lunes, 14 de septiembre de 2020

500. Hispanoamérica: el bastión de la Literatura.

 

Dicen las autoridades eclesiásticas que Hispanoamérica se ha convertido en el último bastión del catolicismo, ese que resiste al ateísmo galopante instaurado desde hace decenios en el mundo y especialmente en Europa. Si esto es así para la religión, otro tanto se podría decir para la Literatura en español –entiéndase la Literatura con mayúsculas– que, para quien esto escribe, está también revestida de la sacralidad con que una feligresía mínima pero pertinaz unge las obras de aquellos santos varones allende el Atlántico.

Es una sensación que vengo alimentando desde hace ya varios años. Si la Literatura (no la espuria, sino esa que han ido acuñando durante siglos los grandes maestros), si esa Literatura –decíamos– está destinada a salvarse de la extinción, las almenas que la defenderán se habrán levantado en Hispanoamérica. Quizás esta sensación provenga del continuo fraude al que me vienen sometiendo muchos de los escritores españoles actuales que aquí son vestidos con la casulla de los grandes próceres y adorados por el paganismo de los ignorantes. Tal vez no he sabido elegir a los autores que leo o las vicisitudes de la Literatura, siempre inescrutables y azarosas, me han llevado por derroteros equivocados pero lo cierto es que sufro de un desencanto rayano en el hastío que me incita a prestar menos atención a la literatura patria (del chovinismo ya hace mucho que me curé) y a buscar el santo grial en otro sitio. Y entonces leo a los mexicanos David Toscana y Eduardo Ruiz Sosa o a las ecuatorianas Mónica Ojeda y Gabriela Ponce, con su literatura de víscera doliente y palpitante, y me digo: caramba, esto es otra cosa. El otro día leía en las redes sociales una publicación del escritor Álex Chico, cuyo criterio es para mí dogma de fe, donde decía que acababa de leer  Vivir abajo, la novela del peruano Gustavo Faverón, y se deshacía en elogios llegando incluso a afirmar que era uno de los mejores libros que había leído en su vida y calificándola de «obra maestra». De obra maestra califiqué yo la semana pasada La ciudad que el diablo se llevó del ya citado Toscana y yo nunca hago halagos gratuitos ni tengo vocación de redactor lameculos de esas solapillas y fajas hiperbólicas que tanto se estilan entre la hipocresía mercantilista y la transacción amiguista quid pro quo. Llama la atención, por cierto, que todos los autores citados los edite Candaya, cuyo esfuerzo por trazar puentes con Hispanoamérica y traernos lo mejor del continente se antoja impagable para la reciente y posterior historia de las letras. También hay, claro, otras editoriales que apuestan por horadar aquellos filones literarios: la literatura que explora el terror y la locura de las argentinas Samanta Schwlebin y Mariana Enríquez o de la chilena Nona Fernández; las crónicas de Leila Guerrero; la maestría narrativa de las mexicanas Guadalupe Nettel y Ángeles Mastretta; el lirismo de la suculenta prosa de los colombianos Héctor Abad y Evelio Rosero, entre otros muchos que no caben aquí. Pero, sobre todo, está la corazonada de que en un continente gigantesco como el americano, las joyas escondidas deben de ser tantas y tan preciosas que el explorador dará con ellas a poco que tenga interés en buscarlas y se olvide de patrioterismos y prejuicios acogiéndose a la única nación posible que no es otra que  el hermoso idioma que nos une. Idioma, por cierto, que en Hispanoamérica queda quintaesenciado en el alambique de su semántica fértil, exuberante y aguerrida, depositaria de lo mejor de nuestro español peninsular, que se enriquece con los ubérrimos matices de su visión del mundo desde el Nuevo Mundo. Y así es como Hispanoamérica devendrá en fortaleza. En catedral y sagrario.

 A Maribel Calle, brillante evangelista de la buena nueva de la literatura hispanoamericana. Y en reparación de mi herejía bolañera.

No hay comentarios: