A veces llegamos tarde a determinados libros,
abrumados como estamos por el maremagno bibliográfico que asalta los anaqueles
de las librerías. Eso me ha pasado con la última obra de la guipuzcoana y
alicantina de adopción Josune Intxauspe. La
única certeza (Ediciones Emilianenses) obtuvo en 2023 el II Premio de
Novela Corta «Pueblo de Bobadilla» y su apuesta literaria bien merece la
atención del lector rezagado.
La novela se ambienta en Labaz, topónimo ficticio con
el que se identifica una villa portuaria ubicada en el País Vasco durante la
inmediata posguerra. Allí trabaja como apoderado de una empresa de armadores
Andrés Pombo, expresidiario de las cárceles franquistas, adscrito al Partido
Comunista y conocido por haberse significado durante la contienda del lado
republicano. Denunciado por una falsa delación que lo involucra en una supuesta
campaña de propaganda comunista, Pombo huye hasta Rouen, auxiliado por sus
contactos clandestinos. Con esos mimbres, el lector parece aguardar un
argumento aventuresco, en la línea de las novelas sobre maquis. Sin embargo,
pronto descubrimos que la intención de la autora va más allá del mero lance de
la intriga para bucear introspectivamente por la psicología atribulada de unos
personajes desubicados que sufren aún el trastorno traumático de la guerra y su
herida abierta. La identidad de estos pecios que flotan en el incierto panorama
de la posguerra (incierto, sobre todo, para los perdedores) ha quedado
desdibujada y todos pugnan por reencontrarse consigo mismos o por refundar una
nueva manera de estar en el mundo. La contemplación de la catedral de Rouen,
matizada por los diferentes registros de la luz, recuerda a Pombo el cuadro de
Monet y parece constituirse en trasunto de ese polifacetismo en el que se
debaten los protagonistas. Pura, la mujer de Andrés, lucha contra sus propios
vaivenes emocionales que, por un lado, le reprochan a su marido y a la
terquedad de sus principios insobornables, la irresponsabilidad de poner en
jaque a su familia, hasta hacerle asumible la muerte de aquel; pero por otro
lado, el amor la empuja a sacrificar su honorabilidad, que es como
transformarse en otra persona (otra vez, la pérdida de la identidad), para
traer de vuelta a su esposo.
Junto a ellos, otros personajes conforman el turbio
fresco de los despojos de la guerra. El arribista Damián, poseído de una oscura
animadversión por Andrés, a pesar de que este le ha conseguido un trabajo en la
empresa, sacándolo de la aldea gallega donde languidecía, es el prototipo del
medrador sin escrúpulos que no soporta vivir en deuda con nadie salvo consigo
mismo. O Germancito, el hijo caprichoso del dueño de la empresa, en realidad un
acomplejado, que se comporta como un pequeño tirano durante la convalecencia de
su padre, aprovechándose del poder que la victoria en la guerra ha consolidado.
O Conchita, la querida de un policía franquista, que se vende para poder
sobrevivir. O el inolvidable Moncho, el loco del pueblo que aspira a ser
grumete y en el que todo rezuman nobleza dentro de su delirio.Y en mitad de
toda esa grisura, Selma, la hija de Pombo, cuya inocencia se erige en el
resorte esperanzador en el que todos debieran redimirse de sus miserias.
La única certeza, cuyo sintagma aparece tres veces
en el libro, uno referido a la muerte y dos al amor, completa el verso
hernandiano con el de la vida, esa que empuja desde lo hondo para imponerse por
encima de la deslealtad, del orgullo, de la envidia, de la mezquindad y para
abrirse paso, también, cuando los tiempos son recios. Como la luz matutina en
la paleta de Monet.

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