lunes, 11 de febrero de 2019

433. Quien lo probó lo sabe



Qué triste resulta asistir cada año a la contumacia del ser humano por degradar las grandes palabras que nos salvan del simio que somos. Toda noble construcción nacida para mayor gloria de nuestra humanidad, toda alta idea que nos permite elevarnos desde el aquelarre de células hasta las esferas de lo trascendente, es prostituida en el lupanar del mercantilismo y de la vulgaridad adocenada. Así el amor, que este jueves será sacrificado a la pira del trending topic y a la cursilería hiperglucémica hasta el coma diabético. Como en estas páginas hablamos de Literatura, salvémoslo por un día de los corazones de plástico y sentémoslo caballero en la grupa de la palabra para huir de la oferta del 2x1 del McDonald’s Valentine’s Day.
No resulta fácil saber si la literatura amorosa de cada etapa histórica es un simple artificio literario aceptado por pura convención o si refleja realmente una concepción sincrónica del hecho amatorio. No sabemos, por ejemplo, si un médico suscribiría los síntomas físicos que la enamorada Safo (s. VII a.C.) describía en sus poemas, pero lo  cierto es que con la poeta de Lesbos nace la idea universal del amor como enfermedad, que luego susurrará Celestina a Melibea a finales del XV en una de sus definiciones más canónicas. Más adelante, Catulo (s. I a.C.) incorporará la dimensión carnal del amor, la pasión y el deseo, sin demasiados remilgos. Durante la Edad Media, aparecerá el concepto de amor cortés, que trasladará al terreno amoroso las relaciones feudales de vasallaje: el enamorado es un caballero que sirve a la dama, se postra ante ella y sufre sus desdenes. Aquí sí podríamos asegurar que se trata de un acuerdo estrictamente literario. Lo relevante es, sin embargo, que lo que era una convención poética, acabó sentando las bases de las relaciones amorosas reales entre hombres y mujeres. Pienso, por ejemplo, en la imagen del enamorado pidiendo, de rodillas, matrimonio a su amada o ese acuerdo más o menos tácito que todavía se conserva de ser el hombre quien tome la iniciativa en su declaración amorosa y de que la mujer mantenga su firmeza, aunque sea fingida, antes de aceptar el galanteo. Junto al refinamiento cortesano, convive en la Edad Media, la literatura erótica, manifestada, por ejemplo, en las canciones goliárdicas. El Renacimiento traerá la concepción del amor platónico y la divinización de la dama, la donna angelicata petrarquista, y en el Barroco, se lo considerará como la única fuerza capaz de permanecer más allá de la muerte y, de acuerdo al pesimismo de la época, aparecerá unido a la brevedad de la vida y al poder destructor del tiempo. El siglo XVIII se llenará de colores pasteles muy a propósito para un concepto del amor intrascendente, empalagoso, envuelto en un halo de coquetería y frivolidad. Todos pensamos en aquel cuadro del columpio de Fragonard coincidiendo con la primera arcada. Junto a la literatura rococó hay también una idea ilustrada del amor, que lucha contra el desatino de los amores concertados. El sentimiento se desborda arrebatador en el Romanticismo hasta la irreflexión, y la mujer aparece como un ser etéreo e inalcanzable. El Realismo abordará el tema del adulterio. Los tres grandes personajes femeninos son Ana Karenina, Madame Bovary y Ana Ozores, heroínas frustradas en sus relaciones matrimoniales que se enfrentan a las convenciones sociales. En el siglo XX, el amor se diversifica, tienen cabida las voces femeninas, la homosexualidad, el amor libre, siempre con las trabas morales de una tradición conservadora que aún impone su peso. Y llegamos a nuestro siglo. Ya estoy viendo el menú de San Valentín del jueves: “cupiditos rebozados con salsa de fruta de la pasión; solomillo en nidito de amor trufado sobre lecho de pétalos de rosa; y de postre, corazón de chocolate bañado en ambrosía de Venus”. 50 euros la pareja. Y la foto en Instagram.

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