Me encantan las ferias de
libros. Pero solamente como lector. Lo de posar en un caseta en calidad de
autor, eso ya es otra historia. Cuando una librería o la editorial donde
publico me proponen participar en alguna de esas ferias, échome a temblar. A la
timidez patológica que me caracteriza se une luego la sensación de que mi
presencia allí resulta estéril, que seguramente se venderían los mismos pocos
ejemplares de mis novelas estuviera o no presente en mi turno de firmas. Los
paseantes se detienen ante la caseta, hojean los libros, miran el cartel que te
anuncia para saber quién diablos eres, luego lo cotejan con tu rostro –sí, soy
yo–, vuelven a tomar la novela, leen la contraportada, echan otro vistazo a mi
cara, como si la historia que se resume en la sinopsis tuviera que tener algún
tipo de relación frenológica con mi morfología facial, sueltan una sonrisa
cortés y condescendiente, devuelven el libro al aparador y se marchan. Los
tenderos me animan a aprovechar las posibles dudas de los potenciales
compradores apostados en la caseta para venderles las bondades de mi novela,
pero yo solo me atrevo a un tímido «hola» y a una mirada esquiva que acaba por
disuadir al lector. Admiro sinceramente a algunos escritores compañeros de
caseta que despliegan todas sus habilidades de mercaderes bereberes para
ganarse la confianza del pobre incauto, pero yo soy incapaz de participar del
bazar. Para aquellos que, como yo, no se ganan la vida con los libros porque
tienen sus propias fuentes de ingresos más allá de la escritura, la
mercantilización de sus novelas se antoja un envilecimiento que humilla la
pasión y el amoroso afán con que esos libros nacieron. Entiendo que las
editoriales y librerías deben hacer su negocio, y agradezco la gentileza de invitarme,
pero yo no valgo para estas cosas. Alguna vez me ha resultado sonrojante
asistir a la insistencia cicatera de algunos autores que agobian a los
paseantes a la manera en que los vendedores de flyers atosigan a los transeúntes en cualquier zona de ocio de
Salou o Benidorm. Algunos, sobre todo los autopublicados, se pertrechan de todo
tipo de carteles gigantes y pomposos que ondean al viento con sus rostros de writers profesionales e interesantes y
viven su experiencia de escritores por un día aunque a nadie les interese. De
verdad que la literatura no ha podido degradarse en eso. Pero sí. Un día
coincidí en mi caseta con el exjugador de baloncesto del Real Madrid, Juan
Antonio Corbalán, que firmaba a la misma hora que yo su libro de memorias ante
decenas de admiradores. Cuando agotó las unidades y dio por terminada su
jornada, se despidió de mí estrechándome la mano, no sin antes, en un acto de
clara compasión por su competencia desleal, comprar un ejemplar de mi novela.
Creo que fue de los pocos ejemplares que vendimos ese día. Los escritores que
nos movemos en los circuitos independientes somos muchas veces convidados de
piedra, maniquíes o monos de feria en este tipo de eventos, donde el reclamo
está en los escritores mediáticos, en los presentadores de televisión, en los tiktokers, en el señor disfrazado de
Gerónimo Stilton o en los jugadores de baloncesto. Hay una sensación de fracaso
tras una feria del libro que resulta peligrosa para la autoestima del escritor
si no llega a ella convencido de que ese no es su verdadero sitio y de que hay
otros espacios donde su contribución, si es honesta, resultará más interesante.
Y en último término, el éxito o el fracaso solo se dirimen ante la mesa del
escritorio.
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