lunes, 6 de mayo de 2019

444. Esperando a Cecilia



Siempre he dicho que leer a Antonio Muñoz Molina es salirse uno del espacio-tiempo. Mientras dura el rapto narcotizante de la lectura de cualquiera de sus novelas el lector ingresa en otras coordenadas y se encapsula en eso que se ha dado en llamar el universo muñozmoliniano, tan reconocible, por otro lado, para sus leales. Si esa impresión enajenante se cumple siempre, en el último libro del escritor jienense la máxima queda quintaesenciada, pues la experiencia se multiplica al compartir con el propio personaje de la novela la alienaciòn que nos sujeta, como si Muñoz Molina hubiera emprendido el colosal proyecto de una hipnosis general que afectara a todos los agentes del hecho literario, a sus lectores, a sus mismas criaturas de ficción y me atrevería a decir que al escritor mismo, víctima él también, en el trance de la escritura, del oficiante Muñoz Molina.
Toda la novela se centra en la espera de Bruno a su mujer Cecilia. El personaje nos revela que la pareja ha abandonado Nueva York, todavía reciente en la memoria los atentados del 11-S, para instalarse en Lisboa y emprender así una nueva vida lejos de aquella conmoción insuperable. Bruno ha dispuesto el apartamento de Lisboa como un calco del que compartieran en Nueva York, para que cuando Cecilia regrese de uno de sus frecuentes viajes a congresos sobre neurociencia, todo le resulte familiar y acogedor. En esta síntesis del argumento de la novela hallamos ya algunos ingredientes capitales para la construcción de ese mundo desconcertante que a partir de la ambigüedad de sus referentes nos sumerge en el dulce sopor del no-tiempo, en el abandono opiáceo de toda conciencia activa. En la espera de Bruno, el tiempo pierde su consistencia; son numerosas las veces en que el personaje reflexiona sobre el laberinto temporal que lo inquieta. Ese tiempo congelado se aviene muy bien con la proverbial lentitud lisboeta que ejerce su morosidad sobre la conciencia temporal, anestesiándola. También importa el oficio de Cecilia, la neurociencia, pues las digresiones científicas sobre la memoria cerebral que jalonan las reflexiones de Bruno, tratan de objetivar y poner orden, sin conseguirlo, en ese dédalo de las horas sin tiempo. Asimismo, el juego de espejos entre la casa de Lisboa y la de Nueva York, acentúa la disolución del tiempo merced a las continuas dislocaciones, que se solapan mezclándose en su continente de confusión. Las lecturas de Bruno refuerzan toda esta idea, pues al  ensimismamiento del ejercicio lector en que el personaje se sumerge, se le suma la naturaleza de sus lecturas, los diarios del almirante Byrd en la soledad de su zulo antártico durante 6 meses.
Otros teman completan el núcleo argumental del libro, tales como la deshumanización de las grandes ciudades, especialmente cuando se refiere a Nueva York, y el fantasma apocalíptico de las guerras y la crisis ecológica, que compone una suerte de interpolación en mitad del libro no sé si excesivamente disruptiva. “Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo”, reza la primera sugestiva frase de la novela.
La espera de Bruno, sellada con un final magnífico e inteligente, se convierte también en la espera del lector cuando el lector ya no espera nada y se ha sumado, compartiendo la enajenación de Bruno, a la dulce muerte que inocula la morfina de las cosas que no están, de las cosas que no son, de las cosas que ni siquiera fueron.

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