lunes, 19 de octubre de 2020

504. Nosotros, los desubicados


 

Cuando ando hastiado de todo y hasta de mí mismo, me da por refugiarme en las literaturas exóticas, como acostumbraban los románticos del XIX. Claro que, ellos lo hacían escribiendo y situando sus obras en lugares remotos e inusitados, y yo, en cambio, como parece que no paso de ser un pobre juntaletras, lo hago como simple lector. Da igual: tanto los escritores románticos como yo mismo buscamos idéntico objetivo: huir del feo, frustrante e insatisfactorio entorno que nos rodea. Y supongo que es mejor alternativa que suicidarse, que no deja de ser otra forma de huida. Cuando ando así –iba diciendo– suelo escoger obras de la literatura japonesa. Hay en las buenas novelas japonesas un cambio de registro, de tono, de espíritu y de referentes que me sirven de opiáceo para ver el mundo bajo los efectos de su narcótico. Me pasó, por ejemplo, con la preciosa Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata, cuya muelle delicadeza obraba como morfina para el alma moribunda. Ni siquiera recuerdo ya su argumento, solamente aquel mecerme en su languidez y melancolía refocilantes. Esta vez me he acercado a otro Premio Nobel, Kazuo Ishiguro, con la esperanza de experimentar aquel anestesiante de Kawabata pero, iluso de mí, he errado el tiro, pues Ishiguro, aunque nacido en Nagasaki, pasó toda su vida en Inglaterra, y al leer Los restos del día, en lugar de encontrarme con las luces mortecinas de los farolillos japoneses y con el frufrú de las sedas de las geishas, me he topado con una prosa de lo
más británica, canónicamente británica, más británica que un británico de la grandísima Gran Bretaña. Eso sí, con una prosa límpida como pocas, no sé si mérito de Ishiguro o de la espléndida traducción de Ángel Luis Hernández Francés. Y, sin embargo, también Ishiguro ha obrado el sortilegio. Porque Los restos del día es la crónica de un desubicado. Stevens, el mayordomo protagonista, que es la viva imagen de aquel Carson de Dawnton Abbey, interpretado maravillosamente por Jim Carter, es un sirviente de la rancia casa de Darlington Hall que atesora los valores de la vieja escuela: dignidad, lealtad, sacrificio, discreción, etiqueta, protocolo, moral. Cuando lord Darlington muere y la casa es comprada por el rico norteamericano Farraday, este le sugiere a Stvens permitirse unas vacaciones que llevarán al mayordomo por diferentes lugares de Inglaterra hasta acabar en Little Compton, al oeste del país, donde vive miss Kenton, antigua empleada de Darlington y con la que el protagonista mantiene, aún, una ambigua relación. El viaje le servirá a Stevens para comprobar cómo han cambiado las costumbres de su país y para concluir, en la rememoración de la semblanza de lord Darlington, que aquella lealtad en la que tanto creía, solo valió para servir a alguien que comulgó activamente con el nazismo. Stevens es el representante de un tiempo periclitado, cuya estampa es un anacronismo como lo era don Quijote al defender la caballería cuando esta ya hacía tiempo que andaba obsoleta. Pero si a don Quijote aquella contumacia le servía para defender unos valores imperecederos y necesarios, Stevens se da cuenta de que la antigualla que lo conforma no tuvo demasiado sentido ni siquiera cuando aún seguía en vigor. Stevens es un producto desfasado, digno en su derrumbe, pero absolutamente perdido, sin presente ni futuro en una sociedad que avanza por otros derroteros. Un pecio a la deriva en un océano de incomprensión, una reliquia andante, una pieza que no encaja, una ruina que mantiene una ridícula solemnidad por la que el mundo siente la mayor de las indiferencias. Como tampoco puede agarrarse al pasado –errado tras el balance final– Stevens habita el no-tiempo en el no-lugar. Y, claro, andando como ando yo estos días, no he podido más que posar mi mano en el hombro de Stevens y quedarnos, ambos, callados, solos, contemplando el ocaso, en cómplice y silenciosa camaradería.

1 comentario:

Javier Angosto dijo...

¡Me alegra coincidir en tu admiración por los autores japoneses! A mí, la japonesa, me parece una literatura de primera división.