lunes, 10 de agosto de 2020

496. Mientras crece la hierba

Alejandro Hermosilla, el prologuista del último poemario de Natxo Vidal, me ha puesto en un agradable brete. Leí el prólogo al final, como hago siempre, tras la lectura de los poemas, para evitar verme condicionado por la lectura de terceros. Y cuando ya enhebraba yo en mi cabeza esta reseña y tenía claras las claves de su lectura, leo en el prólogo de Hermosilla, casi con palabras idénticas a las que yo había tejido, una interpretación calcada (aunque siempre mejor) a la que pensaba colocar en mi columna del periódico. ¡Dilema irresoluble! Pues si digo lo mismo que Hermosilla, hay quien pensará que practico el expolio intelectual; y si no lo digo por rubor, obvio las esencias del poemario, útiles para el lector curioso. Huelga decir que deben ustedes leer el magnífico prólogo del escritor cartagenero, del que trataré –renuncia dolorosa– de separarme un tanto. Gajes del oficio.

Así termina (Ediciones Frutos del Tiempo) es un libro destinado, más que a leerse, a asistir a él. Es casi una performance literaria aparentemente improvisada en la que el público-lector sella con el poeta un acuerdo tácito para dejarse sorprender en cada uno de los cuadros poéticos que van sucediéndose en el escenario, mientras se toma una copa de vino. Hasta se nos invita a participar en la elección de la mejor versión de alguno de los poemas en una interacción casi teatral donde se rompe la cuarta pared. Quizás por eso mismo, Vidal advierte que conviene leer su libro de forma cronológica, pues hay poemas que se anticipan a otros posteriores, alusiones a versos que ya han aparecido y guiños metaliterarios que solo se entienden o se entienden mejor si se ha seguido toda la función desde el principio. En el libro cabe de todo, desde los propios poemas, pasando por reflexiones o testimonios en prosa, lecturas de artículos periodísticos, entradas de Wikipedia o de blogs, música (con especial devoción por Thelenious Monk), pintura, malabarismos léxicos o juegos intertextuales con Cortázar. Su libérrima puesta en escena, casi jazzística, llega a su culmen en la sección de versiones, donde el poeta, al modo de los viejos cantantes de blues ejerce su amplificatio de poemas ajenos, en los que el matiz alcanza –él mismo– carta de naturaleza poemática. Escrito durante los meses de confinamiento, el libro es también un abrazo de amistad a todos aquellos que lo acompañaron en el encierro e hicieron más soportable la espera, principalmente artistas y escritores. En cuanto a los poemas en sí mismos, merecen especial atención las evocaciones connotativas de algunos vocablos que quedan así reformulados: las naranjas o la nieve de la infancia, tan distintas de las naranjas o la nieve de la posguerra, hasta desembocar en el escepticismo respecto a la función de las palabras. O la hierba, que se enseñorea de las aceras gracias al confinamiento y cuya naturaleza bucólica queda en entredicho al asociarla al precipicio o a la angustia de una Christina Olson arrastrándose en la hierba en el cuadro de Wyeth. O cómo la gravedad y el invento del bolígrafo pueden dar lugar a un hermoso poema de amor. La luz invadiendo la estancia contrasta con el canto vulgar de los gorriones, trasunto del ansia frustrada de trascendencia. Por eso, los hechiceros ancestrales de otro poema, con tintes surrealistas, versos narcotizados para atisbar la promesa del absoluto. Y, al final, como siempre, la literatura: la página del libro que marcamos, doblando su esquina, para saber por dónde vamos transmutada en nosotros mismos: «ya sabes que eres tú, / una puntita solamente, / el que queda marcado. / Para saber por dónde vas. / Para saber quién eres.».


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