La compañía teatral
Barco Pirata anda de gira por España con la versión para las tablas de La madre, el segundo trabajo de la
trilogía familiar creada por Florian Zeller, y que se completa con El padre y El hijo. Para este espectáculo, su director, Juan Carlos Fisher,
cuenta en su elenco con la notabilísima actuación de Aitana Sánchez Gijón que,
como se sabe, recibirá el Goya de Honor en la edición de estos premios que se fallarán
en febrero del año próximo.
El principal
problema del que adolece La madre es
justamente aquello por lo que Zeller recibió el unánime reconocimiento de
público y crítica con El padre, es
decir, la asunción por parte del espectador de la experiencia en primera
persona de la demencia de su principal protagonista. Efectivamente, en El padre el público hace suyo el
desconcierto de un enfermo de alzhéimer y lo vive con la misma desorientación
que el propio personaje, lo que permite experimentar en carne propia el
terrible trance de la desmemoria. Resulta inolvidable la interpretación de
Anthony Hopkins en la oscarizada adaptación cinematográfica de la obra del
dramaturgo parisino. Sin embargo, si en aquel montaje resultaba pertinente el
asunto de esa devastadora enfermedad mental, no parece que el molde sea igual
de eficaz en La madre. En primer
lugar, porque abonarse a la misma fórmula que funcionó en su día no deja de ser
una acomodaticia sobreexplotación del hallazgo, que impide la sorpresa del
espectador, pues hasta el final es el mismo; en segundo lugar, porque la
demencia de Ana no responde a un deterioro cognitivo propiciado por la vejez,
sino a la frustración personal de su vida abnegada, al servicio siempre del
marido y de los hijos y a la sensación de estafa, emociones que, si bien pueden
justificar una depresión, no parece que puedan llevar a la locura más absoluta,
como es el caso. Bastaba con bucear por el desencanto de esa mujer, entregada a
los cuidados familiares que, de repente, sobre todo a partir de la emancipación
de su hijo, sufre el síndrome del nido vacío y, con él, la pérdida de su
función en el mundo. Dedicada en exclusividad a ese rol de madre tradicional,
Ana no ha cultivado ninguna afición, se ha alejado de sus amistades, probablemente
ha renunciado a sus estudios o a su trabajo, y todo para qué, para perder
demasiado pronto a su hijo independiente, que apenas se acuerda de ella, y para
convivir con un marido que ahora se revela como un mero compañero de piso,
sobre el que cae, además, la sospecha de adulterio –oh, sorpresa– con ¡su secretaria! Aunque podamos conceder
que existan hoy mujeres en esa tesitura emocional, el de Ana no parece
constituir un muestrario demasiado significativo de nuestra sociedad actual
respecto a las mujeres que se hallan ahora en su madurez vital. Y aunque la
improbable estadística amparase esas situaciones, que ciertamente existen en
algunos casos, parecen exagerados sus abismos.
Con todo, la
actuación de Aitana Sánchez Gijón es estupenda. Los registros que alternan
vulnerabilidad e ira están muy bien compensados, así como la paulatina torpeza
de Ana, reflejada, por ejemplo, en los desmañados giros que la actriz realiza
para mostrar su vestido rojo de vuelo, en una de las escenas más desoladoras de
la obra. También interpreta muy bien los celos respecto a la nuera, vista como
usurpadora de su cariño materno, y su inconsolable soledad.
En definitiva, La madre produce el rédito de una buena
noche de teatro merced al gran trabajo de su elenco, pero a Zeller, como a sus
personajes, habría que ponerle sobre aviso acerca de su propia amnesia creativa.
Porque nosotros esto ya lo habíamos visto antes.
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