Ya la sugestiva
ilustración de la cubierta, a cargo de Lucía Boiani, nos adelanta el carácter
perturbador de los ocho relatos que conforman el nuevo libro de la escritora
uruguaya Tamara Silva Bernaschina, publicado por Páginas de Espuma. También el
título, Larvas, que remite al
penúltimo cuento, parece querer trascender el marco del relato al que da nombre
para convertir el libro entero –y con él a los lectores– en un reservorio donde
se aloja una forma crónica del extrañamiento, también nosotros larvario de una
literatura nueva que eclosiona al albur de un ecosistema de leyes impredecibles
e inescrutables.
La narrativa de
Tamara Silva se adscribe a esa tendencia fisiologicista que caracteriza hoy a
un numeroso grupo de jóvenes escritoras latinoamericanas caracterizada por
llevar aquel naturalismo decimonónico de Émile Zola a unas cotas tales de
explicitud, que han colocado al cuerpo, a sus fluidos y entrañas, en un lugar
preeminente en la relación con el propio yo y la autoconciencia. El cuerpo ha
devenido la nueva alma. Pero Silva, además, imbrica ese aquelarre de la víscera
con el entorno, más propiamente con la tierra, y estrecha su animalidad con la
de los otros seres que cohabitan el espacio común hasta alcanzar inferencias
simbólicas más o menos interpretables.
Un niño se deja
crecer el pelo respetando una misteriosa promesa que tiene que ver con su padre
muerto y su hermana secuestrada, y, clandestinamente, cría piojos que luego
coloca en su cabello, quizás con la enternecedora aspiración de recibir la
atención de su madre al despiojarlo; una mujer que carga con algún tipo de
mochila emocional se recluye en Iruya, un pueblo de montaña argentino, en las
lindes con Bolivia, donde conoce a Ignacia, con la que mantendrá una relación
erótica que parece vinculada a ritos naturales y telúricos, donde la mística de
la montaña –las Yungas– y la sanación de la tierra entroncan sugestivamente con
el frontero pueblo indígena del Pucará de Titiconte; una niña sufre graves
quemaduras al topar accidentalmente con una estufa cuando jugaba a la gallinita
ciega con sus amigos: la culpa perseguirá a una de sus compañeras de juegos,
representada en la presencia del perro de aquella; también el tema de la culpa
aparece en el relato en el que unos empleados deben enterrar a una yegua
muerta, pero ante lo trabajoso de la empresa, deciden sumergirla secretamente
en el río: la reaparición de la yegua resucitada, hinchada por la muerte,
parece castigar la alteración del orden natural, y la asunción de los
personajes ante lo insólito del suceso acerca el relato a los postulados del
realismo mágico; en «Agua quieta», una niña encuentra la paz en la sordera que
le produce el agua en el oído, una suerte de mirarse peligrosamente hacia
adentro; en el inquietante «Jauría», una mujer cuida en secreto de un perro
asesino: el relato incomoda por la empatía que produce la falsa vulnerabilidad
del mal, e impresiona por la diabólica ofrenda final; en «Larvas», una niña
orina crías de mojarras tras haber jugado a colocar el pez madre entre sus
piernas y haber llenado el cuenco de su barriga con agua donde había dejado
reposar las larvas con que pescaban: de nuevo la alteración del orden natural
de las cosas, en este caso la dislocación del hecho maternal, deviene en
degeneración, pero, la vez, no puede dejar de soslayarse una especie de
paganismo de la fertilidad muy interesante; finalmente, el libro se cierra con
otro relato donde las leyes de un cerro maldito amenaza a la comunidad que
buscaba la comunión con una Naturaleza que, lejos del ideario de los
naturópatas, no siempre se muestra benevolente.
Con una imaginería
sorprendente y un ritmo narrativo cautivador, Tamara Silva Bernaschina inocula
sus larvas en los lectores y cunde en ellos la metamorfosis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario