miércoles, 25 de junio de 2025

692. Imago

 


Ya la sugestiva ilustración de la cubierta, a cargo de Lucía Boiani, nos adelanta el carácter perturbador de los ocho relatos que conforman el nuevo libro de la escritora uruguaya Tamara Silva Bernaschina, publicado por Páginas de Espuma. También el título, Larvas, que remite al penúltimo cuento, parece querer trascender el marco del relato al que da nombre para convertir el libro entero –y con él a los lectores– en un reservorio donde se aloja una forma crónica del extrañamiento, también nosotros larvario de una literatura nueva que eclosiona al albur de un ecosistema de leyes impredecibles e inescrutables.

La narrativa de Tamara Silva se adscribe a esa tendencia fisiologicista que caracteriza hoy a un numeroso grupo de jóvenes escritoras latinoamericanas caracterizada por llevar aquel naturalismo decimonónico de Émile Zola a unas cotas tales de explicitud, que han colocado al cuerpo, a sus fluidos y entrañas, en un lugar preeminente en la relación con el propio yo y la autoconciencia. El cuerpo ha devenido la nueva alma. Pero Silva, además, imbrica ese aquelarre de la víscera con el entorno, más propiamente con la tierra, y estrecha su animalidad con la de los otros seres que cohabitan el espacio común hasta alcanzar inferencias simbólicas más o menos interpretables.

Un niño se deja crecer el pelo respetando una misteriosa promesa que tiene que ver con su padre muerto y su hermana secuestrada, y, clandestinamente, cría piojos que luego coloca en su cabello, quizás con la enternecedora aspiración de recibir la atención de su madre al despiojarlo; una mujer que carga con algún tipo de mochila emocional se recluye en Iruya, un pueblo de montaña argentino, en las lindes con Bolivia, donde conoce a Ignacia, con la que mantendrá una relación erótica que parece vinculada a ritos naturales y telúricos, donde la mística de la montaña –las Yungas– y la sanación de la tierra entroncan sugestivamente con el frontero pueblo indígena del Pucará de Titiconte; una niña sufre graves quemaduras al topar accidentalmente con una estufa cuando jugaba a la gallinita ciega con sus amigos: la culpa perseguirá a una de sus compañeras de juegos, representada en la presencia del perro de aquella; también el tema de la culpa aparece en el relato en el que unos empleados deben enterrar a una yegua muerta, pero ante lo trabajoso de la empresa, deciden sumergirla secretamente en el río: la reaparición de la yegua resucitada, hinchada por la muerte, parece castigar la alteración del orden natural, y la asunción de los personajes ante lo insólito del suceso acerca el relato a los postulados del realismo mágico; en «Agua quieta», una niña encuentra la paz en la sordera que le produce el agua en el oído, una suerte de mirarse peligrosamente hacia adentro; en el inquietante «Jauría», una mujer cuida en secreto de un perro asesino: el relato incomoda por la empatía que produce la falsa vulnerabilidad del mal, e impresiona por la diabólica ofrenda final; en «Larvas», una niña orina crías de mojarras tras haber jugado a colocar el pez madre entre sus piernas y haber llenado el cuenco de su barriga con agua donde había dejado reposar las larvas con que pescaban: de nuevo la alteración del orden natural de las cosas, en este caso la dislocación del hecho maternal, deviene en degeneración, pero, la vez, no puede dejar de soslayarse una especie de paganismo de la fertilidad muy interesante; finalmente, el libro se cierra con otro relato donde las leyes de un cerro maldito amenaza a la comunidad que buscaba la comunión con una Naturaleza que, lejos del ideario de los naturópatas, no siempre se muestra benevolente.

Con una imaginería sorprendente y un ritmo narrativo cautivador, Tamara Silva Bernaschina inocula sus larvas en los lectores y cunde en ellos la metamorfosis.

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