio de Salou o Benidorm. Algunos, sobre todo los autopublicados, se pertrechan de todo tipo de carteles gigantes y pomposos que ondean al viento con sus rostros de writers profesionales e interesantes y viven su experiencia de escritores por un día aunque a nadie les interese. De verdad que la literatura no ha podido degradarse en eso. Pero sí. Un día coincidí en mi caseta con el exjugador de baloncesto del Real Madrid, Juan Antonio Corbalán, que firmaba a la misma hora que yo su libro de memorias ante decenas de admiradores. Cuando agotó las unidades y dio por terminada su jornada, se despidió de mí estrechándome la mano, no sin antes, en un acto de clara compasión por su competencia desleal, comprar un ejemplar de mi novela. Creo que fue de los pocos ejemplares que vendimos ese día. Los escritores que nos movemos en los circuitos independientes somos muchas veces convidados de piedra, maniquíes o monos de feria en este tipo de eventos, donde el reclamo está en los escritores mediáticos, en los presentadores de televisión, en los tiktokers, en el señor disfrazado de Gerónimo Stilton o en los jugadores de baloncesto. Hay una sensación de fracaso tras una feria del libro que resulta peligrosa para la autoestima del escritor si no llega a ella convencido de que ese no es su verdadero sitio y de que hay otros espacios donde su contribución, si es honesta, resultará más interesante. Y en último término, el éxito o el fracaso solo se dirimen ante la mesa del escritorio.

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